Artículo 119

AutorGuillermo Orozco Pardo
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Civil
  1. INTRODUCCIÓN

    Este precepto mantiene la consagración de un derecho en favor de personas, físicas o jurídicas, que, sin embargo, no poseen la cualidad de autor; derecho que adquieren no de forma derivada por transmisión, sino merced a una doble circunstancia: su atribución legal en base al paso de la obra no editada al dominio público. No se trata de que a estos titulares se les atribuyan por Ley unos derechos que ya no existen, los derechos de explotación de un autor fallecido sobre una obra en dominio público por haber transcurrido el plazo de protección. Como primera nota importante cabe destacar su desafortunada redacción, que puede inducir a interpretaciones parcialmente erróneas y por ello esperamos que al adaptar la Directiva C. E. E. 93/98, de 29 octubre 1993, sobre armonización del plazo del derecho de autor y derechos afines, se aproveche la ocasión para reformar este precepto en los términos que luego veremos.

    Este derecho, que es distinto al del autor, aunque de la Ley pueda deducirse otra cosa, viene a deparar a estos editores una protección equivalente a la que se hubiera dispensado al autor en el campo económico de haber explotado su obra. Para ello es preciso que transcurra el plazo de protección dispensada al autor entrando la obra en dominio público. Nace, pues, este derecho de una causa remota: la temporalidad de la duración de la propiedad intelectual, limitación que fue duramente criticada por un sector doctrinal en la época de entrada en vigor de textos anteriores, como la Ley de 10 junio 1847 y la posterior de 10 enero 1879. A tal efecto, Danvila presentó una proposición de Ley a las Cortes en 1876 en la que expresamente se aludía al tema defendiendo una postura contraria: que este derecho de propiedad, más legítimo que ningún otro, debía considerarse perpetuo sin limitación temporal alguna. En tal sentido, citaba expresamente textos precedentes, como la Ley de 5 agosto 1823 y el Real Decreto de 4 enero 1834, en cuyo preámbulo se decía textualmente: a El principio fundamental de esta materia es el derecho de propiedad, reconocido explícitamente a favor de los autores. Si hay una propiedad respetable y sagrada, ninguna lo es más que la que aquéllos tienen sobre sus obras; en ellas han empleado su tiempo, sus afanes, un capital incalculable invertido en largos años de educación, en libros y otros instrumentos del humano saber, y hasta puede decirse que los frutos de su entendimiento son, como una emanación de ellos mismos, una parte de su propio ser. Nada, por tanto, más justo que el que las leyes amparen esta propiedad, igualmente que a cualquier otra, si cabe con mayor esmero, por su condición íntima y privilegiada, impidiendo que se usurpe malamente a impulso del interés el fruto del ajeno trabajo» (1)

    Sin embargo, decía Cabello Lapiedra, se cometió el error de edificar la construcción de este derecho asentando sus cimientos sobre una base movediza: la temporalidad. Y ello en razón de que la Ley de 1879 partió de una doctrina que no se asentaba en la discusión lógica del Proyecto de Danvila, «sino al acomodaticio modo y abusiva moda, a la sazón, de resolver los conflictos y problemas de la vida por el más fácil sistema de concertar, más que con equidad de amigable componedor, con habilidad de zurcidor de voluntades interesadas, sutiles complacencias, tan sólo ajustadas a la conveniencia de los más influyentes» (2). En consecuencia, si la causa que origina el reconocimiento de este derecho a los editores, la temporalidad, era ya de por sí criticada duramente, más lo habría de ser el propio derecho en sí mismo considerado. Ello se debe a que las posibilidades de reproducción de las obras que se deducen de la invención de la imprenta rompen el círculo cerrado entre obra y ejemplar y, como consecuencia de ello, el valor económico de los libros aumenta paralelamente a sus posibilidades de reproducción y distribución. Con ello se crea una nueva categoría profesional: el impresor-librero; y para defender sus intereses y evitar la competencia incontrolada demandan del Estado la concesión de privilegios que les aseguren un monopolio de explotación de las obras que ellos editan. Pero con ello sientan, indirectamente, las bases para la defensa y el reconocimiento de los derechos pecuniarios de los autores, pues conforme el derecho de aquéllos se torna impopular, se va imponiendo el convencimiento de que los titulares de la propiedad de las obras han de ser sus creadores, tal y como se deduce del Estatuto de Ana o en la Real Orden de Carlos III de 20 octubre 1764. En definitiva, cabe afirmar con Sidjanski-Castanos que así como el derecho moral de autor está reconocido desde tiempo inmemorial, el derecho patrimonial es un derecho de aparición relativamente moderna condicionado por la evolución de los medios técnicos de reproducción, distribución y propagación de las obras(3).

    Con tales precedentes, no es de extrañar que la consagración de este derecho en la Ley de 1879 originara agrias críticas como la del antes citado Cabello Lapiedra: «La Ley de 1879 ampara, para dar derecho de propiedad, al buscador de obras arrinconadas en el olvido del actual "dominio público", toda vez que le autoriza para editar cuanto se arranca de la heredad del hombre que creó o de su derechohabiente, simplemente porque transcurrió un lapso de tiempo que caprichosamente se fija. De ahí el aprovechamiento del que no edita lo nuevo, porque editando lo viejo, de segura venta en el mercado, adornándolo con una llamativa y pimpante vestidura, esquiva el riesgo, que es el rasgo fisonómico y característico del negocio mercantil editorial; pero con ello usurpa al que fue dueño o es su sucesor legítimo, el derecho que debe ser perpetuo, según una justicia recta y exactamente interpretada y aplicada»(4). Estas palabras suponen un ataque directo al fundamento de este derecho en base a la inadmisión de la temporalidad, cuestión superada actualmente, si bien en nuestros días se tiende a un aumento del plazo de reconocimiento post mortem auctoris del derecho de propiedad intelectual y los derechos afines(5). Pero, además, tales argumentos son injustos porque el fundamento de este derecho no está en una reminiscencia de los antiguos privilegios, sino en el hecho de que se trata de obras inéditas, es decir, no publicadas, que han entrado en el dominio público siendo susceptibles de publicación por terceros, sobre las cuales no existe un derecho patrimonial precedente y cuya publicación interesa a patrimonio cultural de la comunidad, tarea que emprende el editor sufragando los costes de la edición, lo cual supone un riesgo económico por su parte. Por tanto, no sólo se trata de proteger una inversión económica, sino de fomentar la labor de divulgación de obras inéditas que enriquecen el patrimonio cultural de la comunidad, evitando así que las obras continúen su «sueño en el olvido». No obstante, por muy justificado que esté este derecho, su contenido y ejercicio no dejan de provocar una problemática que debe resolverse adecuadamente atendiendo a los principios que inspiran la regulación del derecho de autor del cual se deriva.

  2. ANTECEDENTES LEGISLATIVOS Y TRÁMITE PARLAMENTARIO

    Ya hemos mencionado que la consagración a nivel legal de este derecho es anterior a nuestra Ley vigente por cuanto cabe citar algunas normas precedentes que ya recogían, de modo más o menos textual, un derecho similar a éste. En primer lugar, cabe citar la Real Orden de 14 junio 1778 en cuyo número tercero establecía que si hubiera expirado el privilegio concedido a algún autor, y él o sus herederos no acudieran a pedir la prórroga del mismo dentro del año siguiente, se concedía licencia para editar la obra al tercero que lo solicitara; ello también sucedería si concedida la prórroga no se realizaba la edición dentro de un plazo razonable, pues ello fundaba una presunción de abandono y quedaba la obra a disposición del Gobierno para autorizar su reproducción si fuera conveniente por su utilidad. Ello supone la posibilidad de reproducir una obra ya editada a la que ha caducado el privilegio, lo cual implica la de editar las obras inéditas, pues estamos ante el sistema de privilegios de impresión. Posteriormente, al comienzo de la llamada segunda época constitucional encontramos la Ley de 22 julio 1823, no insertada en la Colección Legislativa, que consagra el derecho de propiedad sobre sus producciones a diversos sujetos, entre los cuales figuran en su número dos a los que dan a luz por vez primera algún códice manuscrito, mapa, dibujo, muestra o partitura, que se encuentren en Bibliotecas o en su poder, sin ser ellos los autores de los mismos. Tal derecho se declaraba transmisible por los distintos medios conocidos en Derecho, sea entre vivos o mortis causa. Ello se justificaba en la necesidad de difundir la ciencia y la cultura y «rescatar» obras que permanecían inéditas para su conocimiento general protegiendo a quienes las descubren y las dan a conocer.

    Esta Ley no llegó a surtir eficacia alguna toda vez que Fernando VII en el mes de octubre del mismo año deja sin efecto los actos y leyes de esas Cortes, por lo que la regulación de la propiedad intelectual entra en un vacío legal hasta que la Reina Gobernadora dicta el Decreto de 4 enero 1834 en el que, entre otros temas, establece que se consideran propietarios las personas, comunidades e instituciones que editen documentos inéditos sin que nadie pueda reimprimirlos durante un plazo de quince años sin la autorización de aquéllos. Incluso aumentaba este plazo de protección si los editores incorporaban a la obra sus comentarios, estudios críticos u observaciones, pues en ese caso al plazo duraba toda la vida del sujeto, en caso de ser un particular, o cincuenta años si eran comunidades o instituciones. La Ley de 10 junio 1847 incorpora importantes novedades fruto de la influencia de textos extranjeros entre las que cabe destacar el establecimiento de un plazo razonado de protección del derecho de...

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