Artículos 1718 y 1719

AutorJosé R. León Alonso
Cargo del AutorProfesor titular de Derecho Civil
  1. IDEAS PREVIAS EN TORNO A LAS OBLIGACIONES DEL MANDATARIO

    El contenido de los preceptos transcritos abre y cierra el capítulo que a la sistematización de las obligaciones del mandatario dedica el Código civil, sin perjuicio de las abundantes y posteriores matizaciones que en torno a ellas se contienen en otras normas, tales la responsabilidad por dolo y culpa (art. 1.726), directamente derivada del párrafo 1.° de este 1.718, el deber de respetar los límites del mandato (arts. 1.714 y 1.715), cuyo sentido se alcanza ahora y aquí a comprender, en toda dimensión, la responsabilidad por una gestión personal y por la llevada a cabo por el sustituto (arts. 1.721 y 1.722), obligación de rendir cuentas al término del mandato (art. 1.720), o la particular deuda de intereses por aplicación de cantidades a usos propios (art. 1.724), entre otras. Todo lo cual, sin embargo, no va a ser sino ajustado reflejo y consecuencia necesaria de la primordial obligación que, con carácter general y como lógico y particular efecto del artículo 1.101 del Código civil, se impone al mandatario, es decir, la obligación de cumplimiento y ejecución del mandato, desde el mismo instante de su aceptación, ajustándose para ello a las instrucciones recibidas del mandante. Semejantes razones justifican sobradamente el tratamiento conjunto y preferente de estas dos normas, básicas en el entendimiento de las obligaciones y la responsabilidad del mandatario.

    La apuntada línea de coherencia interna, nos llega ya anunciada y predicada por la más sólida tradición jurídica que ya conociera una completa regulación de los particulares aspectos relativos a cada una de las obligaciones enumeradas con anterioridad, y en la que se alcanza a prever: la indiscutible voluntariedad y libertad en la aceptación de cualquier encargo o negocio representativo, con lo que en la misma medida que se invoca la libertad de no aceptar ciertos encargos se impone la obligación de cumplir diligentemente y responder por el que libremente se hubiera aceptado (1); con referencia a la obligación de ajustarse necesariamente a las instrucciones dictadas por el mandante, en el más amplio sentido de la expresión como idea ambivalente y comprensiva en ocasiones de la ya estudiada de límites de la gestión, las fuentes parecen hacer hincapié fundamentalmente en la necesidad de cumplimiento del negocio representativo con arreglo a los fines objetivos del encargo, concepto este último no exactamente equivalente a la moderna acepción de instrucciones dictadas de forma directa y personal por el mandante (así, por ejemplo, se llega a afirmar que et si mandavi tibi, ut aliquam rem mihi emeres, nec de pretio quidquam statui, tuque emisti, utrimque actio nascitur) (2).

    Tales bases prendieron con absoluta fidelidad y rigor en nuestra propia tradición castellana, donde se comienza a afirmar que la obligación del mandatario de llevar efectivamente a cabo el mandato aceptado, se extiende tanto a aquellos supuestos en que el mandato se hubiera concebido en interés exclusivo del mandante, como aquellos otros en que el beneficio hubiera sido pensado para un tercero o, incluso, conjuntamente para ambos (3).

    Por su parte, la necesidad de ajustarse a las instrucciones recibidas del mandante, o si acaso, en su falta, actuar con toda la diligencia exigible a un buen padre de familia, ninguna novedad digna de mención ofrece en la legislación histórica de Castilla, fuera de los casos ya apuntados con anterioridad relativos al sentido de los límites objetivos del encargo, con lo que la posibilidad de aceptar el criterio de la libre iniciativa del mandatario permanece aún en cierta indefinición.

  2. ACEPTACIÓN Y CUMPLIMIENTO DEL MANDATO: CRÍTICA DEL PRECEPTO

    En el comentario al artículo 1.710 del Código civil quedó ya suficientemente analizada la amplia gama de modalidades con las que el mandatario podía exteriorizar su voluntad de aceptación del mandato; se establecen aquí y ahora las consecuencias quev de aquella aceptación, en cualquier forma, derivan para el mandatario. En realidad, el contenido del precepto, objeto de estudio, no puede por menos que resultar extraordinariamente chocante y reiterativo en relación al espíritu que, con carácter general, rige toda la materia de la contratación civil. Ello le hace aparecer a grandes rasgos como parcialmente superfluo y generalmente asistemático, tanto en el primero de sus párrafos -resultado de una extraña promiscuidad entre los artículos 1.709 y 1.726 del Código civil-, como en el segundo, según tendremos abundante ocasión de ver más adelante.

    En efecto, tanto la obligación de cumplimiento que para el mandatario hace surgir su voluntad de aceptación, como ese otro efecto de su irreversible responsabilidad en caso de inejecución, vienen suficientemente explicitadas, de una parte, en una necesaria y justa interpretación del espíritu consensualista que, con carácter general, impera en nuestro ordenamiento jurídico y, de otra parte, en la norma contundente y expresa que con el mismo carácter consagra el artículo 1.101 del Código civil. No obstante ello, convendrá detenerse con brevedad ante ciertas reflexiones que sirvieran para introducir el sentido concreto de la aceptación del mandatario en sede propia de mandato, como el más firme y lógico presupuesto de toda ulterior obligación.

    Interesa ante todo decir que la obligación primordial que para el mandatario aceptante surge ex artículo 1.718 es, tan sólo, una obligación de las denominadas de medios, es decir, un deber de desplegar una concreta actividad tendente a la consecución del fin del encargo, pero sin que ello permita calificar ésta como una específica obligación de resultado. No obstante, el tono de generalidad y vaguedad que se aprecia en la manera con que el Código afronta las obligaciones primarias que el mandatario contrae con su declaración de aceptación, contrasta poderosamente con las declaraciones existentes en otros ordenamientos (4) y hasta en otros textos legales del nuestro propio, tanto en lo referente a cuestiones de derecho material cuanto a ciertos aspectos relativos a lo puramente probatorio para estimar inequívocamente el ámbito de obligaciones contraídas y su determinación tanto en lo personal como en lo temporal.

    Así entendidas las cosas, y aún antes de entrar en el particular objeto del encargo, desde el preciso instante del acuerdo de voluntades, ambas partes, pero de forma muy significada el mandatario, quedan sometidas al régimen general del artículo 1.258 del Código civil, o sea, a cuantas consecuencias deriven según su naturaleza. En concreto, la primera y primordial obligación que para aquél se perfila es la de promover la gestión que se le encomendó, promoción de medios y actuaciones, lo que, a su vez, se traduce en la esfera particular del mandante en una serie de efectos obligatorios iniciales, tales, por ejemplo, los que imponen los artículos 1.728 o 1.734 del Código civil, de entre los más significativos. Ya a partir de aquí se subingresa en las obligaciones propias y determinadas del contrato estipulado, lo que aconseja también una delimitación previa, clara y precisa, de las características de la gestión aceptada, de la forma de eficacia prevista para la misma, del ámbito de intereses que van a resultar afectados, cuya simplicidad o complejidad vendrá dada en función de que el mandato se presente como representativo o no.

    Lo anterior da pie a pensar en la hipótesis de que un mandatario celebrara con un tercero un contrato sustancialmente semejante, de análoga naturaleza y objeto, al que le hubiera sido encomendado por el mandante como contenido central de la gestión, salvo que, claro está, en esta ocasión el mandatario aparecerá contratando en nombre propio. Con frecuencia, tanto a mandante como a mandatario, les interesará resolver a su favor la imputación de efectos que deriven de la relación entablada con la tercera persona, y entonces: ¿qué ocurrirá, por ejemplo, de cara a las indemnizaciones que el mandatario deba al mandante de haber sido los intereses de aquél los que hayan prevalecido en las relaciones con el tercero?, o ¿qué será de una posible revocación del vínculo contractual establecido entre mandante y mandatario, que obligaría, en última instancia, a éste a concluir el negocio iniciado por cuenta de aquél? Y es que, como con acierto ha apuntado Díez-Picazo (5), en estos compases preliminares del mandato la única responsabilidad que para el mandatario deriva por no haber cumplido aquello que aceptó es una responsabilidad por omisión, con entera independencia de las múltiples cuestiones a que la hipótesis ejemplificada daría lugar por la concurrencia o competencia de intereses surgida y la debida valoración de ciertos efectos compensatorios de los perjuicios producidos como consecuencia de la deslealtad hacia los intereses debidos de representar.

    Por todo ello, se comprenderá ahora el valor capital del instante de la aceptación por el mandatario del encargo encomendado, al ser precisamente ese momento el que determina el contenido de la relación interna representativa. En otras palabras, atendiendo a la voluntad del mandatario y a la forma externa de su manifestación, se logra integrar o decantar lo que se ha definido con el nombre de teoría de la destinación objetiva de la prestación de cumplimiento, de alguna manera, independiente de la voluntad misma declarada por el mandatario al producir ya definitivamente la unidad entre un inicial animus praestandi (la realización material de la prestación in concretó) y un sucesivo animus sol-vendí (el cumplimiento de la obligación debida). O sea, que el mandatario acepta el encargo que se le confiere y con él, desde ese instante, resulta obligado a una actuación gestoría y representativa, en el sentido de deber desplegar toda la actividad de que diligentemente sea capaz y, además, en nombre de aquel por cuya cuenta e interés aceptó dicho encargo.

    En resumidas cuentas, sólo a raíz del momento de...

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