Artículo 1277

AutorLuis Humberto Clavería Gosálbez
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
  1. INTRODUCCIÓN

    Comencemos por una lectura carente de prejuicios del artículo, teniendo -eso sí- presentes otros artículos del mismo Código: lo que el legislador parece decir en el precepto en cuestión es que cabe no manifestar la causa, es decir, que se permite a los contratantes que no la indiquen; si esto sucede, se presumen dos hechos: que la causa existe y que es lícita, esto es, que no nos hallamos en las hipótesis del artículo 1.275. Se aclara, no obstante, que si el deudor prueba lo contrario (es decir, que no hay causa o que es ilícita la existente), cae la presunción, sin duda alguna iuris tantwn, lo que se infiere del presente artículo y del 1.251, a cuyo Comentario remito. Entonces se sabría que nos hallamos en el ámbito del antes mencionado artículo 1.275; si es así, es evidente, como sabemos, que nos encontramos ante la nulidad radical. Y, dado que se trata de nulidad radical, puede ser invocada por cualquier interesado, no necesariamente por el deudor, al que se refiere la norma; si ésta nombra sólo al deudor, lo hace por inercia histórica (imitación del Proyecto isabelino) y porque el redactor probablemente pensó en quien casi siempre tendrá más interés en invocar la irregularidad causal para, provocando la declaración judicial de ineficacia, liberarse de la deuda; no se olvide que el precepto está inspirado en supuestos paradigmáticos como el reconocimiento de deuda, del que posteriormente hablaremos. Presunción, pues, iuris tantum, susceptible de prueba en contrario por cualquier interesado que utilice cualquier medio válido de prueba; repito que, a mi juicio, la alusión del artículo 1.277 al deudor no restringe la legitimación para derribar la presunción ni separa dicho artículo del 1.251 (arg. ex art. 1.275).

    Por tanto, la presunción consignada en el presente precepto dispensa de la prueba de la concurrencia de la causa (art. 1.250), concurrencia exigida por los artículos 1.261, 1.275 y 1.276 y que, si no existiera el artículo 1.277, habría que demostrar ex artículo 1.214, para que el contrato se reputase válido. El artículo no dice que la causa sea irrelevante, o que pueda no existir, o que pueda ser ilícita, sino que se presume iuris tantum su existencia y licitud; ello implica que cuenta con la exigencia de causa lícita establecida en los artículos anteriores y que forma con ellos un régimen causalista coherente, siendo, por tanto, insostenible la tesis de que el artículo 1.277 admita la figura del negocio jurídico abstracto, del que luego hablaremos. Otra cosa es que, de hecho, la presunción en él contenida pueda servir para encubrir causas ilícitas o desplazamientos patrimoniales sin causa merecedora de tutela jurídica; ante la presencia del artículo 1.277, los contratantes son más tentados de ocultar la causa que de falsearla si la expresan incurriendo en la hipótesis del artículo 1.276.

    Como recientemente enseña Amorós en un interesante estudio(1), la tendencia dominante en el Derecho histórico español es la exigencia de constancia de la causa, no presumiéndose ésta (Partida III, Título XIII, Ley VII; Ley Única del Título XI del Ordenamiento de Alcalá, etc.)(2). Sin embargo, como en tantos otros casos, el legislador español decimonónico rompió con esa tradición para imitar al Code Napoleón, que proviene de una tradición diversa; respecto de ésta, escribe Manuel Amorós: «...tanto de los autores como de la jurisprudencia francesa anteriores al Código, parece puede afirmarse una evolución que va desde la necesidad de prueba de la causa por el acreedor que reclama el pago de la deuda, cuando el deudor demandado opone la inexistencia de la causa, hasta el reconocimiento de la presunción de una justa causa de la obligación en que dicha causa no aparece expresa, tanto por razones lógicas (nadie se obliga sin causa suficiente, el que reconoce una deuda debe pagarla) como prácticas (así venían funcionando los pagarés en el mundo mercantil, y ese era un uso frecuente en las obligaciones escritas en general). Este último argumento, de acoger favorablemente la realidad práctica de los documentos obligatorios sin expresión de causa (billetes, pagarés, reconocimientos de deuda) parece que tuvo una especial influencia en la jurisdicción permisiva de esta clase de documentos, y así se formó un estado de opinión generalizado que es el que debió influir en los redactores del Código»(3). En efecto, tres de estos redactores justificaron enfática y motivadamente su artículo 1.132(4), que establece: «La convention n'est pas moins valable, quoique la cause ríen soit pas exprimée». Dicho precepto generó importantes discusiones doctrinales en el país vecino, pero fue imitado por la mayoría de los redactores de Códigos o de Proyectos de Códigos de Europa; los autores españoles del siglo xix anteriores a nuestro Código civil optaron, en su mayoría, por la validez de los contratos, aunque la causa no se manifestase, siempre que existiera y fuera lícita(5). Por ello, no debe extrañarnos que el artículo 1.000 del Proyecto de García Goyena estableciese: «Aunque la causa no se esprese en el contrato, se presume que existe y que es lícita mientras el deudor no pruebe lo contrario.» En su comentario aclara el autor de dicho Proyecto que con su texto pretende acabar con las dudas que el artículo 1.132 francés no disipaba: a quién correspondía la carga de la prueba, carga que atribuye al deudor(6): ya expuse mi opinión al respecto al referirme a la legitimación en favor de cualquier interesado, lo que me hace preferir el texto francés al isabelino o al español actual: obsérvese que García Goyena, al opinar de ese modo, desconocía el modus operandi de la sanción de la inexistencia o de la ilicitud de la causa. El artículo 1.290 del Anteproyecto de 1882-88, desviándose considerablemente del artículo 1.000 de 1851, decía: «Si en los contratos se hubiese omitido expresar la causa, podrá sostenerse su eficacia, acreditando la intervención de una causa lícita.» Texto que, al elaborarse el Código de 1888, no prosperó en la Comisión de Codificación, volviéndose al texto isabelino, que recibió el número 1.277 en el articulado(7). Nuestro Código, pues, en este punto como en tantos otros, aceptó la influencia francesa, si bien no por mera imitación, pues se tuvieron en cuenta conveniencias prácticas, muy en línea con el ambiente mercantilista y liberal del momento(8).

    De todo lo dicho se infiere en principio el sentido del artículo objeto del presente comentario: ya sabemos muy aproximadamente de qué trata. No obstante, es de todos conocido que algunos autores han apuntado la posible relación que pudiera guardar este precepto con el denominado negocio abstracto(9). Adelanto ya que niego que este artículo se refiera al negocio abstracto e incluso que dicha figura encuentre acogida en el Derecho español. No tratando el artículo 1.277 de ella, no me siento obligado a tratarla extensamente, pero, con finalidad clarificadora, sí haré seguidamente alguna referencia al concepto de negocio jurídico abstracto, perfilando así mejor de qué no trata el artículo en cuestión. Luego volveremos a él.

  2. LA FIGURA DEL NEGOCIO JURÍDICO ABSTRACTO

    Los negocios abstractos son una creación más de los teóricos del Derecho, pero su éxito fue tan grande que se plasmó en algún sofisticado Derecho positivo (por ejemplo, el alemán) y en multitud de fallos judiciales recaídos incluso al aplicar Ordenamientos no demasiado compatibles con esa figura. «... Respecto del negocio jurídico -escribe De Castro-, se entiende por abstracción el artificio que consiste en...

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