Medidas anticrisis de austeridad y reforma implícita de la constitución: una lectura desde los estándares internacionales de interpretación constitucional de los derechos fundamentales

AutorMireia Llobera Vila
CargoProfesora Ayudante Doctor. Departamento de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia
Páginas111-134

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“Mañana aprobamos la reforma laboral”, le dijo el Ministro de Guindos al comisario europeo de Economía, Olli Rehn, durante la reunión del Eurogrupo en Bruselas. “La verás: será extremadamente, extremadamente agresiva”, aseguró el ministro. Introducirá “flexibilidad en la negociación de los convenios colectivos” y “reducirá la indemnización por despido”, avanzó. El comisario Rehn, que lleva meses pidiendo la reforma, respondió con un elocuente “¡genial!”. Horas después del comentario, fuentes de Economía quisieron matizar que con “extremadamente agresivo” el ministro quería referirse al “problema del paro”. (Fuente: Europa Press 10/2/2012).

Aunque las continuas reformas de la Constitución sean tácitas, ello no cambia su naturaleza, ni permite ignorar que a menudo lo que está usurpando el legislador ordinario, aunque lo haga por mayoría absoluta, es el poder soberano del pueblo español para establecer su propia Constitución, como espacio jurídico configurador de las condiciones de vida económica, cultural y social de los ciudadanos.

La Constitución no admite modificaciones implícitas de sus disposiciones. No obstante, durante las varias décadas de desarrollo de la Unión Europea la Constitución ha sufrido alteraciones relevantes, habiendo la doctrina alemana acuñado el término de “reforma constitucional silenciosa” en la descripción de dicho fenómeno a escala europea:

“Se producen sigilosas modificaciones de la Constitución, y no sólo a través de la cesión de competencias hacia las instituciones comunitarias que devalúan las potestades y procedimientos establecidos. También en la medida en que las reglas constitucionales se convierten en inaplicables a consecuencia de la integración sancionada con la autoridad de la jurisprudencia del TJUE dotada de primacía, o adquieren diverso contenido a raíz de una interpretación conforme con el derecho de la Unión, el ordenamiento erigido sobre estas reglas

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toma nueva forma y lo hace sin explícita ratificación del legislador de reforma constitucional”1.

Hasta épocas recientes la integración europea aparecía en la opinión pública como ideológicamente neutra. Dicha neutralidad ideológica comunitaria, que trascendía los debates políticos nacionales en torno a los ejes de derecha o de izquierda, fue especialmente útil a la hora de lograr un consenso no partidario para la consecución de los objetivos comunitarios. Sin embargo, como advirtió en su día WEILER (1991), el proyecto europeo que diseñaba Maastricht no era un simple proyecto tecnócrata para favorecer la libre circulación de todos los factores de producción. Era también “una opción altamente politizada de ethos, ideología y cultura política, en definitiva una cultura del mercado y una filosofía (…) que se basa en la premisa de la igualdad formal de los ciudadanos. Una ideología cuyos contornos han sido objeto de intenso debate en cada uno de los Estado comunitarios a fin de establecer sus propias opciones políticas”2.

En el marco de dicho proyecto comunitario, el proceso de intensa re–regulación de los mercados laborales surge a partir de la introducción en el Tratado de un nuevo capítulo relativo al Empleo, que permite la apertura de espacios políticos nacionales previamente vedados a la intervención comunitaria. Dicho proceso se enmarca en un corriente de refundación de instituciones nucleares del ordenamiento jurídico laboral. En la misma subyace una noción de constitucionalismo y de la protección de los derechos fundamentales, como veremos, difícil de conciliar con el modelo constitucional que nuestra Carta Magna institucionalizó en 1978.

1. Un nuevo espacio constitucional para la libertad de empresa: la protección de las libertades de mercado como principio “federal” frente a las estructuras constitucionales nacionales

El constitucionalismo del siglo XX situó los derechos fundamentales por encima de los dictados del legislador, invirtiendo el sentido de la relación entre el poder legislativo y los derechos fundamentales en las Constituciones liberales. Es por ello que se ha considerado que la primacía de los derechos fundamentales constituye uno de los logros normativos de la postguerra.

En el siglo XXI, la conquista constitucional del derecho de la Unión ha consistido en someter a los ordenamientos estatales a la primacía de las libertades fundamentales, en ocasiones, en detrimento de los llamados derechos humanos clásicos.

Según lo expone SCHARPF (2000), la doctrina comunitaria de la primacía ha tratado de liberar al derecho de la Unión del control que los gobiernos nacionales

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hubieran podido ejercer si éste hubiera tenido la misma consideración que los tratados internacionales, eliminado también posibles limitaciones impuestas por los Parlamentos nacionales y Tribunales Constitucionales3. La integración económica constituye en el marco comunitario un bien común protegido a nivel supraconstitucional, actuando aquí el principio de primacía como resorte de defensa frente a injerencias ilegitimas de los poderes públicos en el ámbito de las libertades económicas. De ahí que la jurisprudencia comunitaria haya dado vida a una Constitución económica comunitaria, aunque el Tratado no la conceptúe como tal.

La liberalización económica se ha integrado en la categoría de interés general de naturaleza “federal” frente a las opciones legislativas de los Estados. Un status que no tiene parangón en ningún otro modelo de integración regional. Posiblemente el régimen jurídico comunitario haya sido el primero en constitucionalizar el nuevo régimen post–fordista del Estado competitivo, en el que las fuerzas correctoras que han limitado y estabilizado el capitalismo acumulativo y productivista, durante las décadas precedentes, han perdido gran parte de su espacio jurídico.

Desde un punto de vista jurídico–formal, la relación entre la consecución del mercado interior y el esperado bienestar común fruto de la liberalización econó-mica, y de la apertura de los mercados, resulta una componente constitucional axiomática de las disposiciones del Tratado de la Unión. Sin embargo, las políticas integradoras de mercados no siempre se encuentran bien fundamentadas y para algunos autores presentan “un dilema de prisionero simétrico”, en cuyo seno no es posible presuponer un interés común en la creación de un mercado más amplio4. Esto hace de la liberalización como bien común una cuestión enormemente polémica, pues el actual estadio de capitalismo financiero hace que el crecimiento económico ya no dependa de un compromiso estable entre capital y trabajo, sino de procesos desreguladores adaptados a un capitalismo más volátil5.

En el ámbito laboral, el mandato constitucional comunitario parte –como premisa teórica de la integración de los mercados– de la existencia de una tendencia hacia el equilibrio entre la oferta de trabajo y su precio (salario) en los mercados liberalizados. Tal concepción surge de la noción de sistema, especialmente arraigada en el derecho alemán, como unidad finalista dirigida a equilibrar la productividad marginal del trabajo en el mercado interior. Esta unidad finalista vehicula de un modo dinámico un proceso paulatino de “neoregulación”, des-

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crito por la doctrina como un cambio conceptual de los parámetros reguladores que históricamente han ordenado la intervención pública6.

Las recientes reformas laborales se fundan en un axioma que considera antieconómico tanto el estatuto jurídico diferenciado de la componente humana del trabajo, como el establecimiento del trabajo como sujeto político dotado de la autonomía colectiva. Los derechos social fundamentales se contemplan, desde esta óptica, a partir de su capacidad de generar a los operadores económicos “obstáculos y cargas administrativas y económicas” (obviando también su capacidad de generar demanda y tasas de productividad basadas en la calidad y el valor añadido).

Obviamente, la lógica del mercado se ve alterada por el modo en que el Derecho del Trabajo limita la racionalidad mercantil, pues la extensión de los derechos sociales superadores de un concepto de ciudadanía excluyente, “hace el mercado menos mercado, menos manejable y más protegido normativamente”7.

Se advierte así del riesgo de situar los derechos fundamentales básicos y las libertades fundamentales de circulación comunitarias al mismo nivel, “al mol-dear el lenguaje de los derechos humanos a fin de hacerlo encajar en los fines y objetivos de la Comunidad mayormente de naturaleza económica”8. Sin duda, aciertan aquellos que advierten de los peligros que esconde el lenguaje.

En la actualidad, las libertades de mercado se han investido del carácter central adquirido por los derechos fundamentales en el constitucionalismo moderno, provocando la transferencia de idénticas garantías de protección constitucional. Al igual que los derechos fundamentales, las libertades comunitarias detentan en la jurisprudencia comunitaria una posición dominante sobre las demás normas constitucionales, y por supuesto, sobre las leyes estatales. También se impone a todos los poderes públicos potenciar su efectividad, removiendo los “obstáculos” que se opongan o incluso que “desalienten” el goce efectivo de las mismas.

Paradójicamente, la doctrina comunitaria relativa al “efecto desalentador” aplicada a la intervención estatal disuasoria del ejercicio de las libertades de mercado comunitarias, se nutre de las herramientas...

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