Amenazas a la libertad de expresión en el ámbito penal. La represión de los discursos peligrosos

AutorRamón Sáez Valcarcel
Páginas37-60

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1. La situación de la libertad de expresión y la apropiación de la esfera pública

Para hablar de la libertad de expresión es necesario exhibir las cartas de presentación, el punto de partida, para desvelar un discurso hegemónico que encubre la realidad mediática en la que se nos obliga a habitar. Con esa intención, valgan dos apuntes previos. Uno, para hacer notar la dimensión colectiva de las libertades relacionadas con la manifestación del pensamiento. La libertad de expresión incluye el derecho de informar, tradicionalmente articulado alrededor de la libertad de prensa sobre la asimilación entre el informador y el periodista, y el derecho a la información, imprescindible para que ciudadanos y personas puedan construir la realidad y formar opinión sobre un tema, como condición para la intervención en la política. En tanto libertad política y presupuesto para la participación en la toma de decisiones, hay que tener en cuenta que amplios sectores de la sociedad, quizá la mayoría, sólo pueden ejercer su libertad de expresión para hacer valer sus reivindicaciones mediante la reunión con otros, en plano de igualdad y en los espacios públicos (las plazas y los parques, sitios de la protesta que la doctrina constitucional del foro público aspira a proteger como una de las sedes de la democracia), ya que carecen de capacidad de acceso a la esfera pública, virtualmente privatizada y clausurada. De tal manera, que la manifestación y el piquete son las formas tradicionales, al tiempo que sospechosas, del derecho a la protesta, lugar privilegiado para que la mayoría, movimientos e individuos, puedan actuar la libertad de palabra, erigiéndose en auténtico contrapoder social de cuya existencia depende la de la democracia política2.

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El segundo viene a cuento para advertir de una realidad, incómoda para quienes detentan el poder y devastadora para la calidad de la democracia: la subordinación de la libertad de expresión, y de todas sus proyecciones, particularmente el derecho a estar informado y recibir opinión plural, a la libertad de empresa periodística o televisiva, al derecho de propiedad, lo que está condicionando derechos básicos ciudadanos a la lógica del mercado, convirtiendo la información y la opinión en mercancías; una industria que se halla sometida al dispositivo de la publicidad y a los deseos y prerrogativas de los anunciantes, en un mercado tendencialmente orientado a la concentración en pocas manos. Su resultado es la homologación y corrección del producto que circula como noticia y como opinión en el proceso de comunicación social. Y que corrobora la privatización de los derechos y del espacio público democrático.

2. Un derecho individual con una importante dimensión colectiva

En relación a la libertad de expresión el sistema de garantías se ha construido siguiendo el modelo liberal que lo concibe como un derecho individual en torno a la idea del orador, del comunicador o hablante, que luego se centró en el periodista como agente profesional de la información (la evolución histórica nos lleva de la libertad de conciencia a la de expresión y de esta a la libertad de prensa). Se configuró como un derecho de libertad negativa, que contiene una expectativa de no injerencia o lesión por parte de terceros, una inmunidad de la persona titular del derecho frente a la intervención del Estado, seleccionando como sujeto a proteger al periodista y, por desplazamiento, al empresario de prensa o de televisión, con preterición de cualquier otro, a salvo el político profesional.

El modelo de regulación giraba sobre una metáfora, la del libre mercado de las ideas, en feliz fórmula del juez Oliver Wendel Holmes, idea que introdujo en su conocido voto discrepante en el caso Abrams contra United States, de 1919: “la mejor manera de alcanzar el bien último es a través del libre intercambio de ideas, porque el mejor test para la verdad es que la idea pueda ser aceptada en la competencia del mercado”3). Una metáfora, la del mercado, que bebía en las creaciones de John Milton (la libre contienda entre verdad y falsedad, que defendió en su Aeropagítica) y de John Stuart Mill (la libertad completa de contradecir y desaprobar una opinión es la condición misma que nos justifica

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cuando la suponemos verdadera a los fines de la acción, en Sobre la libertad, paradigma liberal en la materia). También se sustentaba en las ideas de demo-cracia, de participación ciudadana y de pluralismo político, ideas que desarrollara Meiklejohn, quien concebía la libertad de expresión como complemento del derecho de voto, y que reelaboró el juez Brennan en la época de la Corte Suprema del presidente Warren, la Corte de los derechos civiles, como “la necesidad de que el debate sobre los asuntos públicos fuera desinhibido, vigoroso y completamente abierto” (caso New York Times contra Sullivan, de 1964, a propósito de la condena por difamación contra el periódico por haber insertado un manifiesto en apoyo de Martin Luther King, titulado “Escuchad sus voces que crecen”, que denunciaba el hostigamiento de los funcionarios locales contra los activistas por los derechos de los afroamericanos, cuya información contenía errores e inexactitudes; el demandante en la instancia, Sullivan, era comisario de policía). La réplica en nuestra tradición es la noción de la libertad de expresión como garantía de una opinión pública libre y como sustrato de la democracia (STC 61/1981, la dictadura franquista provocó nuestra incorporación tardía al debate, que pudo recoger los avances de la doctrina jurídica norteamericana en materia de libertad de prensa).

Es este un modelo de libertad natural frente al Estado que, sin embargo, en la cobertura de la Primera enmienda no solo tuvo en cuenta al periodista, también atendió al ciudadano, a los sindicatos y a los grupos de activistas de los derechos civiles, lo que propició que se transformara en una libertad política sobre la que se fundaban los derechos de participación en la sociedad democrática. Las resoluciones de la Corte Suprema Usa y los debates sobre sus decisiones en el tema son una escuela de civilidad y democracia. La protección del street corner speaker, en su tiempo la figura simbólica de la libertad de palabra, el orador que sobre una caja de fruta se dirigía al público que caminaba por la ciudad, motivó una opinión disidente del juez Black en el caso Feiner contra New York, 1951; “Los negros no tiene los mismos derechos, deberían alzarse en armas y luchar por ellos”, decía el orador urbano, lo que provocó la reacción airada de un espectador y la posterior intervención de un policía que conminó a Feiner a que se callara, al negarse fue detenido. El Estado, sostuvo Black, no debió ceder ante el provocador –que expresaba la airada reacción del blanco pobre frente al discurso de la igualdad– sino que debió proteger el derecho del orador a hablar. La policía tiene el deber de tutelar el debate público y, en concreto, a los acti-vistas de los derechos civiles. Este fue el antecedente para la histórica decisión Williams contra Wallace, de 1965, que ordenó a la policía proteger la marcha que se desarrolló por la autopista local desde Selma a Montgomery en reclamación del derecho al voto de los afroamericanos. En la misma línea jurídica se amparó la distribución de propaganda en las vías públicas, las actividades del sindicalismo de clase y la quema de la bandera nacional seguida de insultos (Texas contra Johnson de 1989, antes había reconocido el derecho de los estudiantes a no salu-

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dar a la bandera, en plena guerra mundial, West Virginia State Board of Education contra Barnette, 1943; “si hay un principio constitucional fundamental es que el Gobierno no puede prohibir la expresión o difusión de una idea porque la sociedad la considera ofensiva o desagradable”, lo que incluye el derecho a expresar la propia opinión sobre la bandera nacional, también las opiniones provocativas o despreciativas al respecto). Había que prevenir cualquier desaliento del ejercicio de la libertad de expresión, incluso admitiendo un margen de error y de abuso (inexactitud de la información, utilización de improperios), porque los movimientos y los medios de comunicación precisan de un espacio vital para sobrevivir, si se les silenciara el perjuicio afectaría a toda la sociedad (New York Times contra Sullivan, donde se afirmaba con Madison que cierto nivel de abuso es inseparable del uso adecuado de cada cosa, especialmente en el caso de la prensa). Desgraciadamente, la protección de los movimientos y del derecho a la protesta ha sufrido una cierta involución, manteniéndose, sin embargo, el estándar garantista para los medios y los periodistas4.

De esa manera la libertad de expresión se desarrollaba como derecho político sustento de la democracia y se alteraba la posición del Estado: no solo estaba obligado a no interferir en la esfera pública a favor de una de las partes en conflicto, lo que conllevaba la proscripción de la censura y de la represión del discurso, debía proteger la libertad de expresión, promover el debate público y el derecho de hablar de todos en sus diversas modalidades, para propiciar una discusión libre y abierta. Tomando en consideración que muchos grupos sociales solo pueden expresar públicamente sus ideas y reivindicaciones mediante el derecho de manifestación y reunión (así lo reconoció entre nosotros la STC 66/1995). Por otro lado, la vinculación del derecho de reunión con la libertad de expresión viene a...

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