Artículo 61

AutorVicente Gimeno Sendra
Cargo del Autorcatedrático de Derecho Procesal UNED

Artículo 61.

  1. El Juez o Tribunal podrá acordar de oficio el recibimiento a prueba y disponer la práctica de cuantas estime pertinentes para la más acertada decisión del asunto.

  2. Finalizado el período de prueba, y hasta que el pleito sea declarado concluso para sentencia, el órgano jurisdiccional podrá también acordar la práctica de cualquier diligencia de prueba que estimare necesaria.

  3. Las partes tendrán intervención en las pruebas que se practiquen al amparo de lo previsto en los dos apartados anteriores.

  4. Si el Juez o Tribunal hiciere uso de su facultad de acordar de oficio la práctica de una prueba, y las partes carecieran de la oportunidad para alegar sobre ello en la vista o en el escrito de conclusiones, el resultado de la prueba se pondrá de manifiesto a las partes, las cuales podrán, en el plazo de tres días, alegar cuanto estimen conveniente acerca de su alcance e importancia.

  5. El Juez podrá acordar de oficio, previa audiencia a las partes, o bien a instancia de las mismas la extensión de los efectos de las pruebas periciales a los procedimientos conexos. A los efectos de la aplicación de las normas sobre costas procesales en relación al coste de estas pruebas, se entenderá que son partes todos los intervinientes en los procesos sobre los cuales se haya acordado la extensión de sus efectos, prorrateándose su coste entre los obligados en dichos procesos al pago de las costas.

I. JUSTIFICACIÓN DE LA PRUEBA EN EL PROCESO ADMINISTRATIVO

El proceso administrativo arrastró durante muchos años el lastre de su concepción como una segunda instancia en la que ciertos órganos especializados revisaban la legalidad de los actos adoptados por otros órganos de la Administración. Incluso cuando se dotó de rango jurisdiccional a los órganos encargados de ejercer ese control de legalidad, el carácter «revisor» de los tribunales administrativos llevó a una parte de la jurisprudencia y a un sector de la doctrina a defender la inadmisibilidad de la prueba en el proceso «contencioso-administrativo» al entender que en él resultaba innecesario el desarrollo de una verdadera actividad probatoria, pues —según los defensores de esta postura— tan sólo cabría discutir en estos procesos «cuestiones de derecho» y además, en cualquier caso, las afirmaciones de la Administración reflejadas en el expediente gozaban de valor probatorio.

Contra el modelo descrito reaccionó la LJCA de 1956, la cual, en su Exposición de Motivos, advertía ya del cambio de perspectiva de la ley acerca del carácter «revisor» de los órganos judiciales administrativos:

La Jurisdicción Contencioso-Administrativa es, por tanto, revisora, en cuanto requiere la existencia previa de un acto de la Administración, pero sin que ello signifique —dicho sea a título enunciativo— que sea impertinente la prueba, a pesar de que no exista conformidad con los hechos de la demanda (...). El proceso ante la Jurisdicción Contencioso-Administrativa no es una casación, sino, propiamente, una primera instancia jurisdiccional

.

Como consecuencia de ello los arts. 74 y 75 de la LJCA de 1956 regularon la actividad probatoria en el proceso administrativo, si bien limitándola a los hechos que fueran «de indudable transcendencia, a juicio del tribunal, para la resolución del pleito» y sobre los que no se mostraran conformes las partes (art. 74.3).

No cabe duda de que la LJCA de 1956 dio un paso adelante formidable en favor de la atribución a los órganos jurisdiccionales de la plena potestad de juzgar a la Administración con independencia y sin intolerables ataduras que los vincularan a una pretendida capacidad absoluta de decisión de esta última en el terreno de lo fáctico. Sin embargo, el legislador de 1956 se mostró excesivamente cauteloso y restringió la posibilidad de solicitar el recibimiento del pleito a prueba a los supuestos en que los hechos discutidos fueran «de indudable transcendencia», según el tenor literal de Ley. Al mismo tiempo, los tribunales se mostraban reacios a enmendar las apreciaciones fácticas realizadas por la Administración y proclives, además, a otorgar valor probatorio al expediente administrativo —lo cual, desgraciadamente, aún sucede con frecuencia—. Por otra parte, la legislación administrativa se plagó de «presunciones» favorables a la Administración, que sólo con grandes dificultades podían ser destruidas por los particulares.

En la actualidad el problema de la prueba en el proceso administrativo debe ser enfocado desde una doble perspectiva: de un lado, desde el principio de exclusividad de la Jurisdicción (art. 117.3 CE), que consagra a nivel constitucional un sistema de control de la legalidad administrativa netamente judicialista, y, de otro, desde el art. 24 CE, a tenor del cual todas las personas tienen derecho a «utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa» y en el ámbito de la potestad administrativa sancionadora a la presunción de inocencia (art. 24.2).

El derecho a la tutela abre el acceso a la jurisdicción, cuyos órganos ostentan el monopolio de la potestad jurisdiccional, consistente en «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado». Dentro de la actividad de «juzgar» se comprende la de comparar los hechos acaecidos en la realidad con los supuestos de hecho de las normas, con el fin de aplicar las consecuencias jurídicas que las mismas prevén. Para que los hechos puedan ser incorporados a la fundamentación fáctica de la sentencia no sólo han de ser aportados por las partes (principio de aportación) o introducidos en el proceso por el tribunal (principio de investigación), sino también probados bajo la inmediación del órgano judicial si resultan discutidos o dudosos.

Los órganos judiciales administrativos, investidos de potestad jurisdiccional, no se encuentran vinculados a las apreciaciones fácticas realizadas por la Administración en el procedimiento de autotutela administrativa y, simultáneamente, los ciudadanos ostentan un derecho fundamental a combatir tales apreciaciones fácticas utilizando para ello, con entera libertad, la totalidad de los medios de prueba pertinentes, si es que a ellos les corresponde la carga de la prueba, pues en otro caso les basta con negar los hechos afirmados por la Administración.

La «presunción de validez» del acto administrativo, resultante del «principio de autotutela», aunque permite a la Administración ejecutar los actos aun cuando hayan sido impugnados ante la jurisdicción, no puede ser entendida de manera que se reconozca valor probatorio a las afirmaciones fácticas de la Administración, debido a que ello supondría dejar la prueba en manos de una de las partes, a quien en la práctica se atribuiría la determinación de la premisa menor de la sentencia, con clara vulneración de los principios de contradicción e igualdad y menosprecio de la naturaleza jurisdiccional del proceso. Ni siquiera cabe admitir la inversión automática de la carga de la prueba en perjuicio del administrado como pretendida consecuencia de la «presunción de validez», pues, como veremos, en el proceso administrativo rigen, aun con matices , las reglas generales sobre distribución de la carga de la prueba.

Ahora la LJCA regula la prueba el proceso ordinario común en los arts. 60 y 61, y lo hace sin introducir demasiadas modificaciones en comparación con la normativa anterior. La más relevante consiste en la sustitución de la «indudable transcendencia» de los hechos discutidos para la resolución del pleito por la mera «transcendencia» como requisito para acordar el recibimiento a prueba.

II. CONCEPTO

Con el término «prueba» se designa la actividad procesal impulsada por las partes o incluso por el Juzgado o Tribunal, tendente a obtener el convencimiento del juzgador acerca de la concordancia con lo realmente acaecido de las afirmaciones fácticas realizadas por las partes y, excepcionalmente, por el propio órgano judicial, que integran el objeto del proceso, o a lograr su fijación en la premisa menor de la sentencia, y también en ciertos casos a hacer llegar al Juzgado o Tribunal las normas vigentes que se estiman aplicables.

Aunque el sustantivo «prueba» tiene diversos significados dentro del proceso, pues con él puede designarse la «fuente» de la prueba, el «medio» y también el «resultado» de la actividad probatoria, en su acepción técnico-procesal más correcta la «prueba» hace referencia a la «actividad» desplegada desde la «fuente» al «resultado», a través del «medio».

En palabras de Sentís Melendo, basadas en las apreciaciones de Carnelutti, «las fuentes son los elementos que existen en la realidad, y los medios están constituidos por la actividad para incorporarlos al proceso».

La actividad probatoria procesal se dirige a lograr el convencimiento de un órgano judicial, independiente e imparcial, situado supra partes, ante el cual demandante y demandado se colocan en situación de igualdad. La circunstancia de que en el procedimiento administrativo (que es autotutela y no proceso, como sabemos) la Administración se coloque en situación de valorar afirmaciones de hecho de funcionarios y particulares, aunque sean reclamables objetividad en su actuación y el otorgamiento de posibilidades de defensa efectivas para los inter- vinientes, no significa que la actividad ante ella realizada tenga naturaleza probatoria strictu sensu, y menos aún que sus valoraciones fácticas hayan de ser respetadas necesariamente en un proceso posterior como si el procedimiento de autotutela constituyera una primera instancia jurisdiccional (y con apelación restringida, además). En modo alguno la pseudoprueba (desde la óptica procesal) del procedimiento administrativo puede mermar la independencia de los órganos jurisdiccionales.

Pero el carácter jurisdiccional de la prueba es frecuentemente olvidado en el proceso administrativo y en la práctica los órganos judiciales insisten en otorgar valor probatorio a la actividad de acreditación de los hechos efectuada por la Administración que, salvo los supuestos excepcionales que...

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