La aparición de Rusia como nuevo actor global

AutorJosé Ángel López Jiménez
Páginas17-31

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A modo de introducción

Rusia ha estado muy condicionada en su evolución histórica por las características geográficas que le han acompañado. Sin alcanzar el hobbesianismo de algunos autores,1 ni tampoco un determinismo exacerbado, es cierto que la caracterización de Rusia como puente entre continentes y, por tanto, permanente tierra de paso de pueblos, imperios y ejércitos ha convertido a este pueblo -desde la Rus de Kiev- en invasor o invadido: mongoles o tártaros, en función de la política defensiva o de expansión.

En el siglo XV ya tenía unos límites territoriales superiores a los que en la actualidad delimitan a la Federación Rusa. La denominación Rus alcanzaba tanto al pueblo como a la organización política, ya que Rusia -Rossíya- aparecería con posterioridad.

La expansión territorial desde el siglo XVI:

“Vendría a determinar a partir de ese momento y de forma decisiva la historia de Rusia en todos sus aspectos. La existencia de amplios espacios como factor estimulante para la expansión es un fenómeno que marca una pauta importante en el estudio de la nueva historia social rusa. La rápida expansión del reino contribuyó precisamente, y de forma considerable, a que las tareas estatales eclipsaran el producto social, y a que el gobierno estableciera posteriormente los medios necesarios para el desarrollo interior de las fuerzas económicas y culturales”.2 Una elocuente caracterización de Rusia como un país que se colonizaba a sí mismo -en frase afortunada del historiador Kliuchevskii- nos remite a una imagen

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de la historia de Rusia como la de una permanente colonización lo que, en la tesis mantenida por el ilustre Geoffrey Hosking, hizo de Rusia antes un imperio que una nación. Este aspecto explicaría, en buena medida, la permanente búsqueda de la identidad nacional rusa como consecuencia directa de un despliegue imperial continuado que no permitió a Rusia realizar un proceso de construcción nacional imprescindible.3 Otros autores, como Vera Tolz, insisten en la importancia del poder autocrático que ha presidido su desarrollo histórico y la diferencia entre el centro y la periferia imperial, que ha limitado los valores compartidos -más allá de la identidad cultural y étnica- en el conjunto político y que, con la experiencia soviética, diluyó la identidad rusa en favor de la estrictamente soviética.4 Desde las explicaciones históricas que nos remiten a que las causas de la “pulsión imperial” de Rusia” y a la expansión permanente motivada por las dificultades geográficas de las vastas zonas boscosas del norte, que impedían su habitabilidad,5 hasta el debate durante el siglo XIX entre las posiciones de eslavófilos y occidentalistas en torno al modelo de construcción nacional, Rusia acabó -a finales de 1991- poniendo sobre el tapete, con carácter de urgencia y de manera bastante precipitada, la cuestión de la identidad nacional.6 Una constante en el desarrollo de la política exterior rusa desde los tiempos de Pedro el Grande ha sido mirar hacia Europa con una mezcla de esperanza y aversión -al menos desde las élites-. Sin embargo desde Occidente ha habido una línea, más o menos constante, de rechazo del carácter genuinamente europeo de Rusia.7 La europeización a marchas forzadas de Rusia durante los reinados de Pedro y Catalina -en el siglo XVIII- se tradujo en dos ámbitos fundamentales: el cultural y el territorial. Un segundo elemento, la ampliación del Imperio en litigios con el Imperio Otomano, nos ofrece dos ejemplos muy significativos: la fundación en el mar Negro -en Crimea- de los puertos de Sebastopol (1784) y Odessa (1795) por parte de Catalina la Grande.8 El siglo XIX en Rusia adquirió, desde el prisma de su política exterior y su inserción continental, una suerte de evolución pendular, con una primera mitad de repliegue y de antiliberalismo -con la excepción de movimientos como el decembrista en 1825- y una segunda mitad más aperturista hacia las potencias occidentales, especialmente con la llegada de las ideologías abiertamente contrarias al zarismo que

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radicalizaron su oposición al mismo durante las dos últimas décadas del siglo.9 Con Alejandro I, no obstante, se opuso a las tropas de Napoleón en coalición con otras potencias occidentales. Sin embargo, incluso en situaciones de alianza o coalición con las potencias occidentales -como la Entente Cordial, con Francia e Inglaterra en 1904-, la consideración que mostraban hacia Rusia no era la de un socio igualitario.

El desdén y la indiferencia hacia Rusia por parte de las potencias occidentales fue una constante durante siglos. Incluso en el siglo XIX, durante la eclosión de los grandes de la literatura rusa, la cultura de este país fue ignorada profundamente. Mientras en Rusia las élites políticas y sociales utilizaban el francés, el ruso ha sido ignorado sistemáticamente por las élites intelectuales occidentales. Esta visión tan negativa del vecino oriental fomentó una imagen poco europea del Imperio ruso, y buena parte del continente europeo vivió de espaldas a su realidad. Esta imagen tan arraigada pervive cuando se insiste en la ausencia de valores compartidos y en la existencia de la “especificidad rusa”.

El derrocamiento del régimen y su sustitución por el comunismo alejó definitivamente a Rusia de su aproximación pendular a Occidente, liquidando el debate decimonónico entre occidentalistas y eslavófilos en la búsqueda de la identidad nacional genuina de Rusia. Además, la creación de una superestructura soviética sobre el marco de la amalgama de identidades étnico-nacionales en el imperio soviético aparcaba la búsqueda del discurso identitario nacional de Rusia. El mito aglutinador fundamental del sovietismo, como superación de todas las identidades nacionales del Estado multiétnico lo representó la Gran Guerra Patriótica.10 La desaparición de la Unión Soviética, producto en buena medida de la explosión de los nacionalismos soterrados durante décadas, hará aflorar la cuestión de la recuperación de las diversas identidades nacionales y, en muchos casos, la colisión entre las mismas y su derivada territorial en los diferentes proyectos de construcción nacional y de las estatalidades independientes en cada república. Así, por ejemplo, sucede con los ejemplos ruso y ucraniano -entre otros-.11 La reconstrucción del discurso identitario ruso entre las nuevas élites políticas y en los nuevos partidos nacionalistas surgidos en el contexto de reformas democráticas y de un incipiente Estado de derecho va a influir de manera muy notoria en la relación entre principios e intereses -y su jerarquía o prevalencia- en la orientación de la política exterior de la Rusia independiente. Además de condicionar la relación con los Estados vecinos y con el resto de Europa.12

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Las fronteras que se hundieron en 1991 no eran las que se habían creado con la revolución bolchevique, sino las construidas por el Imperio ruso en un proceso que abarcó varios siglos. En el caso de Rusia, el nuevo Estado:

“No se había convertido en un etno-Estado, como la mayoría de las demás ex-repúblicas soviéticas. En la presentación de Putin de 2000, los clérigos ortodoxos rusos estaban sentados entre el público, junto a rabinos e imanes, un acuerdo que, de alguna manera, conservaba las tradiciones tanto del Imperio ruso como las de la Unión Soviética. Aunque el Cáucaso siguiera planteando un problema, la terminología oficial incluyó a todos los ciudadanos rusos en rossiane -a grandes rasgos, pueblo de Rusia- no solo russkie -rusos, en el sentido étnico- algo imposible de traducir pero altamente significativo como intento de ser inclusiva”.13

La política exterior de Rusia durante el mandato de Eltsin

El análisis de la política exterior de un Estado necesita -indefectiblemente- entender las diversas corrientes o escuelas de pensamiento que, en el contexto del mismo, encuadran y desarrollan los diferentes discursos en función de los objetivos que se pretenden alcanzar, e interpretan las herramientas utilizadas para la consecución de los mismos. Así, por ejemplo, en el modelo de Rusia, la adaptación a un cambio tan significativo como fue la desaparición de la Unión Soviética inundó el mundo de las escuelas y corrientes analíticas en materia de política exterior: los euroasiáticos, los occidentalistas/ atlantistas, los realistas, la corriente geopolítica, el institucionalismo, los idealistas/liberales, los socialdemócratas, los ultraderechistas -radicales de derechas-, los post-positi-vistas, el globalismo, y los derzhavniki.14 Una interesante aportación al estudio de la evolución de la política exterior de Rusia y su relación con Occidente desde los tiempos zaristas insiste en el uso metodológico del contexto significativo, no solo de las relaciones causa-efecto que -en palabras de Robert Legvold- convierte a los estudiosos en “especialistas de sombras”. Siguiendo esta línea metodológica, Andrei Tsygankov introdujo el paradigma del honor, como una constante en el despliegue de la política exterior rusa durante su historia. Enten-dido como:

“Honor está asociado a la firmeza para preservar, por sí mismo, su dignidad y sus compromisos asumidos en una comunidad social relevante”.15 Seguiría un esquema de actuación según el cual las condiciones locales y las influencias internacionales condicionan la visión dominante del honor nacional, apo-

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yado por una base que lo transforma en la visión estatal del honor nacional y, por último, en la articulación de la política exterior. El discurso ideológico realista, sin la aplicación del constructivismo social tiene a minusvalorar el papel cultural en la configuración de las coordenadas de la política exterior de Rusia, creando malos entendidos y una falta de eficacia preventiva sobre los movimientos y las acciones futuras del Estado, incidiendo únicamente en factores como los...

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