Aproximación a la figura del depósito

AutorFlorencio Ozcáriz Marco
Cargo del AutorDoctor en Derecho
  1. EL DEPÓSITO: ACTO Y CONTRATO

    Nos parece evidente que la necesidad de dar a alguien algo en depósito nace como fenómeno consiguiente al reconocimiento del derecho a poseer. Suponemos que de modo paralelo a la aparición de «lo mío» y «lo tuyo» y, mejor, «lo que yo tengo» y «lo que tú tienes», a la vez que la permuta, tuvo que darse el «toma mi cosa, guárdamela hasta que yo te la reclame».

    Pero también, paralelamente a ese fenómeno contractual, que evidentemente está concebido para la guarda de la cosa en tanto en cuanto esta guarda y la integridad de ella interesan a un individuo concreto que la posee, se recibe por el Code francés (y a través del mismo por nuestro vigente Código civil, aunque no pasando por el Proyecto de García Goyena que no lo recoge) la necesidad de guarda de la cosa en tanto en cuanto de ello depende la eficacia de una acción judicial, concediéndole la tutela jurídica adecuada. La misma, contradictoria o no, interesa en principio no a su poseedor sino, al contrario, a aquel no poseedor para el que la eficacia en el cobro de su crédito depende de la subsistencia de la cosa en todo su ser (160).

    Estos dos intereses tan dispares en cuanto a sus respectivos titulares (decíamos que uno se predica del poseedor y el otro del no poseedor pero que es titular de un crédito frente al propietario de la cosa o titular del derecho real sobre la misma) son diferentes también en la manera en que reciben protección jurídica; pues mientras uno es objeto de un tipo contractual (el interés del poseedor para que alguien posea la cosa guardándola para él y por él durante determinado tiempo), el otro (el interés del no poseedor que pretende la subsistencia de la cosa como medio de garantizarse el cobro de su crédito con cargo a la misma) tiene lugar, como señala el artículo 1785 C.c. «cuando se decreta el embargo o aseguramiento de bienes litigiosos» (161).

    Pues bien, no obstante lo dicho, y como quiera que el interés de uno y otro pueda ser en alguna manera coincidente, optó el legislador español decimonónico por regular ambos institutos aseguratorios -el contrato de depósito y el depósito judicial- en un mismo título (el XI) del libro cuarto del Código civil, esto es, en sede de regulación de los distintos tipos contractuales (162).

    La acumulación señalada se produce con una disposición común a ambos depósitos (163) que, recogida en el artículo 1758 C.c. (164), indica, a la par que el momento a partir del cual se constituye el depósito (165) las obligaciones de guardar y de restituir.

    A ambos supuestos de depósito se refiere, con pretensión de englobarlos, el artículo 1758 C.c. «el cual contempla el depósito como una situación posesoria de una persona, el depositario, en relación a una cosa, haciendo abstracción de su fuente contractual o no»(166). Dado que no tiene sentido alguno un depósito judicial consensual, pensamos que, mientras se regulen juntos ambos depósitos, no cabe concebir un depósito consensual («se constituye ... desde que...», artículo 1758 C.c. ), salvo por vía de los contratos innominados.

    También es evidente que en ambos depósitos las obligaciones son las mismas (ex artículo 1758 C.c. ) pero, en depósitos de origen tan diverso -a veces de objeto tan distinto (167) y con acreedores al comportamiento del depositario tan diferentes como pueden ser el cocontratante llamado depositante o los individuos acreedores que pretenden por medio de un amparo judicial lograr el aseguramiento de determinado bien- es seguro que el contenido de ese común guardar y restituir del artículo 1758 C.c. no va a tener el mismo alcance.

    El bien jurídico que se protege con el secuestro o embargo judicial de una cosa es el mismo en todos y cada uno de los miles de embargos que anualmente se producen en nuestros juzgados, y consiguientemente ha de ser idéntico el comportamiento del depositario, a saber: cuidar de que la cosa embargada no desaparezca y que, en tanto en cuanto por el depositario le sean prestadas las atenciones que la naturaleza de la misma exija, no se produzca su destrucción o extinción, y en la medida de lo posible, su deterioro. Y a nada más está obligado el depositario judicial o secuestratario.

    Sin embargo el depósito de origen contractual (168) cuenta con un plus añadido a esas normas uniformes de origen legislativo con que contaba el comportamiento del secuestratario, consistente en la voluntad del depositante. Esta es la misma en todo contrato de depósito -que se le guarde lo que entrega- (169), pero se produce de modo diferente en cada uno de ellos, en cuanto que, canalizada a través de las normas imperativas que regulan el tipo del depósito, van a marcar una forma de hacer singular y distinta en cada caso de depósito contractual.

    Tampoco va a contar mucho en el tipo de depósito denominado «secuestro judicial» (como tampoco contará, por parecidos motivos, en el caso del secuestro convencional del artículo 1763 C.c. en su segundo párrafo) la voluntad sobrevenida del depositario, ya que éste va a tener siempre la posibilidad de solicitar instrucciones al juez ante los nuevos acontecimientos que se puedan producir; tal circunstancia no se dará posiblemente en el caso del depósito contractual en el que quizá no se va a poder consultar con el depositante ausente o ilocalizable.

    Por otro lado, el juez ha de ser uniforme en sus instrucciones, que no pueden atender a ninguna manera subjetiva de entender la guarda de la cosa que no sea su no desaparición por hurto, pérdida o destrucción. En esto se diferencian el papel del juez del del deponente, pues éste, según el caso o sus circunstancias personales de ese momento, dará una u otra instrucción, posiblemente diferente de la que en un caso similar esté dando otro depositante a otro depositario, aunque tan legítima, ciertamente, como aquella (170).

    Así pues, nos interesa apuntar desde un principio que el objeto de nuestro trabajo se ciñe exclusivamente al comportamiento del depositario en aquel depósito que resulte nacido de la convención, el contrato de depósito o, como lo denomina el Código civil, el depósito propiamente dicho o depósito constituido extrajudicialmente. Ello, como se ha dicho, por razón de que en el contrato de depósito, a la hora de perfilar cuál ha de ser el quehacer del depositario en la guarda de la cosa depositada, interviene un elemento de la máxima trascendencia, cual es el depositante, figura que falta en los depósitos de génesis extracontractual, además de darse una autonomía mucho mayor a la voluntad del depositario ante la producción de determinados eventos.

    Si sabemos determinar con precisión el quehacer del depositario en el contrato de depósito, habremos puesto los medios para conocer ese comportamiento -mucho más sencillo de fijar- cuando no interviene esa voluntad del deponente y tiene mucho menos juego el libre albedrío del depositario.

  2. CONFIGURACIÓN DEL CONTRATO DE DEPÓSITO

    Una vez ubicado el contrato de depósito dentro del universo contractual, es el momento de tratar de dar con sus señas de identidad como paso previo y necesario para poder formular correctamente la teoría acerca de la obligación de guarda del depositario.

    A este cometido nos vamos a dedicar, en un intento de sentar una serie de notas características de que dota la ley a este contrato y que consideramos premisas necesarias para un correcto encuadramiento de nuestra tesis.

    Por ello se hace necesario advertir ya desde ahora que no vamos a tratar de desarrollar en este primer capítulo lo que sería una completa exposición sistemática sobre el contrato de depósito, que atienda todos y cada uno de los aspectos de la figura. Unicamente estudiaremos aquellos que consideramos estrictamente necesarios para poder sentar las bases contractuales en las que ubicar el contenido de la prestación de la guarda por el depositario.

    Claro está que en una buena sistemática, antes de abordar esos aspectos, debemos centrar nuestro esfuerzo en profundizar en el propio instituto, para conocer su naturaleza, no tanto por lo que le diferencia de otros contratos cuanto por lo que le identifica como tipo contractual con sus propias señas.

    2.1. Origen histórico de la figura

    La aproximación a la naturaleza de este contrato demanda una breve referencia al Derecho romano, pues en él -si bien con todas las salvedades de la propia evolución experimentada en el mismo- se apuntan los elementos configuradores del contrato, que serán recibidos luego en su casi integridad por los diferentes sistemas jurídicos de nuestros días.

    El depósito, como instrumento que responde a necesidades socialmente sentidas, tuvo que darse en los albores de la historia de la humanidad parejo al reconocimiento de un derecho personal sobre algunas cosas muebles con valor económico.

    Pero es en Roma, durante la última época clásica, en donde el depósito, como tantos otros institutos jurídicos que han llegado hasta nuestros días, es conformado como contrato singular, dotado de unas características particulares que le dan identidad propia(171).

    El depósito nace en Roma como contrato, atendiendo a las necesidades que tiene un determinado grupo social que está organizado de una concreta manera, en un momento histórico cierto. Por eso debemos procurar imbuirnos en lo que era Roma, el mundo romano y más concretamente la sociedad romana, en que se produce el depósito como contrato, para tratar de encontrar en ellas las claves que nos permitan explicar el porqué a aquel concreto problema se le dio aquella determinada solución. Ello nos ayudará a comprender el sentido que en nuestros modernos Derecho y sociedad han de tener los perfiles de esta figura jurídica heredados del Derecho romano.

    Las claves para comprender el depositum romano son la fides y la amicitia (172). Aquélla se define en la antigüedad como ser de palabra, tener palabra. La fidelidad, de la que los romanos se vanagloriaban, es la sujeción a la palabra dada, el sentirse ligado a la propia declaración (173).

    Dice Schultz que «ser fiel es no...

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