Artículo 40

AutorMª del Carmen Gómez Laplaza
Cargo del AutorCatedrática de Derecho Civil
  1. LA DECISIÓN DE NO DIVULGAR LA OBRA «POST MORTEM AUCTORIS»

  1. Introducción

    Muerto el autor o declarado fallecido, los artículos 15, 2, y 16 de la L. P. I. determinan qué personas puedan ejercer la facultad (1) de decidir si la obra ha de ser o no divulgada (art. 14, 1, de la L. P. I.). Esos artículos constituyen el punto de partida para abordar el que ahora nos ocupa y a ellos nos remitimos.

    Baste ahora recordar brevemente la conocida polémica sobre si la persistencia post mortem de las facultades que integran el llamado derecho moral del autor (y, entre ellas, la Ley incluye la que tiene para decidir si su obra se divulga) obedece a un fenómeno sucesorio o si la legitimación que se concede a ciertos sujetos corresponde a un propio interés de los mismos (2). En este sentido, tanto el artículo 15, 2, como el 16, se refieren a «ejercer el derecho», por lo que se ha considerado que, aunque lo que realmente se transmite es la titularidad (3), esa atribución del ejercicio por parte del legislador sirve para recalcar que las facultades están en función únicamente del interés del autor fallecido. A favor de esta tesis se alega, no sólo el respeto debido al autor, sino la libertad que se concede a éste para confiar a determinadas personas su ejercicio.

    Frente a ello podría pensarse que las facultades que integran el llamado derecho moral se extinguen con la muerte del autor y lo que sucede es que nacen ex novo otros derechos morales en cabeza de los designados. Desde esta segunda perspectiva, los intereses a los que se serviría ya no serían los del autor, sino los que los sujetos legitimados tuviesen en la obra por su relación con el autor (de carácter personal, cultural, económico, etc.). A favor de esta tesis podría alegarse la legitimación para el ejercicio de estas facultades a las entidades públicas del artículo 16 y a los propios herederos abintestato que no se basa en la voluntad del autor.

    Autores como Albaladejo o Bercovitz (4) se inclinan por la primera solución, pero no descartando una influencia de la otra tesis. Lacruz (5), en relación con la anterior Ley de Propiedad Intelectual, también se inclinaba por ella. Por su parte, Espín (6) entiende que el aspecto personal del derecho de autor se extingue con su muerte, y lo que existe es una legitimación ex lege en favor de quien pueda velar por las facultades más representativas del derecho moral después del fallecimiento del autor.

    Recientemente, Pérez de Ontiveros (7) entiende que el artículo 15 establece la transmisión a los herederos de determinadas prerrogativas, aunque estableciendo diferencias en cuanto al ejercicio de las diversas facultades transmisibles a la muerte del autor.

    Lo que parece claro, y ahora nos interesa resaltar, es que estas facultades morales no tienen los mismos caracteres después del fallecimiento del autor; es decir, se transforman cuando son ejercidas por personas distintas al creador de las obras (8). Y esto es especialmente relevante en relación con la facultad de decidir la divulgación que, creo, se encuentra en una zona fronteriza entre los aspectos personales y los patrimoniales.

    Partiendo de lo anterior, el artículo 15, 2, in fine (pero no el 16), ya establece que todo ello, «sin perjuicio de lo establecido en el artículo 40». Este artículo, literalmente y concordando con aquél, también se refiere a que los derechohabientes ejerzan «su derecho a la no divulgación de la obra». Teniendo en cuenta que «su derecho» es el que les confiere el artículo antes citado, y que en él el primer legitimado, antes que los herederos, es el albacea (9), y que también se legitima a ciertos entes públicos (art. 16) parece que puede deducirse que la transmisión, en el supuesto concreto de la facultad de divulgación, no se produce ture hereditario. Más bien, a imagen y semejanza de lo que sucede en el ámbito de los derechos de la personalidad (10), se perfila la idea de que la muerte del sujeto extingue este derecho, pero se legitima por ley a determinadas personas para que ejerciten un derecho cuyo contenido y límites van a ser distintos del que existía en cabeza del autor.

    Pero si ésta es la solución que parece adoptar el legislador, no por ello es la que consideramos más acertada. En efecto, creo que se puede dudar fundadamente de que este «derecho», bien diferente de los de autoría e integridad, tenga un estricto carácter moral post mortem auc-toris, salvo entendiéndolo «como encargo de ejecución práctica de la voluntad del autor» (11), cosa que no parece hacer nuestra Ley (12). En otros ordenamientos se configura o bien en su vertiente de vinculación a la voluntad del autor, o bien en estrecha conexión con los derechos de explotación. Esto explica el que determinados sectores doctrinales consideren que esta facultad tiene carácter patrimonial (13).

    Y es que hay que reconocer que la decisión de divulgar por parte de los derechohabientes minimiza mucho, si no suprime, el matiz personalista que tenía en vida del autor. Lo pone de relieve su íntima conexión con el derecho de explotación y su propia limitación temporal frente a los de autoría e integridad. Y si atendemos a los trabajos parlamentarios, más bien podría decirse que lo que se consagra en el artículo 40 es de signo opuesto a lo que constituye la facultad soberana del autor de decidir o no la divulgación de su obra, pues ésta podría ser divulgada contra la voluntad de aquél. Como dice Desbois (14), el legislador ha instituido estos derechos a la divulgación postuma para estimular la publicación de las obras, que correrían el riesgo de permanecer desconocidas por el público.

    En realidad, y como decíamos, salvo para ejecutar la voluntad del autor, la divulgación post mortem debería estar vinculada a los derechos de explotación (15), legitimando a determinadas entidades para que, mediante control judicial, se garantizaran los intereses protegidos por el artículo 44 de la Constitución. En lo demás, bastaría el recurso al artículo 7 del Código civil.

    No creemos, como afirma Rodríguez Tapia (16), que no se pueda admitir pacíficamente que los herederos o sucesores monis causa del autor puedan tomar iniciativas sobre divulgar obras inéditas. Salvo prohibición expresa del autor y aparte de ser ése el destino normal de las obras, la remisión del artículo 15, 2, al número 1 del artículo 14, conduce a pensar que las personas legitimadas pueden optar por divulgar o por no hacerlo. Lo que sucede, como el propio autor afirma en otro momento, es que el derecho de divulgación no será el mismo que tuvo en su día el difunto.

    Tras estas consideraciones, corresponde ahora el determinar el supuesto de hecho de que parte el artículo que comentamos y el analizar sus consecuencias jurídicas, en base a lo establecido por aquellos primeros preceptos citados. Sólo anticipar que el artículo que nos ocupa es un elemento extraño que no encaja bien con el sistema y que no encuentra precedentes en el ámbito comparado más cercano.

  2. La decisión de no divulgar la obra por parte de los derechohabientes y el artículo 44 de la Constitución

    Independientemente de la crítica que podría suscitar la atribución de la facultad de decidir la divulgación a determinadas personas distintas del autor (17), lo cierto es que el artículo 40 no se plantea si los derecho-habientes pueden decidir no divulgar la obra, sino que, partiendo de ello en base al artículo 15, 2, plantea el tema de si, al hacerlo, vulneran el artículo 44 de la Constitución. Por ello, a diferencia de lo que sucede en aquel precepto en que prevalece el interés del autor (se da prioridad al albacea frente a los herederos), aquí los intereses protegidos van a ser de carácter más general.

    La cuestión que se plantea en primer lugar es la de en qué casos pueden decidir los derechohabientes la no divulgación de la obra, y si han de vincularles o no las decisiones del propio autor.

    Pero para analizar esta cuestión parece que habremos de partir de la propia ratio del precepto. El artículo 44 de la Constitución, incluido en el capítulo III que se ocupa de los principios rectores de la política social y económica, establece:

  3. Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho.

  4. Los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general.»

    Aunque, instintivamente, tiende a relacionarse el precepto que comentamos con el apartado 1, es decir, con el acceso a la cultura, lo cierto es que la referencia se hace a la totalidad del artículo 44 y que, por tanto, también se incluye la vulneración del apartado 2.

    Siendo esto así y en conexión con lo sucedido en los trabajos parlamentarios (18), parece que puede afirmarse que la razón de ser del precepto es la de que primen los intereses generales del acceso a la cultura (19) y a la ciencia e investigación, sobre los particulares de los derechohabientes del autor a decidir la no divulgación de una obra. Eso, indudablemente, plantea una importante diferencia en relación con esta facultad, dependiendo de si es el autor el que la ejercita en vida o son sus derecho-habientes. Respecto de aquél, no existe interés alguno superior al del propio autor que pueda imponer restricciones a su ejercicio (20). Pero, en relación con los derechohabientes, sí existe un interés, el del acceso a la cultura, que limita aquí, si no su ejercicio, sí una de las opciones contenidas en el mismo: la decisión de no divulgar. Incluso podría pensarse que aunque no en la letra, sí en el espíritu, el precepto podría incluir supuestos en los que la forma de divulgación elegida por los legitimados pudiera ser contraria al artículo 44 de la Constitución, por limitar o impedir el acceso a la cultura. En definitiva y enunciado el artículo en forma positiva, se trata de que los derechohabientes ejerciten esa facultad en concordancia con el artículo 44 de la Constitución.

    El problema reside en que, como afirma Carames (21), no hay en el artículo 44 de la...

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