Artículo 1.740

AutorPascual Marín Pérez
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
  1. NECESIDAD DE PLANTEARSE LA EVOLUCIÓN HISTÓRICA PARA DELIMITAR LA NATURALEZA JURÍDICA DE LOS CONTRATOS DE PRÉSTAMO Y COMODATO

    Hasta ahora, desde Sánchez Román, hasta el maestro Castán 1, venían considerando el préstamo como contrato real por excelencia, definiéndolo el primero como «un contrato principal, real, unilateral, traslativo de dominio y a título gratuito, por el cual, y a virtud de la entrega de una cosa fungible, queda obligada la persona que la recibe a devolverla a aquélla que se la entregó en el plazo y demás condiciones convenidas o que legalmente sean procedentes» y el comodato como «un contrato principal, real, unilateral y gratuito, por el cual una persona cede a otra el uso de una cosa no fungible por un tiempo fijo o sin él, o para un fin determinado o sin determinar expresamente, y el que la recibe contrae la obligación de devolverla tal como la recibió, terminado que sea el uso para el que le fue concedida».

    Una corriente moderna, iniciada en nuestra patria por los profesores Jordano Barea y Lacruz Berdejo2 en cuanto a su construcción dogmática, aunque la inciara anteriormente, el profesor Roca Juan 3 y la siguiera el profesor De Castro 4, niega el carácter real de estos contratos.

    Sin embargo, modernamente, el profesor Albaladejo 5 dice, sobre esta cuestión, que «ciertamente que la ley puede construir cada contrato como mejor crea. Luego resultará que habrá estado acertada o no al adoptar el criterio que haya adoptado. Pero será necesario admitir que, con o sin acierto, acogió el que sea».

    Sin perjuicio de volver sobre esta cuestión, estimo que en una correcta investigación histórica sobre este contrato, podremos encontrar alguna luz sobre el mismo, dentro, naturalmente, del criterio seguido por el legislador.

    Como dice el historiador jurídico, de entre los que estimo con más autoridad científica en materia histórico-jurídica -el profesor Lalinde Abadía6-: «El préstamo» (emprestido, empréstamo) es una categoría contractual medieval que agrupa dos figuras romanas: a) el «mutuo» («mutuum») o transmisión de dinero o cosas fungibles por una persona llamada «prestamista» o «mutuante» a otra, denominada «prestatario» o «mutuatario», que habrá de devolver otro tanto o su precio, y b) el «comodato» («commodatum»), por el que una persona, denominada «comodante», transmite una cosa no fungible a otra denominada «comodatario», para su uso o provecho («commodum»), habiendo de devolverla depués.

    El préstamo se encuentra próximo al depósito por su naturaleza real, unilateral y gratuita, y se distingue porque la cosa no se entrega para su custodia, sino para su utilización, pero la distinción es casi anulada cuando el depósito no aparece en forma pura, sino de variedad irregular. Esto hace que en el Derecho visigótico y en el medieval anterior al influjo del Derecho común, ambos contratos aparezcan regulados conjuntamente, y a veces, un tanto confundidos, designándose con un mismo nombre, como el de «comenda», relaciones de depósito y de comodato. Cuando no se produce la confusión, se establece la preferencia del préstamo sobre el depósito, como en el Derecho aragonés.

    El Derecho local castellano tardío y el Derecho común distinguen en el mutuo, el de dinero y el de cosas fungibles. En el comodato, el Derecho común distingue el realizado en beneficio del comodatario, en aprovechamiento de ambas partes y el que tiene por objeto la honra y placer del comodante, como el que recae en vestidos para la mujer.

    La capacidad para ser mutuatario es restringida cuando se trata de hijos situados bajo la potestad paterna, declarándose nulos los préstamos en dinero hechos a su favor por el Senado-consulto Macedoniano, en el Derecho romano, lo que aparece reforzado en el Derecho castellano del siglo XVI en cuanto al hijo de familia, en general, y al estudiante, en particular. Por el contrario, se admite la capacidad de tomar dinero a préstamo en el apoderado que el comerciante coloca al frente de su comercio («insitor») o en que goza de la misma condición respecto al naviero («exércitor»).

    El mutuo lleva consigo la transmisión de la propiedad de la cosa, en tanto que el comodato, que históricamente recae en bestias, armas, vestidos y vasijas, sólo transmite el uso. La devolución de la cosa debe hacerse en el término fijado, o dentro de los diez días en el caso de mutuo, según Las Partidas, dictándose normas en el siglo XVII sobre el valor de lo devuelto, en base a las alteraciones sufridas en la moneda. En el mutuo, el peligro de la cosa corre a cargo del mutuatario. En el comodato, no se responde por caso fortuito, pero sí, por culpa, que se suele graduar según las clases del mismo. En algún caso, como en el Derecho navarro, se tasa la pérdida del caballo y del rocín.

    Aunque por esencia el préstamo sea gratuito, es frecuente que el dinero sea recompensado en la forma de un tanto por ciento, generalmente, anual, que se conoce con el nombre de «interés» o «usura». La postura frente al préstamo con interés puede ser positiva o de aceptación y negativa o de repudio. La primera se encuentra en los ordenamientos individualistas y en los que se desarrolla una economía dineraría, como ocurre en el Derecho romano, con el nombre de «foenus», si bien es objeto de restricciones, y en el Derecho visigótico, que recibe la herencia romana. También se acepta con bastante amplitud el interés a partir del siglo XVIII, siendo declarado legítimo en 1764, sobre todo, como consecuencia de ser practicado por algunas instituciones de importancia, como los llamados «Cinco Gremios Mayores de Madrid». La actitud negativa la observa la Iglesia a partir del Concilio de Nicea, por no admitir la productividad del dinero, postura que, a través del Derecho canónico, alcanza amplia resonancia en la Alta Edad Media, y llega, incluso, hasta Las Partidas. La postura cambia cuando la escolástica observa que el préstamo de dinero supone un sacrificio para el prestamista, que se ve privado de aquél durante un tiempo. La propia Edad Media conoce el préstamo con interés, muy practicado por los judíos, y que se limita en el Fuero Real, y frecuentemente, con altos tantos por ciento en el comercio marítimo, con el llamado «préstamo a la gruesa», que a semejanza del «foenus nauticum», practicado entre los romanos, es un préstamo aleatorio, cuya devolución se hace depender del buen éxito del viaje marítimo, para cuyas necesidades se presta. Tanto Carlos como Felipe V tasan el interés de los préstamos generales, manteniéndose una gran reserva hasta el cambio indicado de postura en el siglo XVIII. A partir de entonces, sólo se persigue el abuso, el cual es conocido con la denominación de «usura», la misma que en la antigüedad se ha denominado simplemente interés.

  2. ¿CONTRATOS REALES?

    Para el profesor Lacruz Berdejo 7, «la misma entrega, en los contratos ordinarios en que no es parte de la forma necesaria del negocio, produce en el comodato, el mutuo, el depósito y la prenda -como en tantos contratos consensuales- particulares obligaciones. Pues, de igual modo que la entrega de la cosa arrendada es presupuesto para que se pueda pedir la devolución al arrendatario, de igual modo, al comodatario, acreedor pignoraticio, etc. Esta creación, mediante la entrega, no de todas las obligaciones que predispone el contrato, sino de algunas de ellas y, específicamente, de la de restituir, es hoy -al entender del profesor Lacruz Berdejo-, la característica que podría dar lugar a una nueva categoría de contratos funciona/mente reales, es decir, de aquellos cuyo contenido económico se inicia con la entrega de una cosa que, luego ha de ser devuelta. Los contratos seguirían siendo consensuales «quoad constitutionem», pues aun cuando hipotéticamente siempre cabe concebir un sistema que eleve la «datio» a la categoría de forma necesaria, esto no sería acertado en buena política legislativa. Y serían reales en cuanto que en ellos, como en el pago de lo indebido, la entrega determina la obligación de restituir. No cree el profesor Lacruz, con todo, que esta agrupación fuera muy fecunda, a causa de la heterogénea caracterización de la «datio» en los distintos contratos, que no se presta a un tratamiento unitario. Desde un punto de vista estructural, en el mutuo, transmite éste la propiedad; en otros, el uso; en algunos, la simple tenencia. Y analizada en sus finalidades, la «datio» es más frecuentemente una prestación, objeto de una obligación, pero a veces, mera facultad del «tradens», cuyo ejercicio es presupuesto de ulteriores derechos y deberes, sin ser ella misma, cumplimiento de un deber jurídico. El mutuatario, el acreedor pignoraticio, y aun el comodatario, tienen derecho subjetivo a que se les entregue la cosa, pues el contrato se halla constituido en su beneficio, y el beneficio lo retiran específicamente de la tenencia de «res». Mas no así el depositario y evidentemente, ni en el depósito retribuido, en el cual el simple contrato le faculta para reclamar el precio -con ciertas deducciones si no se utilizan sus servicios- pero le confiere acción para pedir que se ponga el objeto bajo su custodia.

    Tan notables diferencias entre negocios que, todos ellos, producen -entre otras- obligación de restituir, demuestra la escasa trascendencia de una nueva clase de contratos más o menos reales, y como la crítica, extensa y pormenorizada, del profesor Jordano, es absolutamente justa al combatir la «communis opinio», y entender que no es admisible -concluye el profesor Lacruz- una resurrección de la categoría romana en el Derecho actual.

    Por su parte, el profesor Jordano Barea8, refiriéndose, concretamente, al comodato y al préstamo, dice que «respecto del comodato, Carresi ha creído descubrir un fundamento particular de la entrega en el carácter esencialmente gratuito de este contrato. En virtud de esta gratuidad, el eventual pacto de comodato, antes de la entrega, originaría apenas un compromiso de pura cortesía, no susceptible -como tal- de coerción jurídica.

    Ahora...

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