Artículo 991

AutorManuel Gitrama González
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
  1. PLANTEAMIENTO

    Son dos, a primera vista, los requisitos de certidumbre que establece el precepto: la de la muerte del causante y la del derecho a heredar del que acepta o repudia. En realidad, trátase de la cadena causal de la transmisión sucesoria: apertura de la sucesión, delación y vocación hereditarias como antecedentes por dicho mismo orden de la doble posibilidad de aceptar y de repudiar.

    Así, pues, resulta un elemental requisito de capacidad o, si se quiere, de legitimación para aceptar o repudiar, la convergencia de dos condictiones iurís o presupuestos sitie qua non para que el negocio jurídico sea posible: el hecho de la apertura de la sucesión (muerte del causante) y la delación y llamamiento a heredar, ya por ley, ya por testamento, que confieren derecho a la herencia. Sin estos requisitos la aceptación o repudiación serían totalmente inoperantes. Y ello, no solamente en el sentido de que no cabe heredar a quien todavía vive o de que no puede hacerlo el no llamado a la herencia -lo que no requeriría precepto alguno legal expreso, puesto que la pura lógica lo impone-, sino también en cuanto que la aceptación o repudiación realizadas cuando falte alguno de tales presupuestos no vinculan en modo alguno al aceptante o repudiante para cuando los presupuestos efectivamente lleguen a darse. Por ejemplo, A es informado de que su amigo B ha fallecido instituyéndole heredero. A se apresura a repudiar o aceptar la herencia. Luego resulta que al tiempo de aquella noticia, B se hallaba en grave estado, pero no había muerto. La decisión de A, inoportuna por prematura, no le vincula en modo alguno; es totalmente ineficaz y, después de la muerte del causante, A, si realmente había sido instituido, podrá aceptar aunque antes hubiera renunciado o viceversa (1). Análogamente, si A tiene constancia de la muerte de B y acepta en la creencia de haber sido instituido heredero testamentario del fallecido; luego resulta inexistente o nulo el testamento en cuestión y, por tanto, ineficaz la aceptación; pero abierta la sucesión legítima, A es llamado nuevamente a heredar, nuevamente podrá aceptar o repudiar. Lo que no podría hacer en tal caso es aceptar si antes había repudiado por impedirlo el artículo 1.009, que más adelante se comenta.

    Pero procede examinar por separado cada uno de los dos requisitos de certidumbre que prescribe el artículo 991.

  2. LA MUERTE DEL CAUSANTE

    La sucesión se abre por la muerte física del causante (arts. 657 y 661); esto es, cuando la persona titular de un patrimonio deja de existir extinguiéndose su personalidad jurídica. El heredero debe tener la certeza de que tal ha ocurrido; pero no la certeza absoluta que surgiría de haberse producido el fallecimiento en su presencia, sino que basta la certeza relativa o certeza moral derivada de su saber que el óbito se ha producido de modo que ha adquirido conciencia exacta de ello sin duda ni vacilación alguna, aun antes de haber recabado prueba registral de ello. Normalmente, la petición de certificado de defunción en el Registro Civil parte de la base de que ya se sabe que la defunción tuvo lugar y el documento oficial se recaba para solicitar una declaración de herederos, encabezar un cuaderno particional, hacer efectivo un seguro de vida, percibir una pensión u otros efectos administrativos, etc. La certificación, entonces, viene a constituir prueba decisiva de lo que ya se conocía, de aquello de lo que ya se tenía alguna certeza. Lo que el artículo en estudio exige es que el aceptante o repudiante tenga esa certeza relativa o, si se quiere, subjetiva. No se exige la certeza absoluta que cabría identificar con la posesión de la verdad absoluta, sino que el que acepta o repudia tenga conciencia de que la persona a quien se ha de heredar ha muerto.

    Ahora bien, como todos los derechos sucesorios arrancan precisamente del hecho físico de la muerte del causante, en puridad de verdad ocurre que sin que tal se haya producido no puede aceptarse ni repudiarse lo que todavía ni siquiera existe: la herencia como tal. Como dijeron los clásicos, viventi nulla est hereditas o viventis non datur hereditas. Insistimos en que el Código no parece exigir tal verdad absoluta, como no lo exigían sus antecedentes legislativos que se satisfacían con que el heredero tuviese la conciencia y la seguridad de que el óbito se había producido. El orden lógico, según ello, impone, primero, que el fallecimiento se haya en verdad producido y, segundo, que de ello haya tenido conocimiento exacto y preciso el llamado a heredar. Este, de buena fe, confía en las noticias que del fallecimiento del causante le han llegado, acepta sin duda ni vacilación que el hecho se produjo... y tiene ya cumplido el primer requisito exigido por el artículo 991.

    De no ser así se daría pie a la inmoralidad de que se aceptasen herencias, y aun se pactase sobre ellas, en vida del de cuius, siendo así que en modo alguno puede...

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