Más allá del techo de cristal

AutorE. B.Heredia, A. Ramos, M. Sarrió, C. Candela
Páginas55-68

Valorar la situación actual de las mujeres en el mercado del trabajo exige, como condición previa, ubicar la información disponible en unas coordenadas temporales y geo-políticas determinadas. El marco general en el que se sitúa este trabajo es el de los países desarrollados a comienzos del siglo XXI. Si bien las referencias más concretas se analizan en el contexto español, en estrecha interacción con los demás países que integran la Unión Europea, la presencia dominante del imperio norteamericano se deja sentir tanto en el tono discursivo como en gran parte de los conceptos y explicaciones importadas.

Una característica de la situación laboral —que comparten entre sí países como España, Gran Bretaña, Italia, Francia, Alemania, Canadá y Estados Unidos— es la persistencia de discriminación de género. Esta discriminación se explicita a nivel horizontal y vertical, tal y como registran indicadores estandarizados relativos a las tasas de actividad laboral de hombres y mujeres, de empleo y desempleo, así como a los niveles salariales comparativos. Otros índices más cualitativos, referidos al reconocimiento social del trabajo o a las oportunidades de promoción profesional, ofrecen resultados semejantes que avalan la existencia de discriminación generalizada contra las mujeres (Barberá, Sarrió y Ramos, 2000).

La distribución desproporcionada de mujeres y varones por sectores laborales específicos —segregación horizontal— es un hecho constatable, que se evidencia a través de la calificación de masculino o femenino en tanto características atribuidas a bastantes trabajos. Socialmente, la carrera de magisterio, y en particular la educación infantil, se considera un trabajo femenino, mientras que las actividades de ingeniería en obras públicas suelen etiquetarse como masculinas. La segregación de género se convierte en discriminatoria en la medida en que las actividades laborales femeninas van acompañadas de sueldos más bajos, mayor índice de desempleo, menor valoración social y mayor inestabilidad. Es bastante frecuente, en muchas unidades familiares en las que trabajan ambos miembros de la pareja, que cuando surge algún contratiempo inesperado, sea la mujer la primera en abandonar su puesto, so pretexto de haber sido explícita o implícitamente asumido por toda la familia como actividad subsidiaria. A su vez, el carácter de complementariedad, característica del trabajo femenino, deriva fundamentalmente de la menor dedicación temporal y de la menor retribución económica, con lo que los indicadores previamente mencionados —salario, tiempo, valoración, estabilidad— se realimentan entre sí y generan el «efecto madeja».

Además de discriminación horizontal, la documentación existente presenta como hecho significativo que, sea cual sea el sector laboral analizado, incluidos los más feminizados, la proporción de mujeres disminuye a medida que se asciende en la jerarquía piramidal, de modo que su presencia ocupando posiciones de poder y asumiendo responsabilidades laborales es mínima. Esta discriminación vertical se observa tanto si comparamos los porcentajes de varones y mujeres por categoría laboral en un determinado sector, como si se toma en consideración la cantidad de mujeres que, hoy en día, figura entre la población activa, teniendo en cuenta, además, su nivel de formación y preparación profesional. Según datos recientes, el porcentaje de mujeres que desempeñan actividades laborales situadas en la cúspide de la pirámide organizacional se sitúa en torno a un 2%, cifra que presenta pocas variaciones en países como España, G. Bretaña, Italia, Canadá y EE.UU (Barberá, 2000a).

La existencia de una situación discriminatoria generalizada en el mercado del trabajo es el argumento fundamental para sostener la necesidad de incorporar la perspectiva de género en el análisis de la organización laboral. Sin embargo, conviene resaltar que ninguna de las afirmaciones anteriores significa considerar ni que todas las mujeres están discriminadas en sus trabajos ni tampoco que cualquier mujer está en peor situación laboral que cualquier varón. Es más, la situación socio-laboral de las mujeres está, hoy por hoy, tan diversificada que se puede afirmar que las diferencias existentes entre distintos grupos de mujeres —privilegiadas versus no privilegiadas— son mayores que las que puede haber entre hombres y mujeres que ocupan posiciones profesionales con estatus elevado. En el análisis de la situación laboral actual de las mujeres hay dos indicadores que resultan muy útiles para delimitar sus posibilidades reales de acceso a posiciones con capacidad de decisión y autonomía. Ellos son: i) el nivel de formación y preparación profesional conseguidos y ii) el contar con ayuda para afrontar las responsabilidades y cargas familiares (Villota, 2000).

Incorporar la perspectiva de género en el análisis organizacional, aunque sea necesario, no resulta una tarea fácil. La complejidad del género como categoría de análisis deriva de su propia conceptuación. El género no se interpreta ni como una esencia ni tampoco como una naturaleza inherente a la especie humana. Se concibe, por el contrario, como un sistema dinámico que se desarrolla a partir de las continuas interacciones entre componentes biológicos, sociales y psicológicos. La reproducción sexuada, característica que comparten las especies animales más evolucionadas, hace que en los humanos se inicie, desde el momento mismo de la concepción, una serie de procesos diversos, en los que las atribuciones sociales y los factores genéticos, hormonales y neurales van a intervenir de manera compacta e intrincada. Nacemos ya con la etiqueta puesta de niña o niño y dicha etiqueta se va a ir llenando de significados sociales y psicológicos que irán jalonando el curso de nuestras vidas (Barberá, 1998 a). Cualquier aproximación al conocimiento del significado del género que no tome en consideración las interacciones continuas entre todos estos factores, así como los progresivos solapamientos de la dimensión género con otras características de muy diverso tipo, demográficas, caracteriales, sociales y contextuales, van a dificultar la comprensión de la multiplicidad de aristas que posee la realidad psico-social en la que vivimos.

La psicóloga experimental Rhoda Unger (1985) alude metafóricamente a dicha complejidad interactiva a través del juego de desgranar una cebolla. Cuando la tenemos en la mano, recien extraida de la tierra, podemos referirnos a ella como un objeto concreto y bien definido, que posee un cuerpo integrado. Sin embargo, si pretendemos acceder al corazón de este bulbo y empezamos a quitar capas podemos llegar, tras quitar la última, a encontrar que el objeto inicial se ha desvanecido por completo. En un sentido similar, se puede pensar que la categoría género (el hecho de sabernos mujeres o varones y las connotaciones que dicha percepción social acarrea) se construye en interacción con otras dimensiones centrales, como son la etnia, la edad, la clase social o el nivel de formación adquirida, generando como resultado una enorme diversidad cultural, social, biológica y psíquica. Querer acceder a la esencia que la constituye, separándola para ello de los diversos envoltorios que la circunscriben, puede ser una pretensión bienintencionada, pero posiblemente infructuosa.

  1. AFRONTAMIENTO DE LA DISCRIMINACIÓN LABORAL DE GÉNERO: EL ENFOQUE DEL TECHO DE CRISTAL

    La evidencia empírica de que las mujeres están discriminadas en el mercado del trabajo ha alentado una serie considerable de investigaciones. A pesar de la variabilidad de enfoques teóricos y de planteamientos metodológicos, el objetivo compartido por muchos investigadores ha sido conocer las causas explicativas de la discriminación, requisito imprescindible para proponer opciones alternativas y medidas de cambio. La lógica que ha guiado el desarrollo de muchos trabajos ha sido la siguiente: para afrontar la discriminación laboral de las mujeres hay que conocer cuáles son sus causas, por qué y cómo se produce y desde dicho conocimiento ver qué se puede hacer para modificar la situación (Monacci, 1997).

    Bastantes explicaciones cifran el inicio de la discriminación laboral de género en la clásica división sexual del trabajo entre actividades productivas y reproductivas (Borderías y Carrasco, 1994; Hartmann, 1994). Otras, sin embargo, analizan las desigualdades como una consecuencia derivada de las respectivas posiciones sociales desempeñadas por los hombres y las mujeres en la estructura organizacional. De acuerdo con la teoría de Kanter (1977), el problema no es ser mujer, ni la naturaleza femenina ni la prioridad que históricamente las mujeres han dedicado a las actividades de reproducción y cuidado. La razón explicativa de la discriminación laboral radica en las distintas posiciones que las personas ocupan en el mercado y en el interés/desinterés intrínseco que los trabajos conllevan. Lo que suele ocurrir es que en la medida en que, por regla general, las mujeres se sitúan en los escalafones laborales inferiores, ha habido un solapamiento entre posición laboral y género. Esta explicación incorpora asimismo el efecto madeja, haciendo operar la re-alimentación del siguiente modo:

    i) las mujeres acceden tarde y sin preparación al mercado laboral

    ii) entran, por tanto, en él por la puerta de atrás, ocupando las posiciones que los varones dejan libres y asumiendo que sus aportaciones tienen un valor subsidiario y de total precariedad

    iii) los intereses y dedicaciones laborales de las mujeres van a ser inferiores

    Desde hace ya algunas décadas, el nivel de formación y cualificación profesional de las mujeres de los países desarrollados ha variado de forma drástica, hasta el punto de que, en la actualidad, en España, el porcentaje de alumnas que obtiene graduación universitaria es superior al cincuenta por cien (promedio de 55% en carreras de ciclo largo y 64% en carreras de ciclo corto). Nos encontramos con la generación de mujeres jóvenes mejor formadas y con mayor nivel cultural de toda la historia de España. No se puede esgrimir, por tanto, el argumento de la falta de preparación profesional de las mujeres como un criterio generalizado.

    1.1. La metáfora del techo de cristal

    La perspectiva de género ha puesto de relieve que ni el incremento vertiginoso en el nivel formativo ni tampoco la participación generalizada de mujeres en el mercado del trabajo ha generado un incremento proporcional en posiciones de poder y puestos laborales con capacidad de decisión. Incluso en el caso de muchas mujeres bien preparadas que han tenido el privilegio de acceder a una profesión con estatus y reconocimiento social, resulta desconcertante observar cómo, en un determinado momento, se estancan y encuentran barreras en la promoción de su carrera.

    En los años ochenta se acuña la expresión techo de cristal, cuya popularidad ha ido en aumento hasta alcanzar su plenitud en la década de los noventa ( Peck, 1991). Con esta metáfora se pretende representar, de una manera muy plástica y elocuente, las sutiles modalidades de actuación de algunos mecanismos discriminatorios. En tanto discriminatorios, estos mecanismos obstaculizan el desarrollo profesional de las mujeres, las limitan y les marcan un tope difícil de sobrepasar. Pero las barreras no siempre se explicitan ni son evidentes, razón por la cual su indagación y afrontamiento se convierte, a menudo, en un camino sinuoso, largo y no exento de tropiezos. Muchas mujeres no pueden explicar por qué, con frecuencia, no consiguen escalar más puestos en su profesión. Y es que el techo de cristal, aunque transparente, resulta muy efectivo.

    La invisibilidad de las barreras ha favorecido el desarrollo y proliferación de explicaciones que tratan de situar el freno profesional en características internas de las propias mujeres. No se trata, como ocurría antes, de la existencia de una legislación laboral discriminatoria, ni tampoco de carencia formativa. En principio, todos y todas son iguales ante la ley y pueden promocionarse si han adquirido la preparación necesaria para ejercer un puesto determinado. Si las mujeres no alcanzan posiciones más relevantes la responsabilidad es suya. Pero, hoy en día, resulta demasiado incoherente sostener que son poco inteligentes o que no tienen determinadas habilidades cognitivas. Los éxitos académicos obtenidos por muchas mujeres en carreras estereotipadamente masculinas han contribuido a romper este tópico. Las explicaciones alternativas se vuelven contra ellas por el lado de los intereses y motivaciones personales. Son las actitudes de las mujeres, y no sus aptitudes, las principales responsables de un desarrollo profesional lento y deficitario (Barberá, Ramos y Sarrió, 2000).

    Teorías psicológicas y sociales recientes han atribuido como posible explicación del estancamiento profesional de las mujeres, los diferentes niveles de compromiso y de dedicación al trabajo, así como los distintos significados que para ellas tiene el ámbito laboral. En psicología organizacional se ha acuñado la expresión «centralidad del trabajo» en la vida de los individuos (Prieto y Zornoza, 1990), y con frecuencia se alude a diferencias significativas en función de que los individuos sean mujeres u hombres. Igualmente, el sociólogo Lipovetsky (1997) ha tratado de explicar, a través del concepto de tercera mujer, el sentido que tienen las diferentes miradas de los hombres y de las mujeres ante temas centrales de nuestras vidas. Entre estas diferencias incluye el significado del trabajo y el valor del poder.

    La investigación psicológica ha explorado los fundamentos empíricos en los que se apoyan las explicaciones referidas a diferencias entre mujeres y varones en motivaciones y rasgos generales de personalidad (ambición, empatía, motivación de poder, habilidades interactivas), o en comportamientos y actitudes específicas (nivel de eficacia, nivel de compromiso o nivel de esfuerzo). Una revisión de los principales resultados obtenidos nos lleva a plantear como primera conclusión que hay mucha investigación, pero poca claridad interpretativa (Monacci, 1997). Las principales conclusiones se pueden sintetizar en los siguientes términos:

    i) hay poca evidencia empírica que apoye la existencia de diferencias significativas entre mujeres y varones en la prioridad que atribuyen al trabajo,

    ii) las pequeñas diferencias observadas no siempre son negativas para las mujeres. Por ejemplo, el «liderazgo interpersonal» o «las habilidades de comunicación» son cualidades atribuidas a las mujeres y resultan altamente valoradas en los trabajos de dirección,

    iii) es posible explicar las diferencias observadas desde factores personales (edad, nivel de formación o carácter) y, sobre todo, contextuales (vivir sólo o en pareja, tener o no hijos, cargas familiares asumidas). Lo que ocurre es que muchos factores contextuales se relacionan estrechamente con los roles de género,

    iv) en algunos casos, incluso, el resultado parece depender del método de análisis empleado.

    En relación con los procedimientos metodológicos es muy importante saber quién contesta a las preguntas planteadas (estudiantes, directivos, subordinados), en quién está pensando cuando contesta (mujeres y hombres en general, en mi jefe, en sí mismos) y cómo se pregunta (cuestionario, entrevista, dinámica de grupos). Por regla general, cuando las personas contestan sobre diferencias entre mujeres y varones sin tener en la mente a una persona en concreto, las respuestas tienden a ser más estereotipadas, de manera que las mujeres se presentan más femeninas, los hombres más masculinos y, por tanto, las diferencias se incrementan (Barberá, Sarrió y Ramos, 2000).

    1.2. Cultura organizacional y conciliación familiar

    Existe, en el momento actual, suficiente investigación teórica y empírica que avala la persistencia del «techo de cristal» en el desarrollo profesional de las mujeres, a pesar de los avances sociales conseguidos a favor de la igualdad de oportunidades y de las medidas y acciones desarrolladas durante las últimas décadas. Una prueba evidente de que el problema se mantiene es la aparición del movimiento WIM (Women In Management) entre cuyos principales objetivos está incrementar la representatividad de las mujeres en puestos de dirección (Helgesen, 1990). Guiado por este propósito, el grupo WIM se ha interesado por conocer el funcionamiento y modo de operar de las barreras implícitas. Este análisis incorpora la confluencia de múltiples factores entre los que cabe destacar el fuerte arraigo de las tradiciones culturales, las relaciones de poder que sigue habiendo entre mujeres y hombres, así como otras dimensiones de carácter psico-social relativas a la construcción subjetiva de la feminidad y la masculinidad (Morrison y Von Glinow, 1990).

    Para explicar el proceso de marginación continuada hacia las mujeres que acontece en los entornos laborales, diversas teorías han intentado aglutinar algunos de los argumentos previamente expuestos a través del concepto de cultura organizacional. Con este término se alude al conjunto de significados, valores y normas que comparte cada organización, dirigiendo las relaciones entre las personas, creando redes y atribuyendo significados, hasta el punto de llegar a establecer una identidad colectiva (Alvesson y Billing, 1997). Es evidente que cualquier persona se siente, en mayor o menor medida, implicada en aquellos grupos de los que forma parte, de modo que la atmósfera general que allí se respira llega a formar parte de la propia identidad.

    La teoría del capital humano (Jacobs, 1999) considera que el proceso de automarginación de las mujeres deriva, en parte, de su falta de tiempo para dedicarlo al reciclaje, fuera de su horario laboral. La idea central de esta hipótesis es que las habilidades y aprendizajes que se adquieren con la experiencia laboral dentro de la organización resultan fundamentales para el progreso profesional. Una gran mayoría de mujeres quedan marginadas de dicha promoción, ya que no disponen de tiempo suficiente para invertirlo en completar su formación. De este modo, las diferencias mujer-varón en comportamientos laborales –dedicación y eficacia en el trabajo— o en actitudes –centralidad del trabajo en la vida— tienen su origen en el proceso de marginación que la estructura social ejerce contra las mujeres y en el mantenimiento de los roles y funciones estereotipadas de género.

    El alejamiento progresivo de las mujeres de los puestos de responsabilidad lo han analizado Ohlott, Ruderman y McCauley en un trabajo titulado «Gender differences in managers´developmental job experiences». Este análisis establece métodos cuantitativos objetivos para evaluar las experiencias laborales que tienen las personas durante el periodo de promoción y de las que, por los motivos previamente mencionados, quedan excluidas las mujeres. Tales experiencias, que serán decisivas en la carrera profesional, consisten básicamente en afrontar dilemas y resolver problemas específicos, tomar decisiones y superar posibles obstáculos, diseñar estrategias concretas de trabajo y desarrollar modalidades cooperativas entre los miembros del equipo (Berenguer, Castellví, Cerver, Juan, Torcal y de la Torre, 1999).

    Resulta lugar común afirmar que, por regla general, son las mujeres quienes suelen asumir como propias la mayor parte de responsabilidades familiares y cargas domésticas, incluso aunque trabajen a tiempo completo y compartan su vida con compañeros que tienen una actitud positiva para la colaboración doméstica. Para ellas, compatibilizar su profesión con las responsabilidades familiares ha sido y continúa siendo muy difícil, algo que exige mucho esfuerzo, una gran organización personal y una fuerte carga de estrés adicional. Las dificultades se agravan cuando se trata de actividades directivas que conllevan una dedicación prolongada y una gran disponibilidad de movimiento. De hecho, bastante mujeres que han llegado a ocupar un puesto directivo relevante afirman que, en algun momento de su vida, han tenido que afrontar el dilema de conceder prioridad al trabajo o a la familia (Headlam-Wells y Mills, 1999).

    En este sentido, la teoría de la elección racional (Hakim, 1996), complementaria de la anteriormente expuesta, se ha interesado por conocer las decisiones que deben tomar las mujeres para incorporar en sus desarrollos profesionales sus compromisos familiares, lo que suele restar posibilidades a su carrera y complicar el ejercicio laboral. Hakim argumenta que muchas mujeres tienen que hacer una elección consciente entre mantenerse en el campo de batalla de la competencia profesional o relegar esta faceta para compatibilizarla con las obligaciones familiares. Esta elección polariza la posición de las mujeres en el mercado laboral. Tal planteamiento coincide con lo que Bologh (1990) denomina «racionalidad femenina» por contraste con el concepto clásico de «racionalidad masculina» weberiana. A diferencia de esta última, que sólo toma en consideración las actividades instrumentales dirigidas a la meta, las elecciones racionales femeninas incorporan, dentro de las estructuras sociales y económicas, los sentimientos y emociones propios y ajenos. Las diferencias entre estos dos modos racionales de situarse ante el trabajo y la vida en general son determinantes de la posición que suelen ocupar las mujeres en la jerarquía laboral y social.

    La documentación disponible permite sintetizar que, en el momento actual, el techo de cristal lo apuntalan dos consistentes pilares referidos a la cultura organizacional dominante, caracterizada por la persistencia de creencias sociales estereotipadas sobre los géneros, y a las responsabilidades familiares asumidas mayoritariamente por las mujeres

    1.3. Intervenciones y medidas

    Para contribuir al resquebrajamiento de estos dos pilares hay que intervenir con acciones específicas, que deberán dirigirse tanto a la modificación de la cultura organizacional como a desarrollar acciones de conciliación entre trabajo público y tareas domésticas.

    La educación de la sociedad en valores de género —coeducación— se vislumbra como la vía más provechosa en el proceso de transformación de la cultura organizacional. Coeducar en valores igualitarios significa diseñar un curriculum explícito, pero también el desarrollo de otro implícito en el que niñas y niños, chicas y chicos, mujeres y hombres aprendan a compartir las actividades productivas y las funciones reproductivas (Bonilla y Martínez, 2000). Todos debemos valorar que tan importante como producir riqueza o beneficios económicos es saber disfrutar de los bienes producidos, compartiendo con los demás afectos y sinsabores como modo de hacer frente a los sentimientos de enajenación y soledad. Es necesario coeducar a la sociedad desde las aulas, desde los medios de comunicación y desde el propio contexto familiar para poder escoger y desarrollar en libertad la propia identidad individual. Se trata, sin duda, de un camino lento, cuyos resultados habrá que analizarlos con una perspectiva de medio o largo plazo. Pero, desde nuestra particular consideración, es la forma más segura de incorporar cambios en los estereotipos de género y en el sistema de valores sociales.

    Otra medida a medio plazo es lograr una mayor visibilidad de las mujeres en los entornos laborales. Su progresiva experiencia profesional, junto con la formación académica recibida, han contribuido al aumento de su seguridad personal, al tiempo que han incrementado el sentido de competencia y responsabilidad profesional. Sin embargo, en términos generales, los varones continúan teniendo mayor visibilidad en el trabajo. Son más políticos y prestan más atención al desarrollo de su imagen para hacerse visibles ante quienes pueden ayudarles en sus carreras profesionales. Las mujeres tenemos, por tanto, que aprender a desenvolvernos y a saber manejar «las reglas no escritas» que rigen los entornos directivos. Debemos aprender a hacernos más visibles e incorporarnos en las redes informales del poder real (Barberá, 2000b).

    Este proceso de cambio actitudinal es lento y presenta limitaciones generacionales. Está bien decir que las mujeres deben hacerse más visibles o que tienen que esforzarse por compartir responsabilidades familiares y, a veces, perder dominio y sentido de pertenencia con los hijos. O que los varones tienen que colaborar en las tareas domésticas y no plantear la colaboración como un apoyo auxiliar sino como un reparto razonable y equitativo. Pero cada generación tiene sus límites. Por tanto, hará falta que pase algún tiempo antes de observar cómo estos cambios han calado profundamente en las actitudes de las nuevas generaciones.

    Para posibilitar que hombres y mujeres compatibilicen la actividad laboral con las responsabilidades familiares se han propuesto, también, algunas medidas, cuyos resultados y consecuencias empiezan ya a evaluarse. La serie de acciones, planteadas como medidas a corto plazo, tienden básicamente o bien a incorporar mayor flexibilidad en el trabajo o bien a proporcionar ayuda familiar. Las prácticas de trabajo flexible han tenido una cierta implantación empresarial en algunos países, como Estados Unidos, Canadá o Gran Bretaña. Bastantes compañías han sido sensibles a algunas de estas innovaciones y las han acogido de muy buen grado, por el ahorro considerable de costes y el aumento de beneficios que tales iniciativas conllevan. Desde el punto de vista de los trabajadores, la principal ventaja es la posibilidad de un mejor aprovechamiento del tiempo y una mayor racionalización para equilibrar actividad pública y trabajo doméstico. El peligro, sin embargo, de estas prácticas es la posible percepción social de que las personas que las asumen tienen un nivel inferior de compromiso y capacidad, sobre todo si se difunden como medidas femeninas, de las que sólo se benefician las mujeres. En este caso, se favorece el efecto contrario del que se pretende, es decir que sigan siendo las mujeres quienes asuman todas las responsabilidades domésticas.

    Las medidas de apoyo familiar han tenido, por regla general, una implantación social más lenta y suelen ser cuestionadas por el gasto económico que conllevan. Un balance global de este tipo de acciones muestra una clara desventaja en comparación con las medidas tendentes a flexibilizar el tiempo y modo de trabajo. Es evidente que, al menos de forma inmediata, estas opciones conllevan un coste empresarial considerable y se perciben como medidas que básicamente benefician a los empleados. Es importante sensibilizar a las empresas acerca de las ventajas que a medio plazo puede suponer este tipo de acciones, en la medida en que redundan en beneficio del bienestar físico y psíquico de sus empleados y, por tanto, del clima organizativo general.

    En España, tanto las prácticas de trabajo flexible como las opciones de ayuda familiar dentro de la empresa están muy poco extendidas. La mayor flexibilidad laboral existe en relación con la gestión del tiempo de trabajo, en particular en lo que hace referencia a los horarios de entrada y de salida. Por el contrario, están poco difundidas la flexibilidad en el número de horas trabajadas (tiempo parcial, trabajo compartido, tiempo reducido voluntario), en el espacio de trabajo (teletrabajo, trabajo a distancia) e incluso en las interrupciones (pausas de carrera, licencias familiares).

  2. LOS BENEFICIOS DE LA DIVERSIDAD DE GÉNERO

    A comienzos de siglo se percibe un nuevo modo de afrontar la discriminación laboral de las mujeres. La perspectiva de género, que desde la década de los ochenta ha venido desarrollando explicaciones plausibles sobre el techo de cristal y los posibles modos de resquebrajarlo, da un giro en su planteamiento y propone otro enfoque en el análisis de la realidad social. El foco de atención no se dirige a reivindicar los derechos fundamentales que poseen las mujeres ni tampoco a analizar los obstáculos que se interponen en su desarrollo profesional. Con un tono mucho más positivo, se apela a las ventajas del «criterio de diversidad» y a los beneficios que la «diversidad de género» puede aportar a las organizaciones y al progreso social general.

    El criterio de diversidad, cuya filosofía se ha plasmado en diversos enfoques educativos y psico-pedagógicos, procede de la tradición anglosajona y en fechas recientes se ha empezado a aplicar a diversos entornos organizacionales con el propósito fundamental de aprovechar al máximo los recursos humanos disposibles. En principio, la diversidad enfatiza el valor de la variabilidad individual, de manera que cada persona se valora por lo que es y puede aportar por sí misma. La valoración de este criterio supone fundamentalmente un cambio de perspectiva, en la medida en que la diversidad se concibe como un potencial a explotar y no como un problema que precisa tratamiento (Jacobson, 1999).

    Desde un planteamiento utilitarista, la diversidad se presenta como un hecho irreversible y las múltiples formas que la diversidad adopta se ofrecen como una tendencia característica de los entornos organizacionales, que va a ir en aumento durante los próximos años. La economía mundial del siglo XXI se muestra tremendamente compleja y en ella destacan las características de inestabilidad, dinamismo y globalización creciente. El proceso de globalización de los mercados se especifica mediante la convergencia de algunos factores, entre los que destacan la apertura de nuevos mercados y la caida de barreras comerciales, el diseño y distribución de productos estandarizados a todos los países y el afianzamiento de la capacidad que la publicidad tiene para modular las preferencias de los consumidores. Además, las consecuencias derivadas de la revolución tecnológica han superado con creces las expectativas sociales existentes hasta hace unos cuantos años. Por todos estos motivos, la economía se encuentra en una fase de intenso cambio, tanto a nivel organizativo como de filosofía empresarial. Las organizaciones se ven obligadas a transformarse para asegurar su supervivencia, lo que conlleva la adopción de actitudes estratégicas innovadoras. Las empresas se encuentran ante un entorno social incierto, complejo e inestable y van siendo conscientes de que su éxito depende, en gran medida, de la disponibilidad de recursos humanos y del impacto positivo que estos recursos puedan tener sobre la actividad empresarial.

    Los cambios que ha tenido que abordar la organización laboral durante los últimos años han afectado a las demandas del mercado y a la oferta de trabajo. Por un lado, cada vez existe mayor variabilidad en la fuerza laboral. El incremento espectacular en el promedio de vida activa de las personas, el acceso generalizado de las mujeres al mercado del trabajo, las emigraciones masivas de la población de los países en vías de desarrollo, los conflictos bélicos entre distintas nacionalidades son todos ellos factores que contribuyen al fomento de la diversidad generacional, de género, racial o nacional. El asentamiento de todas estas diversidades se ofrece como un hecho constatable en la vida cotidiana, y se perfila como una alternativa que puede ser útil para mejorar la competitividad laboral y para optimizar el aprovechamiento de los recursos disponibles.

    Por parte de la demanda, cada vez se hace más explícita la necesidad de innovar y de ofrecer soluciones creativas ante los nuevos problemas que van surgiendo sin tener previsiones establecidas para abordarlos. El aprendizaje de un oficio y su práctica estable de por vida representan vestigios laborales de una época que ya se ubica en el pasado (Barberá, 2000a). Hoy, sin embargo, una gran mayoría de trabajos exigen la aplicación de recursos diversos a la resolución de nuevos problemas. Todo ello precisa el fomento de una serie de cualidades personales, como flexibilidad, rapidez y capacidad de aprendizaje, en tanto recursos humanos esenciales para avanzar. La movilidad laboral es tan grande que el concepto de diversidad se ha convertido en básico para fomentar el progreso social.

    2.1. Diversidad de género

    También es posible aplicar la filosofía de la diversidad a colectivos humanos, por ejemplo, las mujeres. En tales casos, las personas no son consideradas como un grupo desfavorecido que reivindica derechos, sino como sujetos que tienen valores que aportar a la sociedad, en general, y a la organización laboral, en particular. El valor potencial del género en el momento de cambio actual ha sido descrito recientemente con estas palabras:

    El valor del género debería formar parte de un proyecto más amplio de cambio organizacional que abarcara a toda la fuerza laboral. Cualquier compañía debería poder desarrollar el potencial ofrecido por las mujeres: buena comunicación y habilidades de relación, capacidad para manejar el estrés e innovación creativa. Más aún, puesto que las mujeres no han interiorizado los valores, creencias y métodos convencionales de la organización laboral, pueden actuar como mejores agentes de cambio 1

    .

    En el actual proceso de cambio, los modelos tradicionales de organización laboral se muestran caducos y no resultan demasiado provechosos. Esta inadecuación se explicita, de manera clara, en las actividades directivas, actividades que, hoy en día, requieren grandes dosis de iniciativa, asunción de responsabilidades y buen entendimiento con el equipo de trabajo. El estilo directivo clásico, de jefe único que ordena y manda, no se adapta a las necesidades empresariales del momento. En su lugar aparecen nuevos modelos directivos, cuyo éxito procede, más que de mandar, de liderar a un grupo y conseguir que entre todos se desarrolle un sentido de equipo y de empresa común, que haga que sus miembros se sientan partícipes del trabajo y responsables de sus respectivas competencias. Carisma, capacidad de liderazgo, innovación, dirección horizontal son conceptos que parecen más acordes con esta nueva modalidad de dirección.

    La evolución registrada en los estilos de dirección refleja, a su vez, algunos cambios históricos, entre los que cabe destacar, por un lado, una reducción en la consideración del «estilo de liderazgo» como una esencia, que se desarrolla al margen de la experiencia personal, de las condiciones situacionales y del aprendizaje. Y, por otro lado, el incremento del número de mujeres profesionales y la consiguiente redefinición del «perfil directivo ideal» tomando en consideración las ventajas de las cualidades femeninas.

    La investigación procedente de la Psicología de las Organizaciones ha sintetizado dos tipologías dominantes en la cultura laboral, denominadas respectivamente estilo transaccional y estilo transformacional. En el liderazgo transaccional (Rosener, 1990), la dirección se orienta a conseguir los objetivos laborales propuestos. De ahí la denominación de que es un estilo «orientado a la tarea». La actividad directiva consiste en una serie de transacciones con los subordinados, intercambiando recompensas por los servicios prestados, o castigos por los desempeños inadecuados. Es un estilo caracterizado por el poder de la autoridad formal, donde el directivo inicia actividades en el grupo, las organiza y define la manera en que hay que hacerlas, y que incluye como comportamiento insistir en los estándares y decidir en detalle qué se debe hacer y cómo hay que conseguirlo.

    El liderazgo orientado a las personas o estilo transformacional se define como aquél que promueve la participación de los miembros del equipo, de los grupos y de la organización en su conjunto. Se caracteriza por prestar mucha atención al funcionamiento del grupo y saber crear un clima de confianza con los miembros del equipo. Este estilo de dirección tiende a fomentar la interacción personal y la motivación hacia el trabajo, realzando el valor de la relación y el poder compartido.

    Aunque, en tanto tipologías teóricas que son, ninguno de los dos estilos descritos se corresponde con el comportamiento habitual de las personas, el estilo de dirección orientado a la tarea refleja, hasta cierto punto, el pensamiento estereotipado masculino, mientras que el estilo orientado a las personas se asocia con las características del estereotipo femenino.

    Según Grant (1988), hay seis ámbitos de la experiencia, históricamente vinculadas con el desarrollo de la feminidad, que pueden ser relevantes para las demandas que plantea la nueva organización laboral actual en relación con el ámbito de la dirección: i) comunicación y cooperación; ii) afiliación y vínculo; iii) poder; iv) concreción; v) emotividad y vulnerabilidad; y vi) empatía. En el entorno laboral directivo, la mayor capacidad general de las mujeres para participar y hacer partícipes a los miembros de su equipo de las decisiones a tomar, así como su mayor inclinación hacia comportamientos cooperativos es determinante para favorecer el bienestar psicológico y el nivel de compromiso de los empleados con sus respectivos trabajos. La afiliación, es decir el sentirse miembro de un equipo, casi una familia, favorece la integración y puede ser un remedio eficaz para hacer frente a los sentimientos de alienación y soledad. El poder femenino, entendido no como capacidad sobre el grupo sino del grupo y por el grupo, se puede convertir fácilmente en una fuerza transformadora, beneficiosa para la organización laboral. Por su parte, el pensamiento concreto, la mayor facilidad de las mujeres para mostrar emociones y sentimientos y su mayor empatía constituyen recursos humanos que pueden ser beneficiosos tanto para el clima organizacional como para la mayor efectividad del trabajo en equipo.

    Autores como Helgesen (1990) o Loden (1986) sintetizan en dos las características básicas del estilo de dirección femenino. Por un lado, una relación horizontal basada en la colaboración interactiva y poco jerarquizada entre el directivo y los miembros del equipo, y, por otro, la utilización de la intuición y la empatía como modos eficaces de resolver problemas.

    En un momento como el actual, caracterizado por la globalización, inestabilidad e imprevisibilidad, la conjunción de ambos estilos puede resultar provechosa para la organización. Con ello se consigue compatibilizar el sentimiento compartido de que el equipo es artífice de los logros conseguidos con la orientación de esfuerzos comunes hacia una meta.

    2.2. Valor de la diversidad de género y cambio organizacional

    La diversidad de género en la fuerza laboral, la heterogeneidad en los equipos directivos y la variabilidad en los estilos de liderazgo aporta nuevos valores y presenta ventajas para las personas y para el progreso social, además de poder evaluarse por su rentabilidad económica. Desde una consideración individual, las consecuencias comportamentales y actitudinales positivas que tiene la diversidad en la vida de las mujeres son evidentes. La progresiva profesionalización femenina y el incremento de mujeres ocupando posiciones directivas repercute sobre su nivel de autoestima, sentido de auto eficacia y motivación de logro. Socialmente dicho incremento contribuye al aprovechamiento de los recursos humanos disponibles y sirve, además, para modificar los prejuicios sociales sobre la carencia de aptitudes y/o actitudes directivas de las mujeres, consiguiendo así una valoración simbólica de las mujeres, en general, y de los rasgos prototípicos femeninos. Finalmente, el argumento empresarial básico para sostener la diversidad de género es que este criterio puede contribuir a aumentar los beneficios económicos.

    No a cualquier mujer, por el simple hecho de serlo, hay que suponerle el desarrollo de los rasgos que configuran la feminidad. Si miramos a nuestro alrededor y observamos cómo se comportan las personas, vemos que las diferencias entre una mujer y otra pueden llegar a ser tan grandes como las que se dan entre un varón y una mujer. Rasgos psicológicos, como la expresividad emocional o las habilidades comunicativas, y competencias directivas, como la capacidad de síntesis o de saber negociar ante una situación conflictiva, pueden estar muy acusadas en una mujer y muy poco en otra. Incluso una misma persona, en función del contexto situacional en el que se desenvuelva, puede mostrarse muy extravertida o muy reservada, puede aparentar un gran control emocional o, por el contrario, manifestar sus sentimientos sin ningun pudor. Por regla general, en situaciones públicas, en las que la persona se sabe observada, todos tendemos a manifestar comportamientos más acordes con las prescripciones sociales de género. Las mujeres nos hacemos más femeninas y los varones más masculinos. En la vida privada, sin embargo, los comportamientos se muestran menos estereotipados y suelen presentar mayor riqueza y variabilidad individual.

    De igual modo que la riqueza idiosincrática de cualquier individuo supera con creces la simplificación polarizada de características masculinas versus femeninas, las personas comparten entre sí conductas, emociones, pensamientos, afectos y valores. En términos comparativos, mujeres y varones tienen en común más similitudes que rasgos diferenciales. Sin embargo, hemos aprendido a representarnos mentalmente a unas y a otros como polos opuestos. Esta representación polarizada ha favorecido el desarrollo de los estereotipos, en general, y el fuerte arraigo de los estereotipos de género, en particular. Un estereotipo consiste en una simplificación deformada de la realidad y, por tanto, nunca coincide con ella. Así, el prototipo de persona directiva con «estilo transformacional» o «transaccional» no existe en realidad, aunque sirve para significar a un determinado colectivo humano.

    Por otro lado, los estereotipos de género, en tanto sistema de creencias que son, no se limitan a reflejar la realidad de forma esquemática y simplificada, sino que intervienen activamente sobre ella y contribuyen a modificar comportamientos e interacciones humanas (Barberá, 1998 b). La «profecía autocumplida» evidencia la fuerza que ejercen las creencias sobre la actividad humana. Existen, en nuestro entorno cultural, bastantes ejemplos ilustrativos del poder que los prejuicios sociales pueden llegar a tener sobre la conducta. La idea de que las mujeres son menos ambiciosas que los varones o que no tienen madera de directivas favorece, por un lado, el hecho de que las organizaciones directivas las valoren menos y, por tanto, se resistan a contratarlas; y, por otro lado, el que ellas lleguen a creerse que no sirven, con lo cual pueden esforzarse menos y poner menos empeño en su promoción profesional. El resultado final es que estas mujeres, que en principio no tienen por qué ser ni más ni menos ambiciosas que sus compañeros varones, acaban desarrollando menos ambiciones profesionales, con lo que se da cumplimiento a la profecía.

    La metáfora de la profecía autocumplida frecuentemente utilizada para explicar los modos en que la cultura organizacional obstaculiza el desarrollo psíquico y social de las mujeres, puede actuar en sentido contrario, si se difunde lo que de positivo y valioso hay en los modos femeninos de actuación. La sociedad no debe perderse lo que las mujeres aportan como valor ni los entornos organizacionales desaprovechar la aplicación de determinadas características femeninas ante los requerimientos actuales. Hay que contribuir a transformar la creencia popular que sostiene que las mujeres no tienen motivación de poder por nuevas representaciones que realcen el valor social de algunos atributos femeninos en los que históricamente se ha socializado a las mujeres.

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    Catedrática del Departamento de Psicología Básica. Universitat de València.

    Becarios de Investigación del Institut Universitari d™Estudis de la Dona. Universitat de València

    1 Aeropuerto de Roma.

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    RESUMEN: Este artículo se plantea como objetivo básico aplicar la perspectiva de género al análisis de la situación laboral en los países desarrollados. A partir del reconocimiento de que la discriminación contra las mujeres pervive en el mercado del trabajo como fenómeno generalizado, se describen dos modos complementarios de afrontamiento ante esta situación. El enfoque del techo de cristal se interesa por conocer cuáles son las principales barreras, aparentemente invisibles, que obstaculizan el progreso profesional de las mujeres. Por el contrario, el enfoque de la diversidad, con un tono más positivo y novedoso, apela a las ventajas de este criterio y a los beneficios que la diversidad de género puede aportar a las organizaciones y al progreso social. La investigación teórica y empírica sobre obstáculos y barreras laborales presenta como conclusión que, en el momento actual, el techo de cristal lo apuntalan dos consistentes pilares referidos a la cultura organizacional dominante, caracterizada por la persistencia de creencias sociales estereotipadas sobre los géneros, y a las responsabilidades familiares asumidas mayoritariamente por las mujeres. Aunque todavía se carece de resultados concluyentes en la aplicación de la diversidad, este enfoque incide en la necesidad de incorporar los valores de género como un modo útil de abordar la complejidad y ambigüedades características de los entornos organizacionales.

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