Artículo 17

AutorJoaquín Rams Albesa
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
  1. INTRODUCCIÓN

    Los artículos 17 y 22 de la Ley de Propiedad Intelectual cubren la totalidad del contenido material de los denominados derechos de explotación, en la línea de la dicotomía con que se concibe la propiedad intelectual en el artículo 2 de la Ley; los restantes artículos de la Sección se dedican a la fijación, a los efectos específicos y a la aportación de una serie de conceptos técnicos de discutible conveniencia para su incorporación a una Ley, incluso en un Reglamento.

    No intentaré reproducir aquí, ni siquiera de forma sucinta, los inconvenientes técnico-dogmáticos que acarrea tras de sí la concepción dico-tómica de la propiedad intelectual, incluso cuando todas las facultades que se predican se encuentran en manos del autor. No obstante parece obligado reafirmar que, en la concepción estructural del derecho de propiedad intelectual, los legisladores del XIX y tras la estela de éstos los del xx han estado más preocupados en negar una titularidad patrimonial en los explotadores derivados de la obra que en construir una titularidad real que se corresponda íntegramente con el valor ínsito en los términos propiedad intelectual.

    Ya he apuntado, en otra parte de estos Comentarios, que sigue existiendo, si se quiere de modo latente y no explicitado, un temor a dejar sometido a libre tráfico y a la autonomía de la voluntad los objetos sobre los que recae la propiedad intelectual, así como es patente el deseo de erigir en torno al autor una tupida red de protecciones que, en todo caso, podrían predicarse de la materialidad de la obra creada, que no concuer-dan con los tonos laudatorios con que se rodea, en los textos legales y en los dogmáticos, a la persona del autor, que acaba situado en una situación de privilegio, como mínimo, discorde para con el espíritu que anima a la creación de la figura de la propiedad intelectual y bastante reñida con la que se predica de su personalidad, por cierto, bastante ingenua y un tanto banal.

    En el fondo el dualismo responde al empleo de un recurso jurídico un tanto primitivo; de una parte, se refuerza la trascendencia, la jurídica también, del hecho de crear y de la autoría de la obra, en tanto que, de otra, se opera un simple traspaso de posición del impresor-editor al autor del antiguo monopolio (privilegio) de reproducción de los textos, generalizándose esta posición, que era del todo singular y funcional, a todo autor, aunque para su concreta obra no se pudiese emplear la técnica de reproducción indefinida de un original.

    Es por ello por lo que sigue sin cuadrar el marco que es propio del libro, folleto o partitura -modelos para la extracción de consecuencias jurídicas y para la construcción normativa de esta actividad personal que se enmarca en un ámbito social- al que se impone a la pintura, la escultura e incluso la obra gráfica (1 )introduciendo una gran inseguridad jurídica en torno al tráfico de estos últimos bienes. En esta misma línea, el constante crecimiento de objetos de creación personal que se hacen susceptibles de propiedad intelectual va desfigurando progresivamente el carácter genuino que tenía este tipo de titularidad y, en su consecuencia, los textos legales dedicados a su regulación se van convirtiendo en una especie de summa casuística de curiosidades normativas, cuyo primer efecto es la reglamentación del fenómeno y el segundo el encorsetamiento de la autonomía de la voluntad, de manera tal que el tráfico de bienes intelectuales se trata de reducir a una serie de actuaciones típicas y regladas abiertamente reñidas con el modelo que se sustenta para las restantes actividades productivas que siguen precisamente la dirección contraria.

    Me parece que en esta materia la actividad legislativa es sumamente retardataria, propia del Antiguo Régimen, y contraria al espíritu que le dio vida; la generación creciente de privilegios en los autores no proporciona en último término a éstos mayor libertad y seguridad jurídica, sino mayor dependencia respecto de ciertas organizaciones mediáticas, y el Estado, favoreciendo el reglamentismo, no proporciona un marco de libertad real, sino que se inviste en el papel que fue propio de los mecenas, pero sin necesidad de desembolsos. En este campo es evidente que subsiste el miedo a la libertad.

    Los derechos de explotación, si bien se predican en el texto legal en cabeza del autor, no están concebidos de forma intrínseca, porque se piensa, con razón, que el valor utendi atque fruendi de este tipo de propiedad situados, conforme al modelo tradicional de la propiedad, en el ámbito exclusivo del autor, en forma intransitiva, carece de toda valoración utiliter y su destino natural es el de ser comunicados, si bien no a la sociedad, sí al mayor número de usuarios posible, cuando así lo permite la naturaleza reproductiva del objeto, y no por razón de su intangi-bilidad, pues hay bienes intangibles que se predican, crean y protegen con caracterización originariamente real y para uso exclusivo de su titular; v. gr., los títulos nobiliarios. Su naturaleza comunicativa y la susceptibilidad de reproducción sin variación de su esencia, de la mayoría de ellos, lleva a predicar la temporalidad del disfrute y de la propiedad, porque los convierte en tendencial y crecientemente incontrolables, ya que la reproducción no es una función del sujeto creador o del explotador especializado, sino una posibilidad mecánica en la que el sujeto reproductor ocupa un lugar cada vez más secundario (2).

    La apelación discursiva a lo que el autor, artista o científico debe a la sociedad y al conjunto cultural al que pertenece como fundamento de la temporalidad del derecho sobre la obra creada no pasa de ser una exagerada metáfora social, que encierra una clara contradicción con el factum que se protege -la originalidad-. El autor realmente original debe bastante menos, por principio, a la sociedad y a su cultura que cualquier otro homus faber (labrador, carpintero, ingeniero, abogado, etc.), ya que, en todo caso y si su producción intelectual es provechosa, será acreedor de la sociedad y de su cultura. La contradicción entre aquello que sirve de apoyo psicológico para justificar la presencia de derechos morales y lo que sirve de cimentación de los derechos de explotación es excesivamente radical y muy ingenua, pues la inmaterialidad de lo que verdaderamente se protege es lo que le otorga el carácter de efímera, no a la cosa en sí y a la relación de autoría, sino a la propia protección: la obra inicial mantiene su vocación individual, ahí están los clásicos de la antigüedad para probarlo sobradamente.

    En los derechos de explotación se materializan todos los intereses posibles sobre obra intelectual en cuanto sean susceptibles de tráfico y de protección autónoma, tanto para el creador, como para todos aquellos que de una forma u otra intervienen en el tráfico de bienes y derechos que traen causa del derecho de propiedad intelectual, incluso los puros tenedores de ejemplares materiales, no en tanto que objetos singulares, sino en la posibilidad ínsita en la idea misma de soporte, que los hace susceptibles de servir siempre de prototipos generativos, mediante proceso manual, mecánico o electrónico, de otros soportes intelectuales con idéntico contenido esencial. Es decir, la norma en su apelación directa al contenido patrimonial de la propiedad intelectual trata de hacer referencia, no a la situación de titularidad plena no transferida, de la que cree que no se pueden derivar utilidades patrimoniales directas, excepto la pura tenencia, sino que procede a enmarcar, por vía enumerativa, una serie de facultades del propietario intelectual que son las que dan lugar a los contratos tipificados en la Ley y que suponen el nacimiento de derechos reales o personales de explotación en...

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