América Latina

AutorJoan Prats i Catalá
Cargo del AutorCoordinador. Director del Institut Internacional de Governabilitat de Catalunya
Páginas459-663

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1. Las cumbres y la integración latinoamericanas

Ante la cumbre América Latina - Unión Europea: Manifiesto Uaw Bodeme Joan Prats, Laurence Whitehead (Publicado en la revista Gobernanza, Edición 5, 18 de mayo de 2004)

La Cumbre Europa-América Latina

En mayo, los días 28 y 29, se celebra en Guadalajara la Tercera Cumbre Unión Europea-América Latina. 25 jefes de Estado y de Gobierno de Europa, 33 de América Latina y el Caribe concurrirán a esa cita. Esta Cumbre tiene dos trasfondos que la hacen singular: la crisis de la gobernanza global y la crisis de la agenda neoliberal en América Latina. Europa y América Latina deben reconocer sus responsabilidades y concertarse en dar respuestas efectivas tanto a la una como a la otra.

Europa llega a esta Cumbre en un momento muy decisivo. Durante 2004 tiene que seguir gestionando la crisis trasatlántica y las divisiones internas generadas por la guerra de Irak. Tiene que gestionar la ampliación al este, que la convierte en una Europa de 25 países, algunos de los cuales van a tener ui PIB per cápita equivalente a la cuarta parte de la media europea. Tiene además que dotarse de una Constitución que le permita disponer de mayores capacidades institucionales y legitimidad democrática. Y todo eso en el contexto de las serias reformas estructurales exigidas para reemprender el crecimiento.

Las carencias institucionales de América Latina

América Latina llega a esta Cumbre en una situación extremadamente delicada. A pesar de sus avances y potencialidades es una región en serio riesgo de

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ingobernabilidad política y de desestructuración social. $ómo ha sido esto posible tras casi veinte años de democratización

En primer lugar porque la tarea no es sencilla: a los latinoamericanos se les pide que completen sus mercados internos, acaben la construcción de sus Estados nacionales o plurinacionales, profundicen la democratización, generen mayor cohesión social, construyan tul-turas de legalidad y responsabilidad, y mejoren su integración económica regional e internacional; todo ello partiendo de unas condiciones iniciales difíciles y en un contexto de globalización que debilita el poder de control de los Estados.

En segundo lugar, porque la mayoría de los gobiernos democráticos no han sido capaces de impulsar las reformas requeridas por el desarrollo humano sostenible. El rendimiento económico y social de las jóvenes democracias latinoamericanas ha sido, por lo general, mediocre porque el proceso político den~ocrático ha tendido a ser capturado por elites económicas y políticas que no han sabido ni querido ir más allá del recetario del Consenso de Washgton. Las reformas promovidas en AméricaLatina no siempre han sido las adecuadas y en todo caso se han quedado cortas: no han alterado los perversos equilibrios de poder heredados ni la pertinaz desigualdad en que se expresan. La cooperación internacional tiene gran responsabilidad en todo ello porque bendijo y muchas veces financió estas reformas como necesarias y suficientes.

Los latinoamericanos siguen siendo demócratas, pero crecientemente desafectos a las particulares democracias que viven y ya son ligera mayoría quienes se manifiestan prestos a aceptar un régimen autocrático que mejore sus condiciones económicas y sociales. La crisis de confianza en la política y sus gestores, unida a la debilidad de las instituciones, desestructuran la acción colectiva y extienden un peligroso "sálvese quien pueda" por todo el tejido social. La confusión conceptual se ha instalado en el imaginario colectivo: como los Carlos Salinas, Carlos Andrés Pérez, Carlos Menem y tantos otros proclamaron que ya éramos democracias, economías de mercado y estados de derecho, y como los ciudadanos no tienen por qué conocer el alcance de estos conceptos, y la cooperación internacional tampoco ha sabido o querido explicarlo, el resultado es la desafección hacia los mismos y la disposición a dejarse manejar por renovadas aventuras populistas. El riesgo de que tras tanto esfuerzo y dolor se acabe aprendiendo muy poco es alto. Europa debe ayudar a América Latina a enfrentar su realidad dura: pobreza, desigualdad, democracias de trabajosa viabilidad, mercados incompletos y muy imperfectos, bajos niveles de estado de derecho, altos niveles de corrupción. Y debe hacerlo acompañando el esfuerzo de los pueblos y los gobiernos latinoamericanos no sólo para desplegar nuevas políticas, sino para remover los fundamentos institucionales de la economía y la política, "la fábrica social de las políticas públicas", que es donde se halla la madre de todos los problemas.

Un personaje inesperado se ha instalado de pronto en el drama del desarrollo latinoamericano: la desigualdad. Pocos advierten, sin embargo, el dato de que se

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trata de una desigualdad institucionalizada, principalmente a nivel informal, que hace metástasis en todo el tejido social e impide o dificulta en extremo los avances democráticos, la eficiencia de los mercados, la efectividad de los Estados, la cultura de la legalidad y, por todo ello, la cohesión social. La desigualdad que se vive es de larga data, expresa equilibrios distributivos de poder y de riqueza que son resultado de procesos históricos cargados de conflictos y resueltos en arreglos que sólo han procurado una volátil estabilidad. La institucionalidad formal e informal en que tales arreglos se plasman resulta hoy no sólo injusta sino también ineficiente. No habrá desarrollo firme y duradero sin una reforma institucional profunda, casi nos atreveríamos a decir una "refundación" institucional de América Latina.

Para entender qué significa "refundación institucional" y huir de las respuestas fáciles es preciso comprender la naturaleza y raíces de la desigualdad latinoamericana. Ésta no es ningún subproducto de fallos en las economías de mercado, que como tales no existen en casi ningún país, sino el producto directo de la historia particular de la región. América Latina, como es sabido, registra la mayor desigualdad de renta y riqueza del mundo, dato éste que minimiza al extremo el valor de la información agregada sobre el desarrollo de la región. En efecto, América Latina presenta un PIB per cápita y un Indice de Desarrollo Humano sensiblemente superiores a los de los demás países en desarrollo. Sin embargo sus niveles de pobreza e indigencia corresponden a niveles de mucho menor desarrollo agregado. Se estima, por ejemplo, que con la misma desigualdad de Asia se reduciría a una cuarta parte el número de pobres latinoamericanos. Por lo demás, aunque América Latina en conjunto ha avanzado en los últimos 2 S años, lo cierto es que ha avanzado menos que el resto del mundo.

El dato de que hasta cuando hay crecimiento prolongado no se consiga reducir la desigualdad apunta al transfondo institucional de ésta. Se trata, en efecto, de mucho más que desigualdad de rentas y riqueza. Estamos, ante todo, ante una desigualdad de capacidades y oportunidades. Los ciudadanos son profundamente desiguales, en primer lugar, por razón de género y de grupo étnico de pertenencia. En segundo lugar, son desiguales en el acceso a la seguridad tanto frente a los riesgos naturales como a los procedentes de la criminalidad o de la dinámica social o laboral. En tercer lugar, son desiguales en derechos de propiedad -los activos de los pobres están mal definidos y protegidos legalmente y no generan capital sino en mercados financieros informales e ineficientes-, en acceso a la justicia y a las administraciones públicas y sus servicios, pues los costes de incertidumbre soportados por los pobres en sus relaciones con los aparatos públicos los condena a las limitaciones de la informalidad económica. En cuarto lugar, son desiguales en el acceso a la educación y la salud pues los indudables avances registrados en estos sectores no obstan a que la educación y salud, que da acceso a los empleos bien retribuidos quede en manos de las clases altas. En quinto lugar, son desiguales en el acceso a las oportunidades empresariales y a los empleos

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productivos. En sexto lugar, son desiguales políticamente porque las condiciones de pobreza e indigencia hacen que muchos vivan las elecciones como oportunidad para la venta de un activo -su voto- y otros participen no tanto por razones programáticas cuanto por la necesidad de capturar un empleo o renta. La patrimonialización, el prebendalismo, el clientelismo, la corrupción y hasta los corporativismos son instituciones informales que acaban degradando las libertades políticas. Las altas tasas de desigualdad y pobreza cuestionan el fundamento axiológico de las democracias: que ninguna vida vale más que ninguna otra y que por ello todos tenemos el mismo derecho de participación política.

En América Latina, la desigualdad no es la consecuencia sino la causa de las imperfecciones de la democracia, de los mercados, del Estado de Derecho, de la eficacia del Estado, así como de la extremada polarización social y política. Si su reducción progresiva no se prioriza en la agenda de desarrollo nuevas frustraciones acompañarán, sin duda, a los nuevos programas que se propongan. Por eso no se lucha eficazmente contra la desigualdad sólo con las políticas sociales. La superación de las desigualdades sociales afecta al conjunto de las políticas públicas, pero sobre todo exige la alteración de los equilibrios de poder y de las reglas del juego entre los diferentes actores sociales, es decir, la reforma institucional.

Una institución eficaz expresa siempre un equilibrio fruto del conflicto/consenso entre los actores cuyo comportamiento regula. Las instituciones no expresan óptimos de racionalidad sino que son una alternativa de ordenación social entre otras posibles. Su equilibrio siempre es dinámico. No es lo mismo el capita-lismo regulado...

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