Artículo 1.088

AutorCatedrático de Derecho Civil.
Cargo del AutorAntonio Martín Pérez.
  1. LA OBLIGACIÓN

    1. La palabra obligación y sus significaciones

      El término obligación -dice Pothier (1)- tiene dos significaciones. Según una significación extendida lato sensu, es sinónimo del término deber y comprende tanto las obligaciones imperfectas como las obligaciones perfectas.

      Se llaman obligaciones imperfectas aquellas de que sólo a Dios hemos de dar cuenta y no otorgan derecho a otro para exigir su cumplimiento... Pero el término obligación, en un sentido más propio y menos extenso, comprende sólo las obligaciones perfectas, llamadas también compromisos personales, que otorgan a aquel con quien se contraen el derecho de exigir su cumplimiento y es sobre esta clase de obligaciones que versa este tratado.

      La palabra obligación, por tanto, no es de pura significación jurídica. Por su radicación en el concepto de deber corresponde al ámbito de la conducta humana, y sólo una parte de ésta, como dice Hernández Gil (2), resulta acotada por el Derecho, pues hay obligaciones morales y sociales que no tienen ingreso en la ordenación jurídica.

      Ahora bien, indica felizmente el mismo autor, «el que haya obligaciones morales y sociales desprovistas de trascendencia jurídica no quiere decir que las obligaciones jurídicas carezcan siempre de significado moral y social. No son éstas, las jurídicas, otras obligaciones totalmente separadas y autóctonas, indiferentes moral y socialmente. El orden jurídico no es rigurosamente autónomo; mantiene una comunicación con el orden social y con el orden moral; y si no la mantuviese quedaría reducido a un formalismo desprovisto de significación jurídica. Esto no quiere decir que toda obligación jurídicamente establecida sea la literal versión de una regla social o de una regla moral.

      Pero sí que el Derecho, en su conjunto, estructura la realidad social de la convivencia al servicio de fines éticamente valiosos» (3).

      Así, pues, la significación jurídica de la obligación supone una delimitación con respecto a la significación moral, de la cual, sin embargo, no se aleja.

      Entre ambas significaciones predomina lo que les es común sobre lo que les sea diferencial. Ripert, en su clásica obra (4), expone que «no hay en realidad entre la regla moral y la regla jurídica ninguna diferencia de territorio, de naturaleza o de fin; y no puede haberla porque el Derecho debe realizar la justicia, y la idea de lo justo es una idea moral». En concreto, «si se quiere esclarecer la teoría de la obligación, es preciso comenzar por apoyarla en los principios de la moral» (5). Y no se piense que tal concepción alcanzó su mayor vigencia en tiempos lejanos, y que la evolución histórica la ha debilitado. Por el contrario, como dice Mazeaud (6), «es sólo en el siglo XVII cuando Domat hará penetrar en el Derecho el espíritu y las reglas esenciales de la moral cristiana; su obra, Las leyes civiles en su orden natural, tuvo entre los juristas que le siguieron, y entre ellos Pothier, una influencia y ascendiente considerables». Y si bien posteriormente pasaron tales ideas morales al segundo rango en las preocupaciones del legislador, al consagrar éste preferentemente el dogma de la autonomía de la voluntad, con sus posibles excesos, «los Tribunales han intervenido entonces, esforzándose en asegurar más moralidad en las relaciones entre los individuos» (7). De este modo, «la regla moral así consagrada por el Juez se convierte en regla jurídica» (8).

      Pero ciñéndonos a la significación jurídica de la obligación a que el artículo que comentamos se refiere, parece hayamos de tener en cuenta, en primer lugar, los diferentes sentidos en que la ley civil fundamental utiliza el término. Y siguiendo este camino, como dice Díez-Picazo, «lo primero que sorprende es la interna multivocidad de la expresión lingüística "obligación". La palabra "obligación" aparece empleada en diferentes sentidos que, aunque similares, no son siempre coincidentes» (9).

      Limitándonos a las diferenciaciones bien marcadas, se ofrece en primer lugar la acepción de la obligación como deber jurídico, en concordancia con lo hasta ahora expuesto y en un sentido amplio que comprende supuestos ajenos a los regulados en el Libro de las Obligaciones y Contratos; así, entre ellos, las obligaciones de diversas características a que se refieren los artículos 58, 293 o 616 del Código civil.

      Pero por otra acepción que el Código recoge, «la palabra obligación designa de una manera indiferenciada tanto la situación existente entre las personas como el acto que la crea u origina, especialmente en aquellos casos en que este acto es un contrato. En nuestro Código civil se habla así del «tenor de la obligación» (art. 1.101), de la diligencia expresada en la obligación (art. 1.104) o del plazo o término señalado o designado en la obligación (arts. 1.127 y 1.128)» (10).

      Finalmente, «en Derecho comercial se llama obligación al título, instrumentum, que constata ciertos préstamos de dinero: las sociedades emiten "obligaciones" cuando contratan un empréstito al público» (11). Así se refiere a la obligación el artículo 176 del Código de comercio.

      Ahora bien, es evidente que las dos últimas acepciones lo son por extensión de la primera y propia; derivaciones hacia el acto o instrumento por el que se crea o en el que se fija el deber jurídico en que la obligación consiste. Y hacia esta significación primaria apuntan tanto el predominante uso jurídico y social como la misma etimología de la palabra, «que da idea de un vínculo que limita la actividad humana y la dirige en un sentido determinado (12). Y así, puede considerarse doctrina admitida el que -como lo expresa Hernández Gil- «la obligación aparece inserta en la categoría jurídica, técnicamente más amplia, del deber jurídico» (13).

    2. Deber jurídico y obligación

      A pesar de lo expuesto, a veces se ha dudado de que la obligación pertenezca a la categoría del deber jurídico (14).

      Esto ocurre, en primer lugar, para aquellas doctrinas que, en general, no reconocen deberes jurídicos a cargo de los ciudadanos, ya que las normas no se estiman dirigidas a éstos, sino a los órganos del Estado que están encargados de hacerlas respetar y de sancionar a los sujetos que las infrinjan. Ante esta negación general del deber jurídico privado, no cabe que la obligación sea considerada como tal (15).

      Pero por razones más específicas niegan otros autores a la obligación la naturaleza de deber. Así, con extensa argumentación, Brunetti (16), quien parte también de una distinción en cuanto a la imperatividad de las normas, las que pueden ser absolutas o meramente finalistas. Las primeras son las que verdaderamente limitan la actividad del sujeto, al que se impone una pena en caso de su voluntaria transgresión, puesto que representan para el obligado un deber jurídico absoluto.

      En cambio, en el caso de las simples reglas finales no se impone al sujeto por modo absoluto un comportamiento determinado, sino que se indica por la ley un camino para obtener un cierto efecto jurídico (17). Ello sentado, y como dice Polacco, «el cumplir las obligaciones contraídas no es para el deudor un deber jurídico, que sería un deber coactivo, sino un deber libre, porque él tiene la libertad de elegir entre cumplir la prestación o dejar que el acreedor se satisfaga sobre los bienes» (18).

      Doctrina ésta equivocada, estima Polacco, y a la que ya Sohm había proporcionado fundamento al afirmar que en la obligación sólo aparece un derecho a obtener una acción libre del obligado, de modo que lejos de constituir una restricción de la libertad del deudor, más bien representa el reconocimiento de ésta, como directa expresión que es de la soberanía individual y del pie de perfecta igualdad en que una personalidad se encuentra frente a otra en el terreno del Derecho privado (19). Y por consecuencia de esta incoercibilidad de la acción libre del obligado puede afirmarse, en concreto, que «si la esencia del derecho real es potencia, la esencia del derecho de crédito es impotencia» (20).

      No es el momento de atender a la relación entre los conceptos de libertad y obligación, lo que se hará en otro lugar. Se trata sólo ahora de decidir si aquella elección posible de comportamiento que Brunetti señala, excluye la idea de que el deudor esté afectado por un deber. Tal decisión está condicionada a la idea que sobre el deber jurídico en general se tenga, pero es lo cierto que tal deber general, recayente en el comportamiento humano, siempre ha de implicar un factor de elección en la conducta, y de obediencia o incumplimiento de las reglas jurídicas, tanto frente a las que Brunetti considera absolutas como ante las que se le aparecen como meramente finales o finalistas.

      Y ante este posible incumplimiento, tan impotente se encuentra el titular real como el que ha de obtener de su deudor la conducta pactada. «Si se quiere llamar impotencia la del acreedor porque no puede de otro modo que con la potestad del Estado provocar los medios de satisfacción a que el deudor se muestra renuente, también se habrá de llamar impotencia, por el mismo motivo, a la del propietario que para recuperar su cosa debe esgrimir en juicio la rei vindicatio, contra el poseedor igualmente renuente a la espontánea restitución» (21).

      Por otra parte, de la argumentación de Giorgiani contra la tesis diferenciadora entre un verdadero deber jurídico y el llamado deber libre (obligación), me parecen destacables los siguientes puntos:

    3. No puede constituirse en real criterio de distinción entre uno y otro el que la sanción respecto al primero sea una pena, y frente al segundo, una sanción de otra naturaleza. Ello bastaría para una diferencia de valoración, pero parece excesivo que conduzca a la exclusión de una amplia gama de deberes.

    4. El resarcimiento por la obligación incumplida es también una pena para el deudor. Y además, no es solamente el resarcimiento del daño la consecuencia del incumplimiento, sino que junto a aquél existen otras sanciones, como, por ejemplo, la resolución del contrato, «que...

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