Análisis crítico sobre las varias fórmulas de designa de arbitro

AutorLluís Muñoz Sabaté
Cargo del AutorAbogado. Profesor Titular de Derecho Procesal Universidad de Barcelona
Páginas479-494

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No creo descubrir nada del otro mundo si afirmo y recuerdo que en el arbitraje el factor axial o la variable crítica es la persona del arbitro1. Se trata de una observación empírica constatable con sólo investigar la motivación de las actitudes negativas de aquellos ciudadanos —yo diría, de un modo especial, de aquellos abogados— contrarios a la institución arbitral. Raro será que justifiquen su rechazo basándose en la rapidez del procedimiento, pues ello no haría más que revelar una mentalidad embebida de tácticas «plicapleiteras», y en cualquier caso no merecedora de ninguna consideración. También es posible que algunos, no por mala fe, sino debido a una parcial desinformación jurídica, supongan en el procedimiento arbitral una plataforma ausente de las llamadas garantías procesales que, sin demasiada profundidad en su percepción, imaginan ver por contraste en el proceso judicial. No niego tampoco que razones legislativas muy puntuales (por ejemplo, la supuesta imposibilidad de medidas cautelares previas, según nuestra Ley de 5 de diciembre 1988) determinen coyunturalmente una opción negativa. Pero cuando se escarba a fondo en esa pátina de actitudes, tarde o temprano emerge la consideración final, la más axial de todas: «¿Y quién me dice a mí que el arbitro…?»2.

Se trata de una actitud un tanto paradójica. Nuestro interlocutor admite y sabe, porque hasta lo han proclamado las más altas instancias del Estado, que muchos de los actuales jueces de nuestra jurisdicción ordinaria, sobre todo en primera instancia, adolecen de una notable falta de preparación profesional; que algunos frivolizan los asuntos, otros los politizan y algunos otros los burocratizan. Que gene-ralmente no empiezan a estudiar el caso sino hasta el momento de dictar sentencia; que practican escrupulosamente el principio de audiencia, pero no el de audición, entendiendo este último como un contacto directo y hasta coloquial con las propias

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partes3; que se conforman con la verdad formal, se arropan en la regla de carga de la prueba y padecen del llamado «complejo de Pilatos»4. Y sin embargo, a pesar de todo ello, les convence algo que dice mucho a favor de nuestra judicatura: su independencia, y les estimula otra cosa que pertenece al universo órfico de la justicia: la suerte, la aleatoriedad. Los litigantes gozan de la oportunidad, que es común a ambas partes, de poder tocarles por mor y obra del repartimento procesal, un juez no sólo independiente sino además, un juez que comparta jurídica o sociológicamente sus tesis; aleatoriedad que en el estado actual de nuestra administración de justicia se prolonga más allá del momento inicial, pues existen buenas probabilidades de que si la suerte no ha sido proclive en el momento del reparto, un posterior traslado, excedencia o sustitución altere su haz de expectativas. Además si el juez interviniente es demasiado duro, o demasiado blando, o se decanta más hacia la derecha o hacia la izquierda, siempre existe la oportunidad —otra vez la suerte— de que otro juez o jueces en apelación resulten, todo lo contrario, más blandos o más duros, más de izquierdas o más de derechas5.

En cambio, en ese factor axial del arbitraje, que es la persona del arbitro, las partes, al nominar al arbitro eliminan o reducen el factor «suerte» y esa eliminación o reducción paradójicamente parece que les intranquiliza. Diríase que no quieren caminar sobre seguro.

Por otro lado existe un cierto temor acerca de la independencia del arbitro, cuyo sustrato es muy sutil, pues no pasa ciertamente por la prevaricación ni el cohecho, sino que descansa en una idea, que ha tenido históricamente alguna base en nuestra praxis arbitral, de que el arbitro siempre tiende a contentar a ambas partes. Si los jueces, como advirtiera Altavilla son vulnerables al «complejo de Pilatos», los arbitros lo son al «complejo de Salomón». Se supone que un arbitro, elegido por ser una «primera figura», bien relacionado, situado en las esferas de cualquier «poder» (económico, jurídico, etc.) al no gozar del privilegio de la inamovilidad intentará practicar un cierto «salomonismo», de cuya actitud no queda exenta una incons-

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ciente o preconsciente motivación: la de volver a ser nominado arbitro en futuras ocasiones.

Me apresuro a decir que este criterio pertenece solamente a quienes rechazan o temen al arbitraje, pero en modo alguno predico que sea correcto ni que los obstáculos que inevitablemente aparecen resulten difíciles de soslayar. Todo depende en definitiva de cómo se diseñe en materia de designa o nominación de arbitros, el correspondiente convenio o cláusula arbitral. Intentaré demostrar seguidamente que esos males son infundados, o mejor dicho, que el fundamento de tales males yace en todo caso sobre una falta de cultura arbitral por parte de los operadores jurídicos que intervienen.

Empecemos por este pacto:

Para la solución de cualquier cuestión litigiosa derivada del presente contrato las partes se someten a un arbitraje según la Ley de 5 diciembre 1988, a cuyo efecto designan como arbitro a Don…

He aquí una designa in radice, cuando tan siquiera ha surgido la controversia y las partes están todavía brindando por el buen éxito de la operación que acaban de contractualizar. Aparentemente esta designa constituye el summum de toda fórmula heterocompositiva: la conformidad de las partes sobre qué persona habrá de juzgarles y sentenciarles; la ausencia de la más mínima fisura acerca de las cualidades de un arbitro: independencia, objetividad, excelente formación profesional, discreción, seriedad y tiempo disponible. Y sin embargo a la luz de la experiencia, esa es la fórmula más arriesgada y desaconsejable que quepa utilizar en el campo del arbitraje, si es que las partes, naturalmente, profesan una auténtica vocación compromisoria. La razón es bien simple: la persona designada puede haber fallecido, estar enferma o negarse a aceptar el encargo en el momento (dies incertes et incertus quandum) que surja la controversia, con lo cual, a tenor de lo que rige en ciertos ordenamientos positivos, entre ellos el nuestro, se extingue el arbitraje y el conflicto accede forzosamente a la jurisdicción ordinaria, obviamente, a no ser que ya perfilada la guerra, las partes tengan aún la delicadeza de coincidir en acordar una nueva designa. Une telle désignation préalable —dirán Lalive, Poudret y Reymond— présente le visque qu’en cas de refus ou d’empéchement du ou des arbitres choisis par les parties, on en déduise que l’exécution de la convention d’arbitrage est devenue impossible6.

Cierto que cabe diseñar la cláusula introduciendo un suplente, pero con todo no ser habitual ni tampoco fácil obtener una segunda coincidencia de criterios electivos, este suplente resulta tan vulnerable como su principal a aquellos eventos, dado el tiempo que puede tardar en suscitarse la controversia. Por otro lado no deben ne-

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gligirse en ningún caso otras eventualidades: la persona designada puede adquirir con el transcurso del tiempo posicionamientos abierta o veladamente contrarios a una de las partes que la nombraron, o como se observa en Bernstein7, the nature of the dispute, and . consequently the qualities required to resolve it, are not yet known. En definitiva, y si se me permite la expresión, la designa arbitral in radice es como apostar hoy por un caballo para cuando corra en un futuro que puede ser de años. Sólo es aconsejable, siguiendo al mismo autor cuando en algún contrato (por ejemplo, una complicada ejecución de obra) las probabilidades de una futura y más o menos inmediata disputa son tan elevadas que el hecho de que el arbitro haya sido ya designado y se encuentre de alguna manera familiarizado con el caso, pueda facilitar una pronta decisión.

Un problema no menor en los tiempos actuales de profunda internacionalización de las relaciones jurídicas es aquél de carácter idiomático a que aluden Redfern y Hunter cuando la designa del arbitro se hace a una persona o cargo en concreto: he may to face language problems, hoth in relation to Communications between members of the arbitral tribunal and in the reception of evidence.

La cláusula arbitral puede pluralizar la designa a todo un Colegio arbitral, generalmente de tres arbitros:

Para la solución de cualquier cuestión litigiosa derivada del presente contrato, las partes se someten a un arbitraje, de tres arbitros, según la Ley de 5 diciembre 1988 a cuyo efecto designan como tales a Don…, Don…y Don…

Obviamente, aumentan aquí los inconvenientes anteriores, puesto que al responder la composición del colegio arbitral a la ley del «todo o nada», la eventualidad de fallecimiento, enfermedad, no aceptación, enemistad o incapacidad sobrevenida viene representada por la suma de tres probabilidades.

Por otro lado lo habitual en caso de tres arbitros es que cada parte nombre uno de ellos, dejando que el tercero lo designen los otros dos o alguna institución. Pero, como escribe y advierte, no sin razón, Derming, trop souvent les arbitres designes par les parties se considérent comme porteurs de leurs intérets et déplacent les dé-bats de plaidoirie au soin mime du tribunal arbitral8.

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En este orden de ideas, pero agravando a mi parecer el problema, interesa aludir aquí a la costumbre, muy extendida en tiempos de la antigua Ley de 1953 de integrar estos nombramientos incluyendo los abogados de ambas partes más un arbitro tercero neutral. Se trata de una fórmula que presenta ventajas e inconvenientes. Se dice que los abogados de cada parte al intervenir tan de cerca en la formación del laudo puedan aportar argumentos rectificadores o controladores que al tercer arbitro pudieran pasarle desapercibidos. Pero también se contradice que esta función se ejercita más libremente desde el rol de verdaderos abogados, dirigiendo las respectivas defensas. Además se aduce que la presencia de los abogados en el colegio arbitral introduce una especie de esquizofrenia...

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