Artículos 1278 y 1279

AutorL. Fernando Reglero Campos
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Civil
  1. CONSIDERACIONES PREVIAS

    Tradicionalmente ha venido entendiéndose que los preceptos que constituyen el capítulo III del Título II del Libro IV del Código civil regulan con carácter general la cuestión relativa a la forma de los contratos. Probablemente por ello, lo primero que llama la atención en él sea su misma rúbrica que, en principio, pudiera parecer que poco o nada tenga que ver con lo que aparentemente disciplina. Si los artículos 1.278 a 1.280 aluden con carácter general al elemento formal de los contratos, ¿cuál es la razón de que el capítulo en el que están integrados lleve por título «De la eficacia de los contrato» (cuando, además, de ello se ocupa ya el artículo 1.258) y no «De la forma de los contratos», como cabalmente ocurría en sus antecedentes legislativos?

    El Proyecto de 1851 dedicaba el capítulo II del Título V de su Libro III a los «requisitos esenciales para la validez de los contratos», entre los cuales se encontraba el de la «forma o solemnidad requerida por la ley». A ella se le dedicaban los artículos 1.001 a 1.004, encuadrados en la sección 6.a, titulada «De la forma o solemnidad de las obligaciones». El Anteproyecto de Libros III y IV del Código civil de 1882-88 mantuvo la rúbrica, con un leve retoque de redacción (capítulo III del Título II del Libro IV: «De la forma de los contratos»), pero con la importante diferencia respecto del Proyecto de 1851 de que se trataba (y se trata) de un capítulo que no recogía un requisito esencial de los contratos, en cuanto que de éstos se ocupaba el inmediatamente anterior. La cuestión es que los preceptos en él contenidos (arts. 1.291 a 1.293) son prácticamente idénticos a los vigentes artículos 1.278 a 1.280, pero no así su rúbrica, que fue modificada durante la fase de tramitación parlamentaria del Proyecto, quedando en sus actuales términos en la redacción definitiva del Código.

    ¿Cuál fue la razón de semejante cambio? Se ha dicho que el cambio del término «forma» por el de «eficacia» se hizo pensando quizá en la excepcionalidad de las formas ad substantiam(1). La idea debe ser convenientemente matizada. Cuando estudiemos los antecedentes legislativos de estos preceptos, veremos cómo existieron importantes diferencias entre los miembros de la Comisión de Codificación acerca de cuál debía ser el sistema formal que habría de regir los contratos, motivo por el que a los artículos citados del Anteproyecto se les dio una redacción bastante ecléctica sin que adoptaran de manera clara o decidida ninguno de los dos sistemas en liza, esto es, el de la forma ad probationem o el de la plena libertad de forma. En ningún caso el de la forma ad substantiam, que quedaba reservada para determinados contratos.

    Sea como fuere, lo cierto es que la rúbrica del texto definitivo se corresponde mejor con la función que la mayoría de los miembros de la Comisión de Codificación (o, al menos, los más influyentes o los que, en último término, impusieron su criterio) quisieron dar al elemento formal en la contratación, no como presupuesto de prueba o validez de los mismos, sino de su «eficacia», en el sentido que veremos en las páginas que siguen. Es en este término, que se contiene tanto en la rúbrica del capítulo III como en el artículo 1.279, donde reside una de las claves de la materia que estudiamos. La otra se halla en el artículo 1.278, precepto que, y éste es un dato especialmente relevante, encabeza el capítulo III y sienta con carácter general el principio de libertad de forma. Los dos artículos siguientes han de subordinarse necesariamente a este principio general y su interpretación abordarse de acuerdo con él.

    De otro lado, la idea de que los artículos 1.278 a 1.280 disciplinan con carácter general el elemento formal del contrato no se corresponde con exactitud con el verdadero significado de tales preceptos, a no ser que se limite la referencia a la disciplina general contenida en el artículo 1.278, esto es, a la libertad de forma. Por ello no puede hablarse, en puridad, de una disciplina general en materia de forma que no sea la antedicha, habida cuenta de que los requisitos formales de cada concreto negocio, en los supuestos en que los haya, no están ubicados en esta sede, sino en la específica normativa que les sirve de regulación. Con razón se ha afirmado que los artículos 1.278 a 1.280 no tratan, propiamente, ni de los contratos ni de las obligaciones, sino de los documentos y que su tema siempre es el documental(2). Sin embargo, con ser la idea correcta, conviene matizarla. Más que del documento en sí, tales preceptos tienen como última ratio la de su eficacia. Más concretamente, tienen presente que sólo los contratos documentados (o, al menos, muchos de ellos), sin perjuicio de su validez u obligatoriedad cuando no lo estén, despliegan una eficacia plena.

    Conviene también desde el principio hacer una precisión, formulada por Carnelutti, que, aun siendo común a la práctica totalidad de los autores que han estudiado la materia, no debe obviarse: el consentimiento, como elemento esencial de todo negocio jurídico actual, ha de manifestarse al exterior a través de una declaración de voluntad, a través de un medio que permita su cognoscibilidad(3). El medio por el que una persona exterioriza esa voluntad, dándola a conocer a los demás, es lo que se denomina forma en sentido amplio, que se configura como un elemento común a cualquier clase de negocio. A su lado se encuentra lo que se llama forma en sentido estricto o técnico, que no es otra cosa que el medio o instrumento por el que, por exigencias de la ley o de las propias partes, debe formularse la declaración de voluntad para que el negocio pueda ser considerado totalmente válido o, en su caso, para que despliegue la plenitud de sus efectos.

    Desde el primer punto de vista (forma en sentido amplio), la declaración de voluntad puede hacerse a través de cualquier medio que pueda servir para darla a conocer (mediante un documento, oralmente, a través de gestos, incluso el silencio sirve a veces para considerar emitido el consentimiento). Por contra, cuando la declaración de voluntad haya de hacerse necesariamente a través de una forma determinada, la forma requerida es, actualmente y en la práctica totalidad de los casos, de carácter documental y, más concretamente, documental escrita, documentos que pueden ser públicos o privados. La regla general cuando hay una exigencia formal es, como veremos, la documentación pública, aunque existen determinados supuestos en que es suficiente la privada (4).

    Desde una perspectiva técnica, De Castro (5) ha establecido una clasificación de las formalidades, atendiendo a su alcance y valor. Así, la forma tendrá un:

    1. Valor constitutivo o ad substantiam, cuando se configura como el elemento fundamental del negocio, de tal manera que habiéndose celebrado éste de acuerdo con las formalidades exigidas, el negocio es totalmente válido sin que sea preciso que concurra ningún otro requisito (forma dat esse rei).

    2. Valor integrativo o ad solemnitatem, en aquellos casos en que la forma es un requisito esencial del negocio, si bien para la validez de éste han de concurrir igualmente los demás requisitos exigidos por la ley, pues de otro modo el negocio es nulo o ineficaz(6).

    3. Valor de publicidad, que implica su eficacia general o respecto de terceros (no cabe alegar ignorancia).

    4. Mayor valor relativo, respecto de los negocios carentes de solemnidad (ejemplo, clasificación de créditos), y

    5. Valor probatorio o ad probationem, que se puede manifestar positivamente (único medio de prueba admisible) o negativamente (excluye ciertos medios).

    Esta clasificación del profesor De Castro, que estará presente a lo largo de esta exposición, es fundamental para comprender el verdadero alcance de los preceptos que comentamos. También lo es el conocimiento de la evolución que, partiendo del Derecho romano, ha experimentado el elemento formal, cómo sus textos han influido en nuestras Partidas y de qué modo la práctica consuetudinaria, la legislación real y la jurisprudencia ha reaccionado no sólo contra el acusado formalismo de aquéllos, sino contra la influencia del Code, que se acusó, sobre todo, en la legislación mercantil y en el Proyecto de 1851, reacción en la que encontramos la clave del sistema recogido en nuestro vigente Código civil.

  2. LA EVOLUCIÓN DEL ELEMENTO FORMAL EN LA CONTRATACIÓN HASTA LA CODIFICACIÓN

    Como expresión de la voluntad negocial, la forma ha atravesado, en cuanto a su significado, valor y alcance en el ámbito jurídico-negocial, por sucesivas etapas, según el estadio de evolución de las diferentes culturas. Sintetizando la cuestión, se ha dicho que cuanto más avanzado es el grado de evolución de una sociedad con menor rigor se exige el requisito formal para la perfección del negocio; y aunque algunos autores han creído ver un renacimiento del formalismo en el Derecho moderno(7), lo cierto es que el alcance de las exigencias formales en los Ordenamientos actuales están muy lejos de poseer el significado que tenía en sistemas ya periclitados, o de alcanzar el rango de elementos esenciales del negocio.

    También es cierto que la mayor parte de los modernos Ordenamiento tienen establecidas una serie de compulsiones formales para un número más o menos amplio de negocios. Sin embargo, el requisito de la forma no deja de ser en ellos un elemento añadido, esto es, un plus respecto de los demás presupuestos esenciales del contrato, que han de concurrir en todo caso, y que sólo en contados supuestos se configura como un condicionante de la validez del negocio. Por contra, en las formas societarias más atrasadas la forma cumplía una función primaria y consustancial, en el sentido de que no constituía, como ocurre en los ordenamientos modernos, una imposición del legislador, es decir, ese plus a que nos referíamos, sino que era la expresión necesaria del negocio mismo. En las etapas más primitivas, el hecho, el obrar jurídico, no podía realizarse sino mediante un...

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