Autoeficacia para mentir. Estudio experimental

AutorEugenio Garrido Martín - Jaume Masip Pallejá - Carmen Herrero Alonso
Páginas113-137

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En las páginas de2 este capítulo se da, de nuevo un cambio de estilo expositivo. En el capítulo V se han expuestos hipótesis sobre cómo debería trabajarse con los delincuentes partiendo del supuesto de que habría que instalar en la percepción de sí mismos la ineficacia para delinquir. Es una propuesta nueva, aún no investigada, por lo que se ha abusado intencionadamente de la anécdota frene a las demostraciones empíricas. Volvemos a retomar la exposición científica. Y en este capítulo de manera especial, pues se expone con los detalles exigidos por la ciencia, una investigación en la que se experimenta con la conducta de mentir. Se hablará de mentiras «sociales» y «delictivas». Como experimento, se trata de probar la hipótesis de la relación causal entre autoeficacia y delincuencia. No convendría perder el enfoque de la investigación desde el principio entendiendo que lo que se va a hacer es modificar la conducta de mentir. Lo que se trata de demostrar es la creencia de la capacidad para mentir. Evidentemente, como se ha demostrado infinidad de veces, la autoeficacia es causa directa o indirecta de la conducta.

Los estudios sobre las conductas desviadas, especialmente de los jóvenes (agresividad sexo arriesgado, consumo de drogas, absentismo escolar y laboral, etc.) han utilizado prioritariamente análisis correlaciónales entre dichas conductas y las circunstancias de riesgo (Bar- beret, Rechea y Montañés, 1994; Fortin, 2003; Gottfredson y Koper, 1996; Hernández de Frutos, Sarabia Heydrich, Casares García, 2002; Barnes, Welte, Hoffman y Dintcheff, 2005; Kury y Woessner, 2002; Moffitt, 2005). Las circunstancias de riesgo se agrupan en torno a la familia, los centros escolares y de trabajo, los compañeros, la comunidad, los barrios deprimidos, estatus socioeconómico, etc. Natural- mente, los resultados de estas correlaciones exigirán políticas de asistencia a las familias desestructuradas y a los profesores, mayores niveles de escolarización, asistencia individualizada que evite el fracaso escolar, una integración progresiva de los estudiantes en el mundo laboral, etc. (Greenberg, Weisberg, O’Brien, Zins, Fredericks, Resnik y Elias, 2003). Políticas que pueden tomarse sin examinar detenidamente la potencia y la importancia social de las interven-Page 114ciones (Kraemer, Kazdin, Offord, Kessler, Jensen y Kupfer, 1999). Frente a estas posturas de contención se han alzado, especialmente durante los años 90, voces que prefieren desarrollar en los jóvenes, en sus familias, así como en los centros educativos y de ocio las capacidades intelectuales, sociales, morales, de empatía, de responsabilidad y hasta religiosas para que los adolescentes gestionen sus vidas dentro de los parámetros de la convivencia ciudadana (Larson, 2000). Son muchos los programas nacidos al amparo de estos nuevos plan- teamientos. Catalano, Berglund, Ryan, Lockzak y Hawkins (2002) hacen una amplia descripción de los 25 programas que han ofrecido resultados conductuales positivos a largo plazo en comparación con el grupo control. Un ejemplo concreto de cómo realizar estas intervenciones lo exponen Webster-Stratton y Reid (2004) o August, Realmuto, Hekner, y Bloomquist (2001). Pero Catalano, Berglund et al (2002) mencionan otros estudios con un potente diseño experimental o cuasi experimental, con manuales claros de cómo intervenir que no mostraron tales resultados positivos; el estudio de August, Realmuto et al. (2001) encuentra mejoras en los comportamientos escolares y no en las conductas de autorregulación o competencias sociales; Kazdin, Esveldt-Dawson, French y Unis (1987) lo hallaron sólo con el programa de entrenamiento en habilidades sociales y no en tratamientos dirigidos a mejorar las relaciones sociales. Estos y otros estudios, además de apelar a diseños experimentales, exigen resultados a largo plazo (Fortin, 2003; Gottfredson y Gottfredson, 1985; Moffit, 2005). Algunos, naturalmente, apelan a las diferencias étnicas y culturales; McAlister, Bandura, Morrison y Grussendorf, 2003) o de género (Bryant y Zimmermann, 2002; DiNapoli, 2003; Herrera y MacCloskey, 2001, Lane, 2003)

Tanto los estudios de las circunstancias de riesgo, como las intervenciones masivas adolecen, salvo excepciones (Morrison, 2003; Burton, Evans, Cullen, Olivares y Dunaway, 1999; Romero, Gómez-Fraguela, Luengo y Sobral, 2003) de una teoría psicológica que revele los componentes y los procesos que explican las conductas juveniles desviadas (Larson, 2000; Moffitt, 2005; Sherman, 1998). En el presen -te estudio se pretende explicar la conducta mentirosa y su prevención desde la teoría cognitivo social. Más específicamente, el presente estudio pretende ser una prueba experimental de la autoeficacia como causa de la mentita inmoral y delictiva. Para delinquir hay que sentirse eficaces. No delinquir es sentirse eficaces para gestionarPage 115intencionadamente la propia vida dentro de los cauces marcados por los compromisos personales.

Desde que en 1977 Bandura propusiera la teoría de la autoeficacia como fuente directa o mediadora en el cambio de la conducta (Bandura 1977 a) y probara que cualquier intervención tendría éxito en tanto en cuanto modificara la creencia de capacidad del sujeto para ejecutar lo que antes experimentaba como imposible (Bandura, Adams, Hardy y Howells 1980, Garrido, 2004), la teoría de la autoeficacia se ha aplicado a distintos campos del la actividad humana: al escolar (Bouffard, Boisvert, Veceau y Larouche 1995; Pajares, 2002; Schunk, 1995; Zimmerman, 1995), a la elección de carrera (Hackett, 1995), al mundo laboral (Bandura y Wood, 1989; Garrido 2000; Locke, Frederick, Lee y Bobko, 1984; Stajkovic y Lutham, 2000), a la salud, a la drogodependencia, a las fobias, a la confianza personal (Ozer y Bandura, 1990), al deporte (Balaguer, Escartí y Villamarín, 1995; Escartí y Guzmán, 1999) y ha dado el salto de la autoeficacia personal a la grupal (Fernández-Ballesteros, Díez-Nicolás, Caprara, Barbara- nelli y Bandura, 2004). El mismo Bandura hace una amplia revisión de muchas de estas aplicaciones en su libro: Self-efficacy. The exercise of control (1997).

La autoeficacia se define como la capacidad percibida por el sujeto para realizar un determinado curso de acción con la intención de conseguir objetivos concretos. La conducta delictiva es un curso de acción para conseguir fines concretos. Sin embargo los estudios sobre autoeficacia y delincuencia han tomado una trayectoria antitética a la que sería de esperar de esta definición. Siguiendo direcciones conservadoras (la teoría general del delito de Gottfredson y Hirschi (1990), han definido la autoeficacia autorreguladora como la capacidad para oponerse a las propuestas tentadoras de los compañeros. Es una definición correcta, pues el esfuerzo y la dificultad son inherentes a la autoeficacia. Todos los estudios sobre el entorno del delito mencionan las malas compañías, aunque su verdadera fuerza reside en crear expectativas de delito más que en incitar directamente al mismo (Bryant y Zimmerman, 2002). Además, siguiendo otra línea también conservadora o tradicional, han propuesto que la autoeficacia para los logros académicos y las relaciones sociales previene la delincuencia juvenil (Bandura, Barbaranelli, Caprara y Pastorelli, 1996 a, b; Bandura, Barbaranelli, Caparara y Pastorelli, 2001; Bandura, Caprara, Barbaranelli, Pastorelli y Regalia, 2001; Bandura, Caprara, Barbara-Page 116nelli, Gerbino y Pastorelli, 2003). Sería difícil encontrar estudios en los que el buen rendimiento académico no aparezca como antídoto contra la desviación juvenil, pero bajo la condición de que el aprendizaje motive al estudiante (Larson, 2000; Bong, 2001).

Al no contemplar la posibilidad de la relación directa entre auto- eficacia y delincuencia pudieran estarse perdiendo oportunidades no solo teóricas, sino también de prevención. Las funciones de la auto- eficacia, tal como se definieron desde un primer momento son: elección de la conducta para la que la persona se juzga capaz, realización del esfuerzo necesario para llevar a cabo lo elegido y perseverancia en las tareas elegidas cuando surgen las dificultades. En este contexto, tantas veces comprobado, hay que sostener que la conducta delictiva es una acción elegida por el sujeto y tanto persevera en ella, a veces, que se habla de carrera delictiva. La lógica lleva a la conclusión de que para delinquir hay que juzgarse capaz de ejecutar la acción prohibida en cuanto delictiva, más allá de la mera ejecución material. Esto es lo que Bandura entiende por curso de acción: algo más que la suma de las partes que la componen; tocar el piano es algo más que aporrear unas teclas. Quien delinque es porque se siente capaz de delinquir. Complemento necesario de las funciones de la autoeficacia son los modos de crearlas: ejecución personal, modelado, persuasión e interpre -tación de los estados emocionales y corporales. Utilizar la autoeficacia para delinquir como proceso de prevención, exigiría propiciar ejecuciones delictivas fracasadas, ejemplos de abandono de la delincuencia o que fracasaron, persuadir de que no es tan fácil como se cree e interpretar los estados de arousal que acompaña al delito como demostración de incapacidad. Esta propuesta no es nueva, otros auto- res ya la han formulado abierta o tímidamente (Garrido, Herrero y Masip, 2002; Iani Barrese y De Leo, 2000; Ludwig y Pittman, 1999; Okamoto, 1997, 1998; Okamoto, Tochio y Nakamura, 1996)

Hasta la fecha no se ha realizado ningún estudio experimental sobre la autoeficacia para delinquir. En el experimento que se describe en este capítulo estudiantes universitarios realizan un test de autoeficacia para mentir. Posteriormente, simulando que participan en otro experimento de detección de la mentira, narran a un psicólogo clínico alguna circunstancia en la que hubieran mentido, unos han de narrar mentiras que fueron delitos (añadir...

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