Asesinos-filántropos y regicidas

AutorVincenzo Ruggiero
Páginas35-59

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Si Beccaria y Bentham elaboran su definición de violencia política mientras observan los sucesos que preceden y acompañan a la Revolución Francesa, los criminólogos positivistas realizan su propia descripción de ésta durante una época igualmente turbulenta. Serán testigos directos de las rebeliones de 1848, de la Comuna de París en 1871, de la difusión de los movimientos socialistas y anarquistas y de la proliferación de nihilistas, regicidas y delincuentes politizados.

De las revueltas de 1848, a menudo consideradas «guerras de progreso», se dice que miraban hacia el futuro, siendo el germen de la revolución de 1917, y no al pasado, hacia los motivos religiosos y las jacqueries campesinas; son interpretadas como «conflictos de clase que reflejan la autodeterminación del nuevo proletariado industrial y de las vanguardias de los intelectuales radicales» (Bayly, 2004: 156). Cuando Enrico Ferri ([1884] 1967:
85) acuña el término «criminalidad evolutiva», parece referirse a este tipo de conflictos; designa de este modo la violencia política organizada, definiendo como «criminalidad bio-social» la violencia individual e interpersonal. El autor marca una clara distinción entre crimen antihumano y crimen antisocial: al prime-ro le atribuye un carácter atávico, mientras que al segundo le confiere un cariz situacional. Desde esta perspectiva, la violencia política es una forma de criminalidad social: concierne exclusivamente a las condiciones de la vida en común y no compromete a las condiciones de la existencia individual como, por ejemplo, el homicidio, la agresión, el estupro o el robo. Más adelante hablaré de estas definiciones de modo más detallado.

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El análisis de Ferri parte del concepto de imitación, que encontramos en la teoría de Tarde ([1890] 1912). Éste asocia la idea de imitación al desarrollo de la moralidad y de la conciencia colectiva, y sugiere que ambas se transmiten progresivamente del individuo a la familia, al clan, luego a la tribu y, por último, a la nación. De este modo, las ideas se propagarían a través de la tradición y de la herencia imitativa. Ferri, al contrario, cree que la conciencia colectiva se forma de manera simultánea en los individuos que componen un grupo y en la sociedad que los alberga: «No se trata de una idea que nace en el cerebro de un individuo para luego propagarse como las ondas que se generan cuando se lanza una piedra a un estanque» (Ferri, [1884] 1967:
86). Las condiciones ambientales son cruciales y están en la base del análisis que Ferri propone para el comportamiento social, e incluso para el comportamiento criminal. Afirma, por ejemplo, que aquellos individuos propensos al delito pueden respetar la ley durante toda su existencia, siempre que las condiciones sociales sean favorables. Por tanto, modificando el ambiente se puede ejercer una sustancial influencia sobre los criminales políticos, descritos también como «delincuentes ocasionales» y distintos de los delincuentes habituales o delincuentes natos (ibíd.:
99). Continuemos con su argumentación.

Crimen atávico y crimen evolutivo

Existe una ley, denominada «ley de saturación criminal», que sigue los principios de la saturación química. Así como un deter-minado volumen de agua, expuesto a una determinada temperatura, disuelve una cantidad fija de sustancias, en un determinado ambiente social, con individuos y condiciones físicas definidas, se pueden cometer sólo un número exacto de delitos. Sin embargo, Ferri advierte que, en ciertos períodos de transición y ante el surgimiento de contingencias excepcionales, se puede producir un fenómeno de «supersaturación criminal» y cita como prueba los ejemplos de Irlanda y Rusia, pero también el de Estados Unidos durante las campañas electorales y el de Francia, en los períodos que precedieron y siguieron al golpe de Estado de 1851. Ferri se refiere obviamente a los sucesos de 1848 y a los hechos que tuvieron lugar en los años sucesivos.

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En Francia, la revuelta violenta estalla después de que «una manifestación relativamente moderada se descontrolara y las tropas abrieran fuego contra los manifestantes, resultando muertas unas cincuenta personas» (Harvey, 2003: 3). En cuestión de días, la violencia se traduce en una «llamada a la revolución», que será bien acogida por obreros, estudiantes, burgueses insatisfechos y pequeños propietarios desencantados. Numerosos soldados de la Guardia Nacional se unen a ellos, y buena parte del ejército pierde rápidamente el deseo de combatir; la residencia del rey es saqueada y «la gente común, incluso los pilluelos de las calles, se sienta en el trono por turnos», antes de que el sillón real sea arrastrado calle abajo y finalmente quemado en las inmediaciones de la Bastilla (ibíd.: 4).

Marx ([1852] 1963) divide este período de conflicto violento en tres fases. La primera fase comienza en el momento en que todas las fuerzas sociales que han preparado y establecido la revolución, es decir, la burguesía republicana, los pequeños empresarios demócratas y el movimiento obrero socialista, encuentran su propio espacio dentro del gobierno provisional. La segunda fase se correspondería con el enfrentamiento entre el proletariado parisino y la recién nacida Asamblea Constituyente, considerada enemiga del socialismo. La tercera fase empieza con la elección de Luis Bonaparte y finaliza con el golpe de Estado y la Restauración; esta fase supondrá el renacimiento de un imperio de fuerte carácter autoritario.

Es interesante releer los comentarios de Comte (1953) referentes a estos acontecimientos. Comte considera que el orden institucional ideal que perseguía la Asamblea Constituyente, es decir, una monarquía parlamentaria, es una aberración, algo propio únicamente de Inglaterra, donde el parlamento es la institución que garantiza a la aristocracia el control del poder. Según su opinión, este orden institucional ha desencadenado las distintas revoluciones de Francia y es el principal causante del conflicto directo entre poder popular y poder aristocrático; dentro de este marco político, el entusiasmo del pueblo crece cuando un golpe de Estado neutraliza a la odiada aristocracia, aunque ello signifique una «dictadura temporal». En este caso la violencia política es considerada legítima al tener como objetivo la abolición de la monarquía y la instauración de la república. Sin embargo, Marx percibe la destrucción de la monarquía tra-

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dicional y la derrota de la aristocracia como antesala para la lucha final contra los privilegios sociales. Después de que se eliminaran las desigualdades en el orden político y en el ámbito patrimonial, cobran vigencia las desigualdades económicas (Aron, 1965). Los eventos de 1848 constituyen una señal premonitoria, ya que la insurrección que se produce en ese momento abandona su carácter político para asumir un papel fundamentalmente social, como también sucederá en futuras revoluciones. Tocqueville (1959) considera catastróficas las revueltas, las insurrecciones y las revoluciones para la preservación de la libertad; en cambio, para Marx ([1852] 1963; 1964) es admirable que el proletariado, a través de las rebeliones del siglo XIX, acumule capacidades estratégicas, habilidades revolucionarias y una memoria colectiva antagonista. Afirma que todas las insurrecciones son un modo de autocrítica, ya que ponen en tela de juicio constantemente su propia lógica; reflexionan sobre todos los logros obtenidos para luego volver a empezar; se burlan de acciones pasadas, y a veces dan marcha atrás, sorprendidas por sus propias aspiraciones. Los sucesos de 1848 permitieron a Marx la creación de su entramado teórico sobre las revoluciones socialistas; no obstante, también le sirvieron para subrayar que las revueltas no deben ser tenidas en cuenta únicamente por el efecto inmediato que producen, sino también por la contribución que ofrecen al proceso revolucionario global. Según Marx, hay momentos en la historia en los que la lucha de las masas desesperadas, aunque sea una pugna sin perspectivas de éxito, se hace necesaria como ejercicio educativo de cara a revoluciones venideras (Marx, 1964). Como veremos más adelante, este énfasis sobre el carácter «social» más que sobre el «político» de las revoluciones atraerá la atención de los criminólogos positivistas, que, por otra parte, adornarán la observación de Marx con los tonos evolucionistas que caracterizan su pensamiento.

Ferri ([1884] 1967) considera innegable que en todas las épocas los intereses de la clase dominante prevalecen, aunque también cree indiscutible que la civilización evoluciona hacia una gradual erosión o atenuación de las más manifiestas desigualdades entre la clase dominante y las clases oprimidas. Enumera las luchas que lograron la abolición de la desigualdad civil (entre amos y esclavos), de la desigualdad religiosa (entre ortodoxos y herejes) y de la desigualdad política (luchas del Tercer Estado o

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burguesía contra la aristocracia y el clero), y afirma que ya se asiste a la lucha por la abolición de la desigualdad económica (entre proletariado y burguesía). Después de haberse dedicado al estudio de las teorías marxistas llega a la convicción de que «el socialismo científico es la conclusión lógica y científica de la sociología, que de otro modo sería estéril» (ibíd.; 334).

Esta convicción le lleva a identificar, como ya se ha mencionado, dos categorías de criminalidad completamente diferenciadas por sus motivaciones, su carácter y sus consecuencias: la primera se referiría a la criminalidad común, que se manifiesta de forma física y ancestral; la segunda es la criminalidad sociopolítica, que tiende (de manera más o menos ilusoria) a acelerar las fases futuras de la vida política y social. La...

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