Artículos 1736 y 1737

AutorJosé R. León Alonso
Cargo del AutorProfesor titular de Derecho Civil
  1. ALCANCE TRADICIONAL DE LA RENUNCIA COMO MEDIO DE EXTINCIÓN DEL MANDATO

    Más que como una verdadera y genuina facultad del mandatario, la renuntiatio es entendida en los textos antiguos como una mera y simple consecuencia de la imposibilidad de cumplimiento, razón por la que se hace particular hincapié en la excepcionalidad que entraña el hecho de renunciar a la obligación de cumplimiento gestorio que se ha contraído libremente mediante la aceptación (1). Obviamente, partir de posiciones contrarias, más flexibles, hubiera supuesto admitir sin más la tantas veces pretendida -y nunca suficientemente acreditada- reciprocidad de las relaciones internas ex mandato, lo que no se alcanza a comprender en ordenamientos que, como el Derecho Romano, por ejemplo, contestaron la bilateralidad del contrato, incluso cuando se hubiera estipulado la correspondiente retribución del mandatario. Pero lo cierto es que, aún hoy, la cuestión de la reciprocidad entre las facultades de revocación del mandante y de renuncia del mandatario, continúa siendo sólo una constante aspiración en el tratamiento del sinalagma contractual típico.

    El intento de evitación de que el mandatario pudiera libremente dese-rere promissum officium, resulta con facilidad observable a virtud del significativo silencio guardado por las fuentes acerca del desistimiento unilateral del encargo ex parte eius cui mandatum est, de donde que se prefiririera pasar a la enunciación taxativa de una serie de causas por las que entender suficientemente justificada la decisión del mandatario (... seu ob áliam justam causam renuntiandi). Sin embargo, y dado a mayor abundamiento, el peculiar entendimiento y restricción de que el mandato gozó en el Derecho Romano, el tratamiento de desfavor que el mandatario recibe en cuanto a sus posibilidades de desistimiento unilateral, sobre todo al tratarse por regla general de mandatos gratuitos, resulta comprensible y acreditado.

    Por su parte, nuestra histórica legislación castellana apenas si conoce en la práctica un régimen distinto al ya existente, si bien la letra de sus textos pudiera hacer pensar otra cosa. En efecto, aunque se contemplara de forma expresa la facultad del personero de dejar la personería por su grado, por razones de enfermedad o por alguna otra causa suficientemente grave y contrastada (2), lo cierto era que la norma acababa entendiéndose con un rigor muy superior al dictado aparente, exigiéndose en cualquier caso poner la decisión en conocimiento del principal, sin especial mención a efecto indemnizatorio alguno.

    1. La referencia concreta al «intuitus personae»

      Una primera lectura de las causas de extinción del mandato inclina a la tesis de la existencia de un nexo común que justificase el fundamento y tratamiento paralelos de las facultades de revocación y renuncia respectivamente atribuidas a mandante y mandatario; tal nexo común no podría ser otro que el criterio del intuitus personae que aparentemente presidía las relaciones personales internas en el mandato. Sin embargo, dado el profundo desequilibrio con que los diferentes intereses en juego aconsejan valorar la relación, semejante criterio resulta más formal que otra cosa. Se ha llegado a pensar que una libre facultad concedida al mandatario para desistir del encargo aceptado en modo alguno resultaba conveniente ni siquiera equitativa, en tanto que, desde otra óptica, se abogaba por la perfecta reciprocidad que una concesión semejante introducía en una relación contractual a la que se seguía discutiendo su carácter de sinalagmática por la gratuidad con que aquél asumía su compromiso.

      La cuestión planteaba fundamentalmente el dilema de compatibilizar los diversos intereses presentes en la relación: ¿a cuál atender, entonces, con preferencia, a la voluntad manifestada por el mandante de conferir la gestión de sus asuntos a una persona muy determinada o al del mandatario al que la continuación de las obligaciones asumidas podría llegar a causar una grave perturbación personal o patrimonial y hasta negativa para el propio mandante? En un principio, se afirmaba con referencia al mandato gratuito que el mandatario no debía ser víctima de la complacencia habida para con el mandante, al extremo de quedar ligado por tiempo indeterminado en una relación contractual; de ahí que hoy, sociológicamente desaparecido ese signo de unilateralidad que la gratuidad prestaba al mandato tradicional, el acuerdo de retribuir los servicios del mandatario sin duda deba significar algo más que el mero deber de retribuir asumido por el mandante, es decir, que el derecho a una retribución representa para el mandatario su cuota de interés patrimonial y cuya pérdida vendría a justificar el abandono de la obligación aceptada. No obstante, la sola presencia del elemento retributivo no basta para prestar a la relación de mandato un signo de bilateralidad perfecta y cerrada, aunque, al menos, nadie discuta ya su bilateralidad imperfecta; ¿será ello suficiente para fundar la reciprocidad con que la facultad de renuncia se presenta respecto de la de revocar propia del mandante?

      Evidentemente el gran obstáculo con que siempre chocó la libre renuncia del mandatario a la continuación de sus deberes gestónos fue la razón subjetiva que movió la determinación del mandante en la elección de tal persona que, aun en nuestros días -si bien no por los tradicionales valores de la amistad y la confianza-, continúan siendo decisivos a la hora de conferir la gestión de los propios intereses. ¿De qué valdría, sin embargo, limitar y obstaculizar la voluntad unilateral del mandatario a continuar el desempeño de sus obligaciones ante la necesaria amplitud con que ya vimos debía en la actualidad entenderse el artículo 1.732 del Código civil?; ¿qué podrá impedir en la práctica que un mandatario desista efectivamente de mantener sus compromisos cuando la misma ley contempla la posibilidad de su sustitución consagrando la absoluta fungí-bilidad de la persona del mandatario?; ¿qué diferencia el deber de reparación que pesa sobre el mandatario renunciante de cualquier otra medida indemnizatoria subsiguiente al hecho del incumplimiento?; y, sobre todo, ¿cómo mantener en un orden constitucional moderno cualquier limitación a la libertad de desvincularse de una relación contractual que, además, se ha contraído para actuar asuntos e intereses ajenos? No cabe, pues, sino entender hoy la renuncia como una facultad inherente a la naturaleza de la relación de mandato, tal como lo ha entendido ya cierta jurisprudencia (3), por cierto, y dicho sea incidentalmente, salida de la Sala de lo Social.

    2. Y la abstracta al poder, resultan los mas graves obstáculos a la renuncia

      Cosa distinta, ciertamente, debe estimarse el problema de la admisibilidad o inadmisibilidad de renuncia del apoderado, a pesar del tratamiento unitario que en tantas ocasiones reciben ambas instituciones por parte de nuestro Código civil, como lo demuestra el hecho de que unánimemente se acepten como causas extintivas del apoderamiento, sin más distinciones ni precisiones, las contenidas en el artículo 1.732 relativas al mandato. Sin embargo, sabido es que de un negocio o relación de mero apoderamiento no deriva para el apoderado facultad ni derecho algunos, dado el carácter inequívocamente unilateral que preside este tipo de negocio. No cabe admitir, en consecuencia, más que una sola voluntad creadora de la situación, la del poderdante, y una sola fuente de extinción, la revocación por el mismo del poder otorgado; pero, siendo como es el apoderamiento únicamente una legitimación formal al exterior para representar intereses ajenos, el apoderado está absolutamente impedido de influir en la voluntad del poderdante de mantenerle o retirarle el poder conferido (4). ¿Deberá ello significar la radical imposibilidad del apoderado de desligarse de la situación externamente creada por el representado? De nuevo son de alguna forma los hechos concluyentes los que vienen en auxilio de una solución efectiva, en el sentido de que nada puede en última instancia impedir la pasividad del apoderado ante el poder de representación que le fue conferido, o sea, que deje de comportarse como tal apoderado. Ello producirá la paradoja, casi el absurdo, de que semejante comportamiento de hecho por parte del representante no será operativo en el plano interno o de sus relaciones con el poderdante, sino sólo en el exterior por la fuerza misma de su decisión. En otras palabras, a nada conduciría la concesión al apoderado de una unilateral facultad de renunciar al poder otorgado, dado que, ante la eficacia unilateral del mismo, se requeriría ineludiblemente la aceptación por el poderdante de su voluntad de renuncia (5) o, en su caso, la igualmente unilateral revocación de éste para poner fin de modo efectivo a la relación representativa creada.

      Quizás una solución parcialmente distinta cupiera mantener para los negocios representativos típicamente mercantiles en los que el peculiar matiz de lucro por el que se definen, aconseja la consideración de otras varias circunstancias. Entre éstas, efectivamente, la posibilidad a priori de obtener ganancias que mueve no ya sólo al comitente, sino incluso también al comisionista, condicionan recíprocamente la libertad del uno y del otro en relación a sus facultades de revocación y renuncia. Ello unido a la normal circunstancia de la previa y exacta determinación, bien del plazo de tiempo en que la comisión deberá mantenerse, bien del negocio concreto que habrá de ser realizado, mueve a la más autorizada doctrina, Sraffa, Nattini o, entre nosotros, Garrigues, a pronunciarse -aun en contra de cierta jurisprudencia (6)- por la inconveniencia práctica de conceder tales facultades, cuyo uso arbitrario lesionaría gravemente las fundadas expectativas patrimoniales depositadas en un determinado asunto. De esta forma se explica el superior rigor con que, al menos aparentemente, se manifiesta el artículo 252 del Código de comercio, según el...

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