Artículo 97

AutorElvira Alfonso Rodríguez ...[et al.]
  1. ANTECEDENTES

    El tortuoso camino recorrido por este precepto a lo largo de las sucesivas redacciones de nuestra legislación hipotecaria justifica su exposición en el texto, al hilo de la cual quedará de manifiesto su estrecha relación con la extensión diseñada por el legislador para el principio de fe pública registral.

    El Proyecto de Código civil de 1851 sólo contiene un esbozo del contenido futuro de esta norma. Así, en su artículo 1.862 puede leerse: «La inscripción se extingue de derecho, sin necesidad de cancelación, inmediatamente que expira el término fijado a su duración, sea en el título constitutivo del derecho inscrito, sea en la suscripción misma, con tal que dicho término conste de una manera precisa y clara. Solamente en este caso puede oponerse al tercero de buena fe la extinción del derecho que no resulte cancelado en el registro público.»

    Con expresión ciertamente oscura, el texto no distingue técnicamente la extinción de la inscripción y la del derecho inscrito, según prueba la referencia del último inciso a la cancelación del derecho. En lugar de legislar a partir del supuesto general, la inscripción de duración indefinida, lo hace desde una óptica algo excepcional: la temporalidad pactada de la inscripción, constante en el título o en ella misma (1). En tal caso, la inscripción se extingue sin necesidad de cancelación, y los terceros no pueden ampararse en su ausencia. Queda enunciado así, si bien no desde la regla general, sino desde la especial, el principio de fe pública en su vertiente negativa: si lo no inscrito no perjudica a tercero, lo no cancelado tampoco, salvo que la extinción del asiento resulte con claridad del Registro. García Goyena, en sus Concordancias, apostilla: «Se hace preciso cancelar la inscripción para que pueda ser opuesta a tercero.»

    Obsérvese que, en este artículo, tercero es el adquirente del derecho cuya inscripción ha sido (o no) cancelada.

    En la Ley Hipotecaria de 1861 encontramos un antecedente más fiel del actual artículo 97, cuya numeración no ha variado desde entonces: «La cancelación de las inscripciones o anotaciones preventivas no extingue por su propia y exclusiva virtud, en cuanto a las partes, los derechos inscritos a que afecte; pero la que se verifique, sin ningún vicio exterior de nulidad de los expresados en el artículo siguiente, surtirá todos sus efectos, en cuanto al tercero que por efecto de ella haya adquirido e inscrito algún derecho, aunque después se anule por alguna causa que no resulte claramente del mismo asiento de cancelación.»

    Las ideas rectoras están expuestas con claridad, desde una distinción de efectos respecto de las partes y de terceros. La extinción del derecho se diferencia de la cancelación del asiento: ésta no implica la extinción de aquél entre las partes; ahora bien, los terceros adquirentes fiados en una cancelación sin vicio exterior de nulidad, no resultarán afectados por su anulación, consecuencia ello del principio de fe pública registral en su manifestación de eficacia positiva.

    El artículo 99 remacha la segunda idea, al enunciar las causas (materiales) en cuya virtud la nulidad de la cancelación no resulta oponible a tercero: cuando la cancelación es consecuencia de defectos del título (falsedad, nulidad o ineficacia), de error o fraude o de haberse ordenado por Juez incompetente. De manera que la Ley distingue entre dos tipos de nulidad de la cancelación: la que sí afecta a terceros, fundada en causas de nulidad formal o manifiestas, y la que no, fundada en causas de nulidad material.

    Obsérvese que la aproximación al tercero ha variado en este texto respecto del anterior: aquí, preocupa cuándo el adquirente puede verse afectado por la nulidad de la cancelación; en el anterior, según vimos, por la práctica misma del asiento. Tal aproximación, inaugurada en esta ley, va a imperar en las sucesivas hasta la reforma de 1944, condicionando la elaboración doctrinal. Que se refiere, más que a los propios efectos de la cancelación, a los de su nulidad. Lo cual, ciertamente, no modifica sustancial-mente la cuestión, pero sí constituye un pie forzado para abordarla que en nada facilita su comprensión.

    El que la nulidad de la cancelación por defecto de forma produjera sus efectos aun en perjuicio de tercero, suponía una regla contraria a la establecida en el artículo 31 de la misma Ley Hipotecaria de 1861 para la inscripción (2). De modo que los efectos de la cancelación eran más limitados que los de la inscripción.

    En este punto, la Exposición de Motivos de la Ley de 1861 no añade nada especialmente ilustrativo: resulta más claro el precepto ya reseñado. Y así, puede leerse: «El principio dominante en toda esta materia es que las inscripciones no se extinguen en cuanto a tercero, sino por su cancelación o por la inscripción de transferencia del dominio o del derecho real inscrito: que las anotaciones preventivas, no sólo se cancelan por la extinción del derecho anotado, sino también cuando se conviene en escritura o se dispone por providencia judicial convertirlas en inscripciones definitivas, y, por último, que la cancelación de las inscripciones o anotaciones preventivas no extingue por su propia virtud, en cuanto a las partes, los derechos inscritos a que afectan, surtiendo todos sus efectos en cuanto a terceros que después hayan adquirido o inscrito algún derecho. Estas reglas sólo son una consecuencia de los principios adoptados por la comisión, y que dominan en todo el Proyecto.» Podría apostillarse a las primeras palabras que tampoco respecto de las partes las inscripciones se extinguen sino por su cancelación: otra cosa es lo que suceda con el derecho sustantivo publicado. A pesar de que tal declaración, recogida en el artículo 76 de la Ley, ha llegado hasta nuestros días.

    La Ley Hipotecaria de 1869 viene a modificar sustancialmente esta regulación, siguiendo una orientación limitativa de los efectos de la fe pública registral (3). Dice ahora el artículo 97: «La cancelación de las inscripciones o anotaciones preventivas sólo extingue, en cuanto a tercero, los derechos inscritos a que afecte, si el título en virtud del cual se ha verificado no es falso o nulo, o se ha hecho a los que puedan reclamar la falsedad o nulidad la notificación que prescribe el artículo 34 (4), sin haberse formalizado tal reclamación, y no contiene el asiento vicio exterior de nulidad de los expresados en el artículo siguiente.»

    La complejidad de la norma, que se completa en los subsiguientes artículos 98 y 99, es obvia. De un lado, se hace necesario aclarar que la disyuntiva presente en el primer inciso del artículo 97 significa que, aun practicada la cancelación en virtud de un título falso o nulo, si a quien pudiera alegarlo se realizó la notificación prevista en el artículo 34, afecta a los terceros. De otro, la existencia de un vicio exterior de nulidad en la cancelación impide, en todo caso, que ésta produzca los efectos ligados a la fe pública.

    En suma, esta ley centra su atención en limitar los efectos del principio de fe pública respecto de la cancelación. Para ello, se contemplan distintos supuestos causantes de su nulidad: si se basa en un vicio exterior de nulidad, o en la falsedad, nulidad o ineficacia del título en cuya virtud se practicó, los terceros no pueden ampararse en la cancelación indebidamente practicada: su nulidad les afecta. De modo que en cuanto a la eficacia del Registro respecto de la cancelación, la Ley de 1869 puede calificarse de regresiva (5). Se distancia, por tanto, aún más, en sus efectos, la cancelación de la inscripción. El tercero no sólo resulta afectado por la nulidad de la cancelación consecuencia de defectos manifiestos del asiento, sino también por la consecuencia de defectos del título, en oposición a lo dispuesto en la Ley de 1861. Esto último, salvo que se haya hecho a quien pueda oponer la falsedad o nulidad del título la notificación prevista en el artículo 34: hecha ésta, el tercero sí resulta protegido. De manera que en esta Ley de 1869 se limitan los efectos de la cancelación respecto de tercero: éste no puede alegarla si es nula por razón del título, salvo que se haya hecho a quienes puedan oponer tal nulidad la notificación prevista por el artículo 34.

    En realidad, como decía, esta nueva redacción supone una limitación a los efectos del artículo 34 (6), que viene a clarificar la reforma de que éste es objeto en la Ley de 17 julio 1877, sin incidencia en el artículo 97 (7).

    La redacción dada al artículo 97 en el Proyecto de Ley de 1894 supone la vuelta a la Ley de 1861, en sus mismos términos. Y así, se distingue entre causas de nulidad de la cancelación que perjudican a terceros (las del art. 98, o manifiestas) y las que no, ligadas a defectos del título, consecuencia de error o fraude o de inscripción debida a Juez incompetente. Todo como en la Ley de 1861, incluida la supresión de la notificación anteriormente contemplada en el artículo 34.

    Sin embargo, en la Ley Hipotecaria de 1909 triunfa el criterio continuista con la reforma de 1869: el artículo 97 reproduce los términos recibidos en ésta, al tiempo que el artículo 34 mantiene la redacción dada por la Ley de 1877.

    Esta regulación merece la crítica unánime de los hipotecaris-tas de la época, que tratan con sus interpretaciones de salvar la contradicción existente entre la eficacia de la inscripción y la de la cancelación (8). Así, Galindo y Escosura consideran que el artículo 99 ha de limitarse a causas de ineficacia originaria, no sobrevenida (9); Morell y Terry sugieren, sin convencimiento, entender que para que la nulidad de la cancelación perjudique a tercero, el legislador exige tanto la falsedad, nulidad o ineficacia del título como la existencia de vicio exterior de nulidad en el asiento (10).

    Esta regulación se mantiene hasta la Ley de 1944, que formula el artículo 97 en los más escuetos términos: «La cancelación de un derecho presupone su extinción.»

    Sanz Fernández (11), a cuya propuesta en la Comisión se...

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