Artículo 1.091

AutorCatedrático de Derecho Civil.
Cargo del AutorAntonio Martín Pérez.
  1. LA FUERZA OBLIGATORIA DEL CONTRATO

La formulación inicial que hace el precepto, coincidente -pese a alguna variación que luego ha de considerarse- con la que se recoge en el Código Napoleón y en los italianos de 1865 y 1942, recibe de los autores valoración muy diversa. Como ejemplo, si Ruggiero (1) afirma que «nada expresa mejor la virtud vinculadora de la relación contractual que el parangonar ésta con la ley», reconociendo así una perfecta armonía entre la expresión y el contenido que se supone encierra, para otros autores debe calificarse de «pintoresca» (2) o, al menos, de «un tanto enfática», como opina Betti (3) y conviene Messineo (4).

Planiol también considera criticable la expresión, aunque sea tradicional la comparación del contrato y la ley, y pudiera parecer particularmente exacta la analogía entre ambos a los autores del Code. Y concluye que del artículo 1.134 de éste sólo debe retenerse la idea de la fuerza obligatoria del contrato (5).

En nuestro Derecho, la oportunidad del artículo 1.091 es cuestionada por Scaevola, que considera que incurre en redundancia, puesto que los artículos 1.257 y 1.258, en el capítulo de «Efectos generales de los contratos», «indican con mucha mayor precisión, primeramente, que éstos sólo producen efectos entre las partes que los otorgan y sus herederos y, en segundo lugar, que obligan al cumplimiento de lo expresamente pactado y de todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley» (6). Sin embargo, parece reconocer a continuación un fin específico para la disposición de este artículo, aunque superfluo, «cual es enseñar que así como las obligaciones nacidas de la ley, a que se refiere el artículo 1.090, se rigen por la ley misma, las derivadas de los contratos toman su fuerza en la voluntad manifestada por las partes, a tenor de la cual deben ser cumplidas» (7).

Esta razón parece a Manresa «natural explicación (de) que precepto tan importante y de fecundas aplicaciones, tanto en el orden sustantivo como en el adjetivo, se exprese también en este lugar, ya que el Código procura explicar de qué modo son orígenes de las obligaciones los que como tales enumera» (8). Pero ya advierte de que el artículo tiene sus concordancias en otros que se refieren a los contratos, para añadir más adelante que «el principio general consagrado en el artículo que examinamos viene a repetirse, con relación a los contratos, en el artículo 1.257» (9). Y que el artículo 1.091, por su misma generalidad, «se presenta con frecuencia como fundamento más o menos lejano de las pretensiones de los interesados, siempre que se trata de cualquier materia relacionada con el cumplimiento o incumplimiento de determinadas obligaciones» (10). Y la teoría de las afinidades concluye, para Manresa, con la afirmación de que «este precepto se complementa con el 1.089, ya comentado, y sobre todo con el más concreto todavía, el 1.258, y también el 1.254, en que tiene su base, como declara la sentencia de 14 junio 1965, de modo que todos suelen invocarse, para en su conjunto obtener el fundamento de la fuerza vinculatoria de los contratos. Igualmente guarda relación el precepto ahora estudiado con el 1.255 y el 1.261...» (11).

Ahora bien, cierto que todas las normas citadas integran un marco institucional que encuadra la noción esencial del contrato, y aún de la impronta en él del llamado dogma de la autonomía de la voluntad, pero cada precepto constituye una pieza diferenciada de la construcción, y si participan del mismo fundamento, asume cada uno su propia identidad y función.

  1. El contrato como convención y su eficacia obligatoria

    Al artículo que comentamos le señala Manresa, «en cierto modo como precedente indirecto», la ley única del Título 16 del Ordenamiento de Alcalá, trasladada luego a la 1.a, Título 1.°, Libro X, de la Novísima Recopilación. En su carácter espiritualista encuentra aquel autor, junto al criterio de no atribuir importancia decisiva a las solemnidades, la proclamación enérgica de la fuerza obligatoria de los convenios, cuando establece que «paresciendo que se quiso un ome obligar a otro por promisión, o por algún contrato, o en alguna otra manera, sea tenido de aquellos a quienes se obligó».

    Sin embargo, no parece necesario al entendimiento de nuestro artículo reconocerle filiación tan genérica y que evidentemente es más cierta con respecto a otras normas de nuestro ordenamiento contractual, como las de los artículos 1.254 y 1.258 -entre las que Manresa cita como afines -y de modo especial la del artículo 1.278. A la verdad, el legislador español, como anteriormente el francés y el italiano, renunció a reflejar en un precepto específico la culminación del proceso que asimiló los pactos al contrato, cancelando la distinción del Derecho romano, que, como dice García Goyena, si bien «es considerado justamente como la razón escrita en materia de contratos, se desviaba en este punto de la sencillez y de la equidad, y no ha sido seguido por los Códigos modernos» (12).

    Mucho antes que éstos, continúa, nuestra célebre ley del Ordenamiento tenía consagrada la doctrina y disposición que se recoge en el artículo 1.101 del Código civil francés, la que él mismo lleva al artículo 973 de su Proyecto, y según la cual el contrato es un convenio. Pues nuestro Derecho, como dice Gutiérrez, «se anticipó a todos en la reforma» (13),

    Es curioso, sin embargo, que García Goyena, que considera zanjada la cuestión con la definición citada, no renuncia a añadir al artículo que la contiene la formulación que hace en el siguiente (974 del Proyecto), en términos de que: «Todos los pactos obligan al cumplimiento de lo pactado». Con lo cual enlaza el tema de la eficacia obligatoria con aquel otro de la unificación reconocida de contratos y pactos (14).

  2. La medida de la fuerza y la eficacia

    Pero es otra línea de pensamiento la que conduce a la afirmación del artículo 1.091, que no se encontraba en el Proyecto de 1851, mientras que, al contrario, no recoge nuestro Código aquel texto sobre la obligatoriedad de los pactos que proponía García Goyena. El tema del artículo 1.091 no es ya el de que el solo consentimiento obligue, sino hasta dónde se lleva la fuerza y la eficacia de tal obligación.

    Ya para Roma «se habla en las fuentes de lex privata, como acuerdo entre las partes, en contraposición a la lex publica. Calificar el acuerdo como lex y decir, como hace nuestro Código, que el contrato tiene fuerza de ley, indica la eficacia plenamente vinculante del acuerdo: en sustancia, se quiere decir que el contrato entre las partes tiene la misma eficacia vinculante que la ley tiene ante todos los ciudadanos» (15).

    Es lo que se pone de manifiesto, concluye Biondi, con esta «enfática pero eficaz expresión».

    Tal doctrina pasa al Derecho común. «El ciudadano, el hombre libre -dice Castro- conserva así una parcela de soberanía, que se manifiesta en poder crear Derecho («ita ius esto»). Cuando hace testamento su voluntad es ley («et voluntas illius lex sit»; Nov., 22, c. 2; D., 50, 16, 120), y cuando con otros celebra pactos, él y ellos son los que dan la ley del contrato («pacta dant legem contractibus»; D., 50, 17, 23; D., 16, 31, 6). Principios que, recogidos en nuestro Derecho tradicional como axiomáticos, pasarán al Código civil (art. 1.091) y a la doctrina jurisprudencial» (16).

    1. Exaltación del contrato y sacralización de la ley

      Sin embargo, esta relación tradicionalmente establecida entre contrato y ley ha asumido cuando pasa a los Códigos modernos toda la significación que el movimiento de ideas del siglo XVIII le proporciona. Dentro de él se producirá la exaltación del contrato, pero también -y ello se destaca menos- una cierta sacralización de la ley. En el primer aspecto se tiene al contrato por «el fenómeno jurídico fundamental, que permite explicar todo el sistema jurídico. Las convenciones son «la base de toda autoridad entre los hombres», ha dicho Rousseau. Se pretende explicar por el contrato, o al menos por la voluntad, las diversas instituciones jurídicas» (17). Y siendo la ley sólo la expresión de la voluntad general, cede ante las voluntades particulares -ya que solamente debe suplir la ausencia de voluntad- salvo en aquellos casos en que el orden público entre en juego. Por ello, y como un enunciado de la autonomía de la voluntad en el plano teorético, no duda Weill en acoger el de que el contrato es superior a la ley.

      Siendo esto así, parece que poco vigor podría añadirse al contrato por su asimilación a la ley. Pero no debe olvidarse, sin embargo, que, como dice Cassirer, «el entusiasmo por la fuerza y la dignidad de la ley es lo que caracteriza la ética y la política de Rousseau, y a él le convierte en auténtico predecesor de Kant y Fichte... En este terreno no vacila, pues ya en los primeros esbozos del Contrato social califica a la ley como la más sublime institución humana, como verdadero don del cielo, en cuya virtud el hombre ha aprendido a imitar, en su existencia terrenal, los mandatos inviolables de la divinidad» (18). Si luego Kant va a afirmar que una persona no puede estar sometido a otras leyes que las que se da a sí misma, sea sola, sea con el concurso de las demás (Metafísica del Derecho), tendremos establecida una identidad de fundamentos entre voluntad, contrato y ley, que viene a justificar aquella identidad de fuerza y eficacia que los textos romanos y del Derecho común establecieran.

      Y es con este espíritu que los redactores del Código Napoleón llevan a él la fórmula de Domat: «Establecidas las convenciones, todo lo convenido tiene condición (toma lugar) de ley entre aquellos que las han hecho, y no pueden ser revocadas sino por su consentimiento común o por las otras vías que se explicarán en la Sección VI» (19). Esta es la fórmula que toma expresión en el artículo 1.134 del Código francés: «Las convenciones legalmente formadas tienen fuerza (tiennen lieu) de ley entre aquellos que las han hecho. No pueden ser revocadas...

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