Andalucía y el proceso electoral de 1903

AutorM.ª José Ramos Rovi
CargoUniversidad de Córdoba
Páginas811-838

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El acontecimiento político más importante de 1902 fue la jura de Alfonso XIII. En su discurso manifestó el deseo de trabajar con ahínco, así «España resurgirá fuerte, poderosa y grande, como nos la presenta la Historia, y yo veré logrado el más querido de mis ideales: que mi reinado represente el triunfo de la verdad, de la justicia y de la paz»1.

La personalidad del joven rey ha suscitado numerosos libros y artículos. Para Cortés-Cavanillas era el monarca del consenso. «Él era el rey de los españoles, sin distinción de matices ni colores (...). Para él, no había alfonsinos ni carlistas, liberales ni conservadores, republicanos o socialistas. Su política consistía en agruparlos a todos en un mismo anhelo, en atraerlos hacía una misma comunión y en dedicarlos a un mismo servicio: el de la patria»2.

En opinión de Seco Serrano, este monarca representaba «una razón, un concepto de España que rehuía la limitación a un simple programa de partido o de clase [...] Durante veintinueve años luchó el Rey para evitar que una quiebra irreparable disociase el país en planos contrapuestos; fue el suyo un esfuerzo continuado, abrumador, para salvar una línea evolutiva, pero también la guerra civil»3.

Para Javier Tusell, Alfonso XIII siempre tuvo «virtudes indudables que le hicieron atrayente para personajes políticos extranjeros e Page 812 incluso (lo que es más difícil) a nacionales de ideología contrapuesta. Era indudablemente simpático y su trato tenía la virtud de la campechanía sin caer en el inconveniente del plebeyismo. Era además, sin llegar a ser propiamente culto ni mucho menos un intelectual, inteligente, de una listeza rápida y aguda, muchas veces superior a la de sus colaboradores políticos»4. Sin embargo, se le atribuye una cierta «mala» fama a Alfonso XIII. «La 'memoria colectiva' de la derecha le achaca la falta de reacción frente a un parlamentarismo inestable y estéril. Para los de la izquierda persiste el recuerdo de un monarca que no fue demócrata, aparece retratado como clerical y autoritario y fue responsable en términos claros pero imprecisos en Annual y del golpe de Estado de 1923»5.

Los primeros años de su reinado fueron pródigos en crisis ministeriales, muchas de ellas suscitadas más por el proceso de modernización por el que atravesaba España que «por la supuesta maldad o anticonstitucionalidad del monarca»6. Ese desafío heredado de la primera etapa de la Restauración no era exclusivo de nuestro país. Las élites políticas galas e italianas también se enfrentaron a la necesidad de institucionalizar procedimientos y comportamientos políticos y administrativos ajenos a la injerencia del ejecutivo, y de sus delegados provinciales y locales, tanto en los comicios «como en el funcionamiento de las entidades públicas al servicio del ciudadano y de los mecanismos de promoción profesional de los empleados y funcionarios asignados a éstos»7.

Sin duda, sin esa modernización no sería posible el progreso y la democratización. Afirmaba Ortega y Gasset que para ser España una nación respetada, necesitaba constituirse antes en una nación respetable. La Liga de Naciones sería como dijo Lord Grey The League of Free Nations Association. Lo que quiere decir es que sólo tendrán valor internacional las nacionalidades que hayan sabido conquistar su libertad. Y, claro está, sólo se tiene libertad cuando se conoce la responsabilidad propia y se exige la responsabilidad ajena8. Page 813

En 1901 uno de los políticos más destacados del conservadurismo español, Antonio Maura, afirmaba: «el actual estado de hábitos y de prestigios de las Cortes casi no admite ya empeoramiento, pero el daño es imputable todo entero, de varios modos, a los gobernantes, comenzando por la raíz electoral. En España -concluía- sólo pueden tener verdadero asiento las instituciones políticas de esencia democrática». Años más tarde escribía Manuel Azaña: «para echar a andar, no hay más que una medicina. Democracia hemos dicho, pues democracia, vamos a ella»9. Los deseos de estos políticos aún estaban muy lejos en el horizonte español.

Coincidimos con la profesora M.ª Teresa Puga cuando afirma que los primeros treinta años de nuestro siglo (1902-1931) estuvieron marcados por un importante progreso económico, demográfico y cultural, a la vez que por una crisis política. En estos años habrá «una constante lucha por salir de esta crisis, ensayando todas las pruebas regeneracionistas posibles: conservadores, liberales y militares»10. A este respecto dice Sánchez de Toca que «desgraciadamente por culpa de la realeza y de las oligarquías del parlamentarismo, nuestra sociedad es ahora de hecho menos demócrata que cuando entró en gestación para adquirir los órganos políticos del gobierno democrático. Somos una de las naciones en las que el régimen parlamentario no ha servido para dar ciudadanos a sus comicios ni justicia ni libertades públicas a sus clases más numerosas. Los partidos gubernamentales alternan en el poder como si fueran meras denominaciones distintas de una misma razón social» 11.

Era una época compleja. Se hacía necesaria una renovación en las cúpulas dirigentes de los partidos políticos. Habían desaparecido las primeras figuras políticas: Cánovas, en 1897; Ruiz Zorrilla, en 1895; Castelar, en 1899; Pi I Margall, en 1901; Gamazo, en 1902, y Sagasta, septuagenario, significaba ya muy poco para el porvenir de su grupo. El liderazgo de los liberales apuntaba a Canalejas por su espíritu renovador y su poderosa atracción personal, sobre todo en relación con la juventud y aquellos elementos populares susceptibles de ser ganados por una monarquía liberal y democrática. En cambio, en el partido Conservador se vislumbraba a Maura como próximo líder. Page 814

En diciembre de 1902 se encargó a Silvela la formación de un nuevo gabinete. El líder conservador tuvo la habilidad de encargar el Ministerio de la Gobernación a Maura. Para algunos autores, la unión de estos dos políticos era suficiente garantía de que «desde las alturas del poder habría de desarrollarse una política de orden, de elevación de miras, encaminadas al engrandecimiento del país» 12. Silvela pretendía encauzar el sistema, pero, como veremos a continuación, fracasó y, por tanto, acabó retirándose de la vida política.

Ese afán de «autenticidad» que embargó a los políticos tras el 98 hizo que Silvela manifestase el deseo de lograr una pureza efectiva en el sufragio, entendido como medio de hacer partícipe real en el gobierno del país al ciudadano medio. Es decir, quería despertar en él el sentido de sus responsabilidades cívicas13. Éste fue el eje de su política, junto a sus desvelos, por hallar solución al problema regional y las posibilidades de un regeneracionismo español. En esta línea es de destacar «la limpieza con que el ministro de la Gobernación -Maura- presidió las elecciones, proporcionando el triunfo en Madrid, Barcelona y Valencia a los republicanos» 14.

La campaña electoral de las primeras elecciones a Cortes bajo el reinado de Alfonso XIII inspiró un gran número de artículos en periódicos de tirada nacional, provincial y local. Respecto a la intensa actividad electoral desarrollada en 1903 se decía:

[...] ha comenzado el período electoral que precede a la renovación de las Diputaciones provinciales, y por todas partes se observan los síntomas de esa febrilidad características de las luchas políticas, que en esta ocasión van a empalmarse, porque tras las elecciones provinciales vienen las generales, para que el cuerpo electoral tenga motivo Page 815 de regenerar aún más de un procedimiento que tan poca fe le inspira15.

Los comicios de 1903 se celebraron, como los precedentes, con arreglo a la Ley Electoral de 26 de junio de 1890. Su aprobación había levantado mucha polémica en el Parlamento, tanto en los diferentes ambientes políticos como en los medios de comunicación. Los conservadores, lógicamente, la rechazaban de plano, mientras que los republicanos la veían como la conquista de un derecho natural, ya que la ampliación del sufragio para todos los varones mayores de veinticinco años suponía la entrega del poder a un importante grupo poblacional 16. El problema radicaba en que este colectivo de votantes no estaba formado por individuos de la clase media y trabajadora urbana, con planteamientos políticos definidos, como sucedía grosso modo, en esta misma época, en Inglaterra o Alemania, sino por una clase rural completamente ajena a cualquier proyecto político nacional, y mucho más si tenía carácter liberal democrático. Así, pues, era una mayoría fácilmente manipulable. Por tanto, con la ampliación del sufragio se afianzó y extendió el caciquismo. La corrupción electoral obstaculizó la formación de una opinión pública eficaz y de un cuerpo electoral auténtico, que hubiera podido servir de apoyo suficiente para cualquier movimiento de cambio en el sistema17.

Para Dardé, la Ley de 1890, por la forma en que fue aplicada, «no supuso una mejora del sistema representativo mediante el fortalecimiento de los partidos que apelaban a la opinión o a intereses confesables públicamente; Page 816 ni condujo al socialismo, como, para oponerse al proyecto sino que hizo más fuerte el poder de los caciques al aumentar su esfera de acción. Dada la convención parlamentaria adoptada, el verdadero poder siguió estando en manos del ministerio encargado de llevar a cabo las elecciones y, en último término, en la Corona, que era quien realizaba dicho encargo»18. Como es sabido, el Rey era quien tenía que juzgar si la nueva mayoría ministerial representaba a la opinión pública. No podía, como en el caso británico, aceptar el consejo de su ministro sobre la disolución de las Cortes y dejar que el país decidiera, ni tampoco existía ninguna organización constitucional que le ayudara en su decisión. «Su único recurso era consultar a los políticos y a los palaciegos para enterarse de si una "situación" estaba realmente agotada»19.

Sobre el caciquismo como...

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