Apuntes sobre las garantías del proceso penal en las Cortes de Cádiz

AutorMiguel Pino Abad
Páginas409-436

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Ver nota 1

I Planteamiento de la cuestión

Es bien sabido que, a comienzos del siglo XIX, la legislación penal española estaba inserta en la Novísima Recopilación y, supletoriamente, en las Partidas. Ambos cuerpos legales se encontraban constituidos por normas provenientes de la Edad Media y por leyes más modernas cronológicamente, aunque singularizadas por una desproporcionada severidad. Por entonces, en otros países de nuestro entorno comenzaba a aplicarse un Derecho penal considerado más humanitario y que representaba una completa ruptura con la legislación criminal anterior2. Tal y como ha puesto de relieve Alejandre García, se hacía necesario que «la razón del hombre se impusiera a la razón de Estado, sustituyendo los argumentos de contenido teológico a favor del poder represor por consideraciones más humanitarias que condujesen no sólo a un nuevo Derecho derivado del pacto social, sino también a un nuevo aparato institucional y procesal más racional, del que estuviesen ausentes los vicios anteriores, tolerados o fomenta-

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dos por el poder»3. No era concebible, por lo tanto, que en un pueblo como el español se siguiesen aplicando sanciones tan desfasadas con la nueva realidad del momento.

Como muestra de lo que decimos podemos traer a colación alguna de las más importantes refleXIones sobre este particular, cuya paternidad correspondió a uno de los insignes juristas de esa centuria, Joaquín Francisco Pacheco, quien venía a calificar a la legislación penal vigente con anterioridad a la promulgación de los códigos como «una normativa en la que nada era digno de respeto, nada era digno de conservación, ninguna parte se podía reservar para la regla de la sociedad futura. Toda, toda entera, se necesitaba trastornarla. El carro de la destrucción y de la reforma debía pasar sobre el edificio ruinoso porque no había en él apenas un arco, apenas una columna, que pudiera ni debiera conservarse»4.

Ya desde fines del Setecientos se alzaron voces que reivindicaban la ineludible necesidad de desarrollar un replanteamiento global de la economía, la organización social, de las formas de convivencia y, en general, de las diversas facetas de la vida del hombre. En ese contexto se acometió, entre otras, la difícil misión de redefinir sobre nuevos parámetros el sistema judicial y penológico5.

En la imposición de la pena, no sólo debía tenerse presente el interés de la sociedad, sino también el del propio delincuente, castigándolo de modo que su honor, dignidad y cualidad fuesen respetados. La onda de esos cambios repercutió en España, lo que provocó que algunos de los más ilustres ministros de Carlos III, como el marqués de Ensenada, Floridablanca, Campomanes, Jove-llanos y otros pretendieran transformar la obsoleta legislación civil y criminal6.

El movimiento de reforma principiado por Beccaria fue conocido en nuestro país y su libro Dei delitti e delle pene (1764), traducido al castellano, influyó en la ideología de un nutrido grupo de españoles ilustrados. Los principios fundamentales de su obra centraron su punto de mira en los abusos e injusticias del Derecho penal del siglo XVIII. El autor italiano defendía, entre otros, la legalidad, con el fin de acabar con el poder judicial arbitrario; el proceso acusatorio; la igualdad de nobles, burgueses y plebeyos; la moderación de las penas y la proporcionalidad entre delitos y penas7.

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Sin embargo, también hubo un importante número de defensores del Derecho penal por entonces vigente que no dudaron en atacar duramente a Beccaria y a quienes le secundaban. Entre ambas tendencias, la Monarquía optó por no cambiar nada y, por ende, cualquier intento de reforma estuvo llamado al fracaso antes de que comenzara el período liberal8.

No es de extrañar este desenlace si se tiene presente que la Ilustración fue identificada por muchos con lo extranjero, antiespañol y antirreligioso. Para un grupo social importante, la Ilustración se había convertido en una secta perversa, con sus orígenes en Caín o en Judas, y con el único programa de destruir la religión y subvertir «el orden sacrosanto social con los señuelos de libertad, igualdad, oposición a la tortura y con tantas novedades más, odiosas por nuevas»9. A todo ello, habría que agregar la continua persecución del pensamiento ilustrado a cargo de la Inquisición, que tachaba de peligrosos o heréticos muchos libros donde se contenían sus ideales10, y el estallido de la Revolución francesa en 1789, que supuso un evidente freno a la materialización de todas las reformas procesales y penales diseñadas en España11.

Tampoco hay que olvidar que los mismos ilustrados se marcaron en el plano jurídico un objetivo muy difícil de alcanzar: el establecimiento de un derecho distinto que sirviese a una sociedad nueva y más equitativa. Un derecho que acabase con injustas soluciones enraizadas a lo largo de muchos siglos. Por todo ello, y pese a su fracaso, se allanó el terreno a la actuación de los liberales, por lo que éstos no se vieron conminados a improvisar nada. Les bastó con recoger las propuestas de sus predecesores. Sobre este particular, tal y como puso de manifiesto González Alonso «el liberalismo lo único que hizo fue enlazar con el humanitarismo ilustrado y hacer suyas las tesis construidas por los reformistas del siglo anterior en materia penal»12.

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Para alcanzar esa meta, había previamente que romper con el régimen anterior mediante la promulgación de un texto constitucional de marcado carácter liberal. Como es sabido, por decreto de 24 de septiembre de 1810, las Cortes se declararon Generales y Extraordinarias, esto es constituyentes, asumiendo la soberanía nacional, en cuanto representantes de la nación española, estableciendo el principio de división de poderes y eXIgiendo al Consejo de Regencia el juramento de acatar los decretos, las leyes y la futura Constitución13.

Ya un año antes había acontecido un hecho de suma relevancia. Nos referimos a la creación de una Junta de Legislación, por orden de la Comisión de Cortes, con el objetivo de que se examinasen y expusiesen todas las reformas que la Junta estimase convenientes en las distintas ramas de la legislación española. Desde su primera reunión, celebrada el 4 de octubre de 1809, se propuso como uno de sus objetivos prioritarios la reforma de la legislación penal y de los procesos criminales. En materia de penas, la Junta señalaba la eXIstencia en aquellos momentos de sanciones anticuadas «poco conformes al estado de las costumbres», para asumir, a continuación, el compromiso de proponer a la Comisión de Cortes las penas que entendía conveniente abolir y cuales moderar o cambiar14.

Urgía, por ende, implantar unos nuevos principios procesales que permitieran que la aplicación de los castigos no quedara en manos de la arbitrariedad15, aunque, como se puso de manifiesto en esa misma centuria, ello no conllevó un cambio radical con la tradición histórica16.

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La ideología liberal ansiaba que cristalizase cuanto antes el individualismo, cuya principal expresión radicaba en la defensa de una forma de gobierno que ineludiblemente debería reconocer la garantía de los derechos del ciudadano.

En el terreno que nos interesa en las presentes líneas, eso debía traducirse en el total amparo de la seguridad personal, concebida ya desde su aparición como el derecho a no ser detenido ni preso, sino con arreglo a lo preceptuado estrictamente en las leyes o, dicho de otra forma, como una garantía contra la privación de libertad dictada arbitrariamente por el poder público. Se fijó para ello la atención en tres objetivos básicos: regulación de delitos y penas; desaparición de las detenciones arbitrarias y reforma carcelaria y, finalmente, elaboración de un completo sistema de garantías procesales. De éstos, durante el período gaditano, sólo se lograron las garantías personales y procesales, quedando para una fase ulterior la promulgación de un Código penal, que recogiese los tipos delictivos y su correspondiente sanción.

Asimismo, conviene subrayar que para los diputados participantes en aquellas Cortes cualquier medida tendente a arbitrar un sistema de garantías personales tenía inexorablemente que estar precedida por una profunda reforma judicial y del procedimiento criminal. Y, de hecho, todas las disposiciones dictadas al respecto antes de la promulgación de la Constitución regulan la seguridad personal vinculada a estos aspectos17.

Dicho esto, resulta preciso, al objeto de que nuestra exposición resulte lo más diáfana posible, separar la cuestión de las garantías procesales en el período gaditano en tres fases, que, como veremos a continuación, estuvieron íntimamente enlazadas entre sí: la fase preconstitucional, la Constitución y la normativa redactada durante la primera vigencia del texto constitucional.

II Las Garantías Procesales antes de la Constitución de 1812

Dentro de este período anterior a la promulgación de la Constitución, conviene centrar nuestra atención en dos normas fundamentales, ambas de 1811: el decreto de abolición de la tortura y, sobre todo, un proyecto sobre causas criminales, que, aunque no llegó a ver la luz, incidió de forma notable en el articulado constitucional.

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