Ajustes neoliberales al constitucionalismo social

AutorAndrés Rossetti/Silvina Ribotta
Páginas119-136

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I Cambio fundacional

A partir de la puesta en marcha del Tratado de Maastricht y del proyecto de la moneda común, se inició en los países europeos un nuevo proceso constituyente de carácter antisocial y antidemocrático, a espaldas de la ciudadanía. No es algo casual, sino que responde a una estrategia ideológica conservadora, iniciada en la década de los años 70 del siglo XX en Estados Unidos, conocida como neoliberalismo. El inicial proyecto político y social de la construcción europea fue, de esta manera, cooptado por dicha ideología. Los grandes centros de poder financiero decidieron destruir el legado de la cultura política socialista e internacionalista, que se opuso al fascismo y constituyó el germen político de la construcción europea, e introducir un cambio fundacional en ella.

A diferencia de los países latinoamericanos, donde el proyecto ideológico del neoliberalismo fue llegando de manera individual a cada país, tras su inicial éxito privatizador en el Chile de Pinochet y en la Argentina de Menem, en Europa la estrategia neoliberal llegó a través de la creación de instituciones europeas comunes y del proyecto de la moneda única. El eje central fue la creación de un Banco Central Europeo, totalmente independiente, que nunca tuvo competencia para prestar dinero directamente a los Estados miembros, sin embargo sí la tenía para hacer préstamos a los bancos con un interés muy bajo. Estos, a su vez, prestaban el dinero a los Estados, pero con intereses mucho más elevados. De esta manera, el capital financiero de los oligopolios económicos se fue fortaleciendo, paralelamente a la creación de las instituciones europeas comunes, hasta

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el momento actual en el que ejerce un poder casi total1, con una política únicamente monetarista.

En una entrevista aparecida en febrero de 2012 en las páginas del Wall Street Journal, Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo (BCE), afirmaba que el modelo social europeo “ha muerto”. ¿Estamos ante una profecía auto-cumplida2Parece que el pragmatismo económico de los más fuertes ha triunfado sobre el inicial proyecto político y social común de Europa.

Está claro, que está mal visto ser anti-europeísta o euro-escéptico, pero lo cierto es, que la Unión Europea (UE) actual se ha convertido en un escenario de confrontación entre países ricos y países pobres, con un juego de suma cero: si unos ganan, otros pierden. Es necesario hacer una refundación política de la UE. La actual Europa del euro es política, social y culturalmente un fracaso. Es imprescindible, que Europa consiga articular un proyecto social y económico común. La Europa del euro no podrá funcionar sin una autoridad política, que equilibre las diferencias y desigualdades entre los países (norte-sur) y sin que exista una estrategia de desarrollo común. De lo contrario, la deriva anti-europeísta, abonada por un creciente discurso nacionalista y proteccionista ante la crisis financiera, encontrará un terreno abonado. Y el peor escenario posible puede darse, si la desconfianza hacia Europa, sus políticas de austeridad, recortes de derechos y privatizaciones, deriva también hacia una desconfianza en la democracia y en sus instituciones.

No cabe duda de que los derechos, libertades y principios recogidos en el ámbito de la Constitución material presuponen una visión antropológica, producto de una reflexión moral previa. Esta, que se configura como uno de los presupuestos del constitucionalismo moderno europeo, proporciona una imagen moral de los seres humanos (el ciudadano como sujeto moral) y de cómo han de articularse social y jurídicamente. Por ello, un cambio en las bases éticas de la Constitución, implicaría un cambio en la concepción de la “ciudadanía”. ¿Es este el cambio fundacional al que estamos asistiendo en Europa?

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II Regulación de los derechos sociales: el constitucionalismo social

El primer texto constitucional que proclamó, junto a los derechos individuales, los derechos sociales y económicos de los trabajadores y campesinos fue la Constitución mexicana de 5 de febrero de 1917, expresión del liberalismo social y de la ideología revolucionaria. Posteriormente, estos derechos fueron incorporados en la Constitución de la República de Weimar de 14 de agosto de 1919. Otras Constituciones revolucionarias, como la soviética de 1936 o la española de 19313, seguirían los mismos pasos.

Tras la crisis de 1929, y concluida la Segunda Guerra Mundial, se fue fraguando el denominado “consenso social-demócrata”, que permitió la progresiva protección institucional del trabajo y de los derechos a él asociados, mediante una compleja organización de las estructuras sociales y económicas. Se abre la puerta, de esta manera, al constitucionalismo social, uno de los ajustes más importantes en el ámbito de la Constitución material.

La narrativa jurídico-política oficial enfatizaba que, hasta ese momento, el Estado liberal no intervenía en la vida económica y social y se limitaba a garantizar formalmente la libertad contractual, la propiedad privada y la seguridad jurídica. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. El Estado liberal moderno, desde su origen, siempre intervino en la distribución del poder social y económico, preservando la situación de las elites económicas y empresariales. Los derechos de los ciudadanos, recogidos en la Constitución material, se estructuraron en base a la autonomía individual y a las relaciones contractuales entre individuos-propietarios libres, tal como lo argumentó John Locke. Es decir, pivotaron sobre un actor social muy particular: hombre, libre y propietario.

Se generó entonces un equilibrio político y económico liberal, que fue derivando en un anti-indivualismo estructural, en base al cual se legitimó desde el principio la concentración de poder en élites y grupos económicos, que acabarían dominando el mundo, y a cuyo rescate siempre ha acudido y acude el Estado, porque los derechos de libertad operan como

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límites al poder político. Y esto se consiguió mediante el intervencionismo del Estado liberal a favor de dichos grupos e impidiendo el acceso a los derechos y libertades de las clases desposeídas de la propiedad. Se conjugó entonces el triunfo del individualismo ético burgués respaldado por la moral judeocristiana más conservadora. Los derechos constitucionalizados en ese momento fueron una suerte de “lujo politizado” en manos de una clase social (la burguesía de propietarios libres), una raza (la blanca) y un género (los hombres).

Cuando se constitucionalizaron y se regularon los derechos sociales y económicos, se invirtió el sentido del intervencionismo estatal en la economía. El ajuste en la Constitución material fue entonces limitativo del poder económico, introduciendo un nuevo principio rector: la solidaridad pública y la redistribución social. En ese momento, se comenzaba a intervenir en favor de aquellos ciudadanos, que no tenían otra manera para sobrevivir que su trabajo. Se aceptó la opción moral de que el Estado tenía también que asumir una responsabilidad en el bienestar material de los ciudadanos. Este intervencionismo permitió la integración de la clase trabajadora en el sistema, mediante la progresiva adquisición de derechos a cambio de la renuncia de ésta a la revolución. Permitió también introducir ciertos límites a la tendencia liberal de mercantilizar las relaciones sociales.

A partir de la década de los años setenta del siglo XX, tras el Consenso de Washington, el giro monetarista y el auge de la doctrina económica neoliberal y del neoconservadurismo político, se comienza a introducir un nuevo ajuste en el ámbito del constitucionalismo material y de sus principios rectores. En esta ocasión, el ajuste económico se lleva a cabo especialmente sobre los derechos laborales y los derechos sociales, en favor de nuevo de las oligarquías empresariales y, ahora también, financieras4. Y el ajuste político neoconservador se lleva a cabo incidiendo en la seguridad (física de los individuos) y en detrimento de la libertad y bienestar de los ciudadanos. De nuevo, se aboca a la ciudadanía al viejo dilema ético hobbesiano entre libertad versus seguridad, que es

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utilizado como coartada para un tipo de gestión política del miedo5y de la inseguridad.

Tras cuarenta años de ajuste neoliberal, el resultado está siendo demoledor para las clases trabajadoras y populares, que ven como sus rentas laborales disminuyen, sus derechos se precarizan y las promesas de ascenso social se frustran tras la privatización de los servicios públicos y la regresión social. Esto, junto al rechazo evidente de la oligarquía a contribuir a las arcas públicas y a los gastos comunes, está convirtiendo la crisis económica en una crisis de derechos y, consecuentemente, en una amenaza para la dimensión emancipadora de la democracia.

Las actuales políticas de austeridad tienen como objetivo la privatización de servicios públicos y derechos sociales. Este tipo de respuestas ante la crisis económica se corresponde con una estrategia ideológica. Por ello, aquellas no son coyunturales, sino que persiguen un cambio de modelo, cuyos pilares son la desaparición del Estado Social, un estado mercantilizado y corporativo, políticas asistenciales en la pobreza, un sistema jurídico más represivo que garantista (enfocado en el derecho penal del enemigo) y priorización de la defensa de la seguridad física de los individuos frente a la seguridad y libertad de los ciudadanos.

III Desregulación: la técnica jurídica de la globalización

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