Notas sobre la adaptación del ombudsman a los ordenamientos de las comunidades autónomas

AutorMercedes Vera Padial
CargoCatedrática de la Escuela Universitaria de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada
Páginas9- 23

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I La época de la ombudsmanía y el problema de la naturaleza jurídica de las instituciones

Cuando Powells, según parece, utilizaba por primera vez en 1969 el término ombudsmanía, probablemente no alcanzaba a ver por completo la adecuación del mismo como concepto simultáneamente descriptivo y veladamente crítico. En efecto, basta acudir a la más elemental evidencia inmediata para darnos cuenta —diciéndolo ahora en palabras de un autor español— que nos encontramos en la época de la ombudsmanía. No es sólo que haya ombudsman (o al menos así se presenta) desde Noruega a Portugal, desde Isla Mauricio a Zambia, desde Florida a Utah, desde Jerusalén a Little Rock, es que, además, esta institución ha sobrepasado ya el ámbito estatal por arriba y por abajo. Así las cosas no extrañará que en la propia España franquista se suscitara la conveniencia de la existencia de un ombudsman. Desde la visión bienintencionada pero decididamente ingenua de Torné, que lo consideraba especialmente indicado supuesta la enorme discrecionalidad con que cuenta la Administración, a la mucho menos fiable de Boquera que, por lo visto, para acabar con la discrecionalidad, no encontraba camino más corto que el de vincularlo única y exclusivamente al jefe del Estado.

Tampoco extrañará que la doctrina pueda mencionar con cierro entusiasmo el alcance de la ombudsmanía a la empresa privada. Parece, por ejemplo, que la Ford Motor Company y la Ohio Bell están muy interesadas en él. Algún diario cuenta ya también con un ombudsman de los lectores. También cuentan con él las mujeres de Amsterdam que se dedican a lo que el lenguaje del barroco español llamaba la mala vida. Y sin salir de casa, la Universidad de Granada, en el capítulo V del título III de sus estatutos, lo establece y regula. Con altas dosis de originalidad y precisión por cierto. Véase en seguida: «El defensor universitario es el comisionado del claustro de la Universidad de Granada para la defensa de los derechos de la comunidad universitaria. A estos efectos podrá supervisar la actividad de la administración universitariaPage 10dando cuenta al claustro». Universitariamente, por lo menos a esos efectos, ya estarnos a la altura de Princeton o Filadelfia.

Y si los estatutos de una modesta universidad española tienen esa preocupación, no podía esperarse que carecieran de ella los foros internacionales. En el ámbito europeo es el caso del defensor del pueblo que contempla el Tratado de la Unión Europea (el Tratado de Maastricht de 1992) en su art. 138 E. Tampoco es ajena a esta preocupación la Asamblea General de Naciones Unidas. Ni lo son organizaciones no gubernamentales como la Internacional Bar Association. No extrañará, por último, moviéndonos ahora desde una perspectiva doctrinal, que cuando el Centro de Estudios Constitucionales preparaba para unas Jornadas de Estudios sobre el ombudsman una bibliografía referida a los últimos años se vio precisado a incluir en ella más de 700 títulos.

Aunque sea de pasada, añadiremos que la ombudsmanía que mencionamos tiene un peculiarísimo registro español, al hilo de la construcción del Estado de las autonomías y en la búsqueda del precedente histórico. Eso opera por igual en el legislador y en la doctrina. Fairén puede discutir encarnizadamente con Alzaga sobre si el justicia mayor de Aragón era un ombudsman más o menos hablando propiamente. No faltará quien detrás del síndic catalán vea ciertas instituciones históricas que tenían precisamente como misión garantizar a un tiempo la observancia del derecho por los funcionarios del rey y defender las leyes de la tierra. Pérez Luño, refiriéndose al más difícil de los casos, había podido ver tras el defensor del pueblo andaluz al sahid-Al-mazalin, que en el Estado de los omeyas era algo así como el juez para los actos injustos del poder, como el juez del contrafuero. Y rara es la exposición de motivos de las leyes reguladoras de tos defensores autonómicos en que la búsqueda no se emprende con entusiasmo, cosa que aquí no podemos ver con detenimiento.1

La expresiva miscelánea que acabo de presentar no tiene por objeto sumarse a la habitual y obligada referencia respecto al éxito formidable de la institución. Muy por el contrario y desde la perspectiva mucho más humilde del jurista trata únicamente de poner de relieve las extraordinarias dificultades que se derivan de la cantidad de instituciones que caben bajo la cubierta protectora del ombudsman y la ombudsmanía. Si, como alguna vez se ha dicho, hacer ciencia jurídica es diferenciar, el concepto difuso del ombudsman resulta carente de utilidad y sospechoso por constituirse en cobertura indiscriminada.

Como consecuencia de ello por lo menos: Primero, hay una solución insatisfacto-ria de los problemas de construcción dogmática, muchos de los cuales ni siquiera son planteados. Segundo, se produce una reducción inadmisible de la potencialidad de la figura. Más en concreto, en beneficio de la «supervisión de la Administración» se olvida el defensor en cuanto defensor de los derechos contenidos en el título I de laPage 11CE. Tercero, todo ello está lleno de consecuencias jurídicas, directas o indirectas pero siempre restrictivas.

Desenvolvamos un poco el argumento a partir del concepto de naturaleza jurídica. No es mucho lo que la doctrina española ha hecho en este sentido. No es ésta la perspectiva de los valiosos trabajos de Marc Carrillo, Pitarch, López Basarugen y Pérez Calvo. Ni en el ámbito de los comisionados regionales, de los trabajos de Eguiguren, Bar Cendón, Cano Bueso, Luque Sevilla, Folchi y Bayona, etc. Ha sido Varela-Suances el único que se ha ocupado más de la cuestión. Pues bien, para él las notas básicas que caracterizan la naturaleza jurídica de la institución son en primer lugar tratarse de un órgano auxiliar de las Cortes Generales. En segundo lugar tratarse de un órgano de control bifronte, esto es control de la actividad administrativa y control semicontencioso o de impulso jurisdiccional. En tercer lugar, ser un órgano creado por y para la defensa de los derechos fundamentales.

Ocurre, sin embargo, que a la hora de analizar los defensores del pueblo regionales la preocupación por la naturaleza jurídica desaparece. Con lo que ignoramos si es que sencillamente se considera irrelevante, o se asimila implícitamente a la del defensor del pueblo estatal.

Para poder abordar correctamente la cuestión que interesamos, conviene detenerse un momento, si vale el juego de palabras, en la naturaleza jurídica de la naturaleza jurídica. Siendo un concepto tan recurrente en el terreno dogmático muy pocos se han ocupado de ella. Ciertamente se puede encontrar algún texto de Esmein o de Hauriou al respecto aunque se trate de referencias incidentales. En la doctrina española únicamente Luis Estévez se ha ocupado de ello. En realidad, si observamos el uso que los juristas hacen del concepto de naturaleza jurídica, notaremos inmediatamente que el mismo opera a través de diversos modelos, no siempre modélicos: a) Rutinarismo ingenuo. Se trata en este caso de seguir una inveterada costumbre sin experimentar siquiera la inquietud de preguntarse a qué necesidad responde; b) Naturaleza jurídica como «esencia». Fuertemente enraizada en la filosofía aristotélico-tomista, la esencia sería algo así como el constituyente primordial de una cosa. «Decir lo que una cosa es equivale, indirectamente y por lo mismo, a decir lo que no es, aquello que la diferencia de otras»; c) Naturaleza jurídica como estructura.

Sea de una forma u otra, al menos en principio, la identificación de la naturaleza jurídica de una institución sirve sobre todo para diferenciar (por la «esencia» —entrecomillado— de una institución, por su esrructura, por su finalidad, por qué no por su contexto, etc.). Pues bien, la naturaleza jurídica de un ombudsman universal, omnipresente, ahistórico, indiscriminado, que actualmente opera en la doctrina — De Vergot-tini puede representar un buen ejemplo en el caso italiano y Fairén en el español—, ha servido a nuestro juicio precisamente para lo contrario: para unificar arbitrariamente, para identificar un modelo urbis et orbe al que pueden reconducirse o reducirse los ombudsman realmente existentes. Y eso produce infundados efectos dogmáticos y hasta prácticos como más adelante veremos. ¿Qué suerte de institución en definitiva es esa que cabe por igual en el Al Andalus de los omeyas y en la Universidad de Princeton, en regímenes parlamentarios y en otros que no lo son, a veces dependiente del Parlamento y otras del Gobierno, en ocasiones coincidiendo con el mandato parlamentario y en otras divergiendo de él, en unos casos con un tipo de competencias y en otros con competencias completamente diferentes?

Las preguntas se podían seguir encadenando casi sin límite. Al final el únicoPage 12punto de coincidencia sería que el ombudsman supervisa la Administración y defiende a los administrados de sus posibles abusos. Pues bien, mi punto de vista es que esta nota —que está acaso como arquetipo introduciéndose cada poco en los argumentos de la doctrina y del legislador estatal o territorial— en modo alguno sirve para caracterizar ni al defensor del pueblo ni a los defensores o comisionados autonómicos.

Recordemos con Hesse que sólo puede hablarse de interpretación constitucional cuando debe darse contestación a una pregunta de derecho constitucional que a la luz de la Constitución no ofrece una solución clara. Y comencemos, pues, por leer la Constitución. El artículo 54 no dice en absoluto que el defensor del pueblo es un alto comisionado de las Cortes Generales para la supervisión de la actividad de la Administración. Ni siquiera dice que es un alto comisionado de las Cortes Generales para la defensa de los derechos del título I mediante la supervisión de la actividad de la Administración. Lo que dice es que es un alto comisionado de las Cortes Generales para la defensa de los derechos comprendidos en el título I, a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la Administración. Esto es, desde el arranque constitucional mismo queda claro que lo que caracteriza a la institución del defensor del pueblo es la defensa de los derechos del título I y que la facultad de supervisar la actividad de la Administración no es sino un instrumento, un instrumento entre los posibles, no el único, para el cumplimiento sin excepción en el caso de los distintos comisionados autonómicos, que incluso en algunos casos (valedor, justicia de Aragón, ararteko), amplían considerablemente la perspectiva.2

Curiosamente, y tal vez por el peso del arquetipo de ombudsman que hemos venido refiriendo, se olvida la figura similar de la que en mayor medida procede la regulación española. Ni en los debates parlamentarios ni en las construcciones doctrinales hePage 13encontrado una sola referencia expresa al provedor de justicia portugués cuando, sin embargo, su peso en la construcción española nos parece indiscutible. Puede que este no reconocimiento expreso se deba al superior prestigio de otros modelos. Puede que tenga algo que ver con las distorsiones iniciales que resultan de que el primer modelo de provedor de justicia, nombrado por el presidente de la República a propuesta del ministro de Justicia, surge en un momento preconstitucional y como resultando de la importancia urgente que se confería a la institución. Puede que se deba a su escasa divulgación doctrinal.

Pues bien, creemos que es el modelo portugués el que opera legalmente por vez primera la decisiva transformación de convertir al provedor en una institución de defensa de los derechos y libertades. Como Luis Silveira ha escrito, el ombudsman surgió originariamente como institución destinada a controlar la actuación de la Administración y aún hoy hay quien considera que esa es su misión específica y principal. Se ha producido, sin embargo, recientemente una fuerte tendencia al reconocimiento de su naturaleza de medio no judicial de defensa de los derechos del hombre.

El estatuto del provedor consagró expresamente esta dicotomía de finalidades confiriendo relevancia instrumental a la tarea de asegurar a través de mecanismos informales la justicia y la legalidad de la Administración. Por lo demás esta orientación, si bien no legalmente consagrada, aparece cada vez con mayor insistencia. En el seminario de Siena en 1982, en el de Madeira de 1983 y en la mesa redonda de los ombudsmen europeos celebrada en Madrid en 1985 esta perspectiva ha sido la destacada. En la Resolución (85) 8 del Consejo de Europa y en su Recomendación (85) 13 se incita a los estados miembros no sólo a crear la institución sino a reforzar sus poderes en materia de defensa de los derechos humanos.

Que el provedor de justicia tenga esta definición y se acoja a ese modelo produce evidentemente consecuencias jurídicas que afectan a sus funciones y a sus competencias. Por mencionar sólo las más llamativas y, si se quiere, las no contempladas en los modelos habituales:

1) Invocación ante el Tribunal Constitucional de la inconstitucionalidad por omisión; es decir, ia no emanación de legislación ordinaria en concreción de los preceptos constitucionales.

2) La facultad de requerir al Tribunal Supremo la ¡legalización y consiguiente extinción de las organizaciones fascistas.

3) La posibilidad de suscitar ante el ministerio fiscal el inicio de las acciones judiciales destinadas a obtener la condena en la abstención del uso o de la recomendación de las cláusulas generales de los contratos siempre que sean abusivas o contrarias a la buena fe, así como solicitar la modificación de cláusulas con las mismas características desde el momento en que sean impuestas o estén aprobadas por entidades públicas.

Del examen de todo lo cual quisiera deducir, en referencia al provedor de justicia, pero aplicable al caso de los defensores españoles:

  1. Que la afirmación de la institución como defensora de los derechos y libertades no carece de consecuencias jurídicas; competenciales y funcionales para ser más exactos.

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  2. Que esa atribución general de la finalidad de defensa ni siquiera excluye por completo las relaciones jurídico-privadas.

    Vayamos ahora con esta nueva luz al caso español. El defensor es, sobre codo, un defensor de los derechos y libertades contenidas en el título I. Por lo tanto, la supervisión de la Administración, de un lado, ha de llevarse preferentemente a cabo en defensa de estos derechos y de otro, la supervisión de la Administración no agota ni mucho menos las posibilidades y correspondientes facultades del defensor del pueblo. Y aunque no se haya reparado suficientemente en ello la cosa es meridianamente clara —ya el decisivo momento constitucional; art. 54 y 162 1 a y b- cuando se le atribuye al defensor del pueblo (cosa que no ocurre con los comisionados autonómicos, que tendrán que dirigirse al defensor estatal a estos efectos) legitimación para interponer los recursos de inconstitucionalidad y de amparo.

    Podríamos profundizar más en esta dirección pero para no ser reiterativos nos parece más adecuado plantear otra cuestión que es la que se nos antoja central: ¿Dispone el defensor del pueblo de otras facultades en su calidad de defensor de los derechos y libertades? O, mejor aún, sus facultades al respecto ¿son tasadas o abiertas? Piénsese en las extraordinarias posibilidades que ofrece el supuesto del art. 28.2 de la Ley orgánica al establecer que «si como consecuencia de sus investigaciones llegare al convencimiento de que el cumplimiento riguroso de la norma puede provocar situaciones injustas o perjudiciales para los administrados podrá sugerir al órgano legislativo competente o a la Administración la modificación de la misma». Piénsese en las posibilidades que ofrece lo que llamaríamos capacidad general de sugerencia del art. 30.2.

    Las leyes reguladoras de los comisionados autonómicos aún son más generosas en el reconocimiento de estas posibilidades. Baste pensar en el art. 22.3 y 4 de la Ley reguladora de justicia de Aragón o en el art. 11 de la Ley reguladora del ararteko?3

    De todas formas, mi impresión es que las facultades del defensor y de los co-Page 15misionados parlamentarios no están tasadas, sobre todo no están tasadas en lo que afecta a la defensa de los derechos del título primero. Es decir, puede utilizar las facultades expresamente establecidas en la ley y cualesquiera otras que no estén le-galmente vedadas. Actúa pues, en este sentido, desde mi punto de vista sin más límite que el de la legalidad.

    Las facultades que expresamente son conferidas por la Constitución o, en su caso, por las leyes reguladoras no constituyen la enumeración cerrada de sus atribuciones sino la manera de poner a su disposición otras que, de no ser ese el caso, nunca hubieran estado a su alcance (piénsese respecto al defensor del pueblo en la legitimación en el caso de los recursos de inconstitucionalidad y de amparo). Cuando la legislación reguladora quiere expresamente privarlo de una competencia material o formal, así lo hace. Es el caso del «examen individual de aquellas quejas sobre las que esté pendiente resolución judicial» (art. 17.2), es el caso de las quejas, en cierto sentido, sobre la Administración de Justicia (art. 13), etc.

    Así las cosas conviene preguntarse qué razones podrían avalar nuestra tesis de que las competencias de los defensores no son unas competencias tasadas y no tienen más límite que el de la legalidad. Aparte de lo que acabamos de ver sobre las competencias expresamente atribuidas y expresamente denegadas pudieran consignarse estas razones:

    1. No pueden entenderse restrictivamente las competencias de un órgano en cuanto afectan a la defensa de los derechos y libertades. No creo siquiera que haga falta insistir en ello.

    2. La informalidad y flexibilidad de las instituciones en cuestión no puede suspenderse precisamente en el momento decisivo de la delimitación material de su ámbito de actuación.

    3. Su carácter tantas veces subrayado (y no sólo doctrinalmente sino de forma reiterada en los preámbulos y exposiciones de motivos) de magistratuta de persuasión y opinión —precisamente para la defensa de los derechos y libertades del título I, esto no debe olvidarse nunca— casa mal con una comprensión restrictiva de sus facultades.

    4. No se entiende que a un órgano puedan atribuírsele funciones sin atribuirle simultáneamente las competencias para desempeñarlas. Por ponerlo de la manera más simple: a veces la legitimación para interponer el recurso de amparo se ha entendido como el corolario único de su calidad de defensor de los derechos y libertades. Esto, sin embargo, no tiene sentido cuando: a) Los derechos y libertades que el defensor tiene que defender son todos los del título I. Es decir, su legitimidad para interponer el recurso de amparo y su calidad de defensor de los derechos no son coextensivas, y b) Los comisionados autonómicos también son defensores de los derechos y libertades y, sin embargo, no están legitimados para interponer el recurso de amparo.

      Si nuestra construcción no está completamente errada, las atribuciones y, ahora en términos políticos, las posibilidades de actuación del defensor y los comisionados son mucho más amplias de lo que hasta ahora se venía suponiendo. Naturalmente no podemos dejar aquí concluido el edificio dogmático de estas nuevas posibilidades. Pero sírvanos algunos botones de muestra:

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    5. No sería inimaginable un defensor usando el recurso a la opinión pública —que, por ejemplo, ha considerado Ricardo Medina— como instrumento para ejercer su persuasión.

    6. No sería inimaginable un defensor dirigiéndose a las Cortes o los parlamentos regionales instándolos a superar las inconstitucionalidades por omisión.

    7. No sería inimaginable un defensor que de la recepción de quejas afectantes a relaciones jurídicas privadas suscitara cuando menos impulsos de legislación, modificación legislativa, derogación, etc. Es decir, no es que resultara imaginable, es que desarrollaría en este caso más adecuadamente sus funciones.

II Defensor, comisionados y defensa de los derechos del título I

Vamos a dar ahora un giro momentáneo que, sin embargo, nos conducirá finalmente al mismo punto de llegada. Como se sabe, si un tema en los últimos años ha gozado de atención en este campo ha sido el de las relaciones entre el defensor del pueblo y los comisionados autonómicos, tanto en su prioritaria dimensión de pugna competencial como en su dimensión subsidiaria de cooperación y colaboración.

El tema, en realidad, está presente desde antes del nacimiento de la Constitución. Conocida es de sobra la posición de Pedro de Vega en pleno proceso constituyente en favor de los comisionados autonómicos. Conocidos son los intentos iniciales en los debates constituyentes para el reconocimiento expreso del derecho de las comunidades autónomas a instituir un defensor del pueblo propio, así como el ulterior fracaso y aun olvido de la cuestión. Conocido es que cuando se procede a la elaboración de la Ley orgánica del defensor del pueblo se encontraban prácticamente pendientes de referéndum los estatutos de autonomía catalán y vasco y estaba en un avanzado proceso de elaboración el Estatuto de Galicia, todos los cuales recogían en su articulado la institución del defensor del pueblo regional, con lo que defensores regionales eran prácticamente un hecho que no había más remedio que aceptar.

Al hilo de estas circunstancias, un primer problema recurrente planteado sería el de las posibilidades de institucionalizar la figura en aquellas comunidades que no lo habían previsto estatutariamente. Sólo desde una lectura abusivamente literal del art. 147.2.c de la Constitución podía en principio llegarse a una respuesta negativa. En términos sistemáticos nada parecía oponerse a una visión dinámica del proceso de institucionalízación de las comunidades tanto más cuando la Constitución había definido a los estatutos como norma institucional básica.

De cualquier modo, la Sentencia del Tribunal Constitucional 35/1982, de 14 de junio, en recurso de inconstitucionalidad promovido por el presidente del Gobierno contra la Ley 9/1981 del Parlamento Vasco, referida al Consejo de Relaciones Laborales, zanjó definitivamente la cuestión por más que la presencia estatutaria de los comisarios autonómicos se convirtiera en garantía institucional de su presencia y su no supresión por una ley territorial ulterior.

De cualquier forma, a partir de ese instante los problemas presentados fueron fundamentalmente otros. En concreto, el punto de arranque lo constituían los art. 9 y 12 de la Ley orgánica. El primero al establecer que «las atribuciones del defensor del pueblo se extienden a la actividad de los ministros, autoridades administrativas, fun-Page 17donados y cualquier persona que actúe al servicio de las administraciones públicas» —dicho así, en plural— y el segundo al establecer, de un lado, que «el defensor del pueblo podrá en todo caso, de oficio o a instancia de parte, supervisar por sí mismo la actividad de la Comunidad Autónoma en el ámbito de competencias definido por esta ley» y posteriormente que «a los efectos previstos en el párrafo anterior los órganos similares de las comunidades autónomas coordinarán sus funciones con las del defensor del pueblo y éste podrá solicitar su cooperación».

Como se sabe, el tema estaba planteado desde la misma dicción literal del art. 54 de la Constitución, en donde la voz Administración parecía referirse a la estatal tanto más cuando el art. 153 CE no contemplaba al defensor del pueblo entre los órganos de supervisión de las comunidades autónomas.

En el art. 14 de la proposición de la ley presentada por el grupo Socialista y de la que arrancaría la ley orgánica del defensor del pueblo parecía suscribirse la misma tesis: «El defensor del pueblo elegido por las Cortes Generales no será competente para conocer aquellas quejas que se formulen por los ciudadanos en relación con el funcionamiento de la Administración pública de las comunidades autónomas en aquellas materias que fuesen de su exclusiva competencia».

Pese a ello, como acabamos de ver, la Ley orgánica 3/1981 imponía el modelo cooperativo y establecía más allá de toda duda la facultad del defensor estatal de supervisar la Administración de las comunidades autónomas.

El diseño cooperativo-colaborador obviamente, no podía quedar en el estado en que lo había dejado el artículo 13.2 de la Ley orgánica. Quizás, entre otras cosas, por su falta de delimitación constitucional. Personalmente sostenemos que pese al éxito actual del principio cooperativo, lo más que en nuestra Constitución puede encontrarse es un principio implícito de cooperación pero que sólo se hace visible cuando recibe el impulso político necesario.

Según creemos, es el Informe de la Comisión de Expertos quien por primera vez lo saca a la luz y lo hace precisamente como una necesidad práctica. La STC 64/1982, de 4 de noviembre, constituye la otra referencia obligada: «Es aconsejable una adecuada colaboración entre la Administración del Estado y la comunidad autónoma [...] necesaria para el buen funcionamiento del Estado de las autonomías». Resulta cuando menos llamativa la confusión a nuestro juicio operante en el Tribunal Constitucional incluso a nivel terminológico entre colaboración, coordinación y cooperación, pero resulta todavía más llamativo que un principio constitucional vertebral (según referencia habitual de la doctrina) resulte aconsejable en lugar de exigible. La conclusión en definitiva que nos interesa es que, falto de delimitación constitucional, el principio de cooperación ha de ser construido caso por caso, en concreto, por lo que a nosotros nos importa, en el caso del art. 12.2 de la Ley orgánica del defensor del pueblo.

A ello se aplica la propuesta de proposición de Ley de los parlamentos de Cataluña, Andalucía y Aragón, que utilizando el supuesto de iniciativa legislativa del art. 87.2 de la CE, conduciría finalmente a la Ley 36/1985, de 6 de noviembre, por la que se regulan las relaciones entre la institución del defensor del pueblo y las figuras similares en las diversas comunidades autonómicas. Tal Ley contemplaría dos dimensiones. Una, (que aquí expresamente no nos interesa) dedicada a instituir las prerrogativas y garantías que la tarea de los comisionados autonómicos requería para la eficacia de la misma y que no podían ser establecidas mediante ley territorial. Otra, en la que nos concentraremos, relativa al régimen de cooperación.

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Ocurrió, sin embargo, que el texco de la proposición de ley fue significativamente modificado en el Senado en el apartado 1 del art. 2, de tal modo que la supervisión por el defensor del pueblo y el comisionado parlamentario autonómico se podría hacer en régimen de cooperación en el ámbito de la actividad de la Administración pública propia de cada comunidad autónoma, así como de las administraciones de los entes locales cuando actúen en ejercicio de competencias delegadas por aquélla.

La solución no pareció satisfacer a todos los parlamentos de las comunidades autónomas (lo que por cierto ilustra hasta qué punto el principio de cooperación juega de un modo u otro según las fuerzas políticas dominantes en cada comunidad autónoma). El Parlamento catalán, a impulsos de Convergència i Unió, acordó solicitar dictamen al Consejo Consultivo de la Generalidad y éste, tras declararse competente, produjo el Dictamen 114, en el que aparte de otras muchas cosas que tenían poco que ver con el requerido concluía que el inciso «cuando actúen en ejercicio de competencias delegadas por aquélla» del art. 2.1 de la Ley 36/1985 es contrario a la Constitución y al Estatuto de Autonomía. Presentado el Recurso de inconstitucionalidad 153/1986 al Tribunal Constitucional, dio lugar a la Sentencia 157/1988, de 15 de septiembre, en la que se desestima el recurso, poniendo de relieve que «lo que hace el art. 2.1 de la Ley 36/1985 es determinar supuestos de cooperación entre el defensor del pueblo y las similares figuras autonómicas y (...) no regula pues no es su objeto el ámbito compe-tencial del defensor del pueblo ni de dichas comunidades autonómicas» (FJ 4), pero añadiendo, al mismo tiempo, que «no solamente no hay restricción del ámbito de actuación previsto en el art. 35 del EAC sino que, en realidad, el precepto parcialmente impugnado contempla una actuación de los comisionados parlamentarios autonómicos más amplia de lo que podría darse en una interpretación literal y estricta del citado precepto del Estatuto catalán».

Comoquiera que la STC 142/1988, de 12 de julio, ha resuelto el Recurso de inconstitucionalidad 868/85 promovido por el presidente del Gobierno contra la ley reguladora del justicia de Aragón (con interesantes matices, que aquí no podemos considerar), hay que dar la cuestión por resuelta quedando meridianamente claro:

  1. Que el defensor del pueblo puede supervisar la Administración de la Comunidad Autónoma aunque ésta tenga su propio comisionado parlamentario.

  2. Que tal cosa podrá hacerse en régimen de cooperación. He aquí cómo esta perspectiva nos devuelve una vez más al defensor y los comisionados como defensores de los derechos contenidos en el título I. No tendría sentido de otro modo el alcance de su supervisión de la actitud de la Administración propia de la comunidad autónoma. Vulneraría el reparto competencial constituyente y estatutariamente consagrado. Vulneraría los art. 147.2.c y 148.1, de no ser porque es justamente su condición básica de defensor de los derechos del título 1 y no su capacidad instrumental de supervisor de la Administración quien lo ampara. Ahí están —como ha recordado Varela-Suances Carpegna— los art. 9.1, 53.1 y 3 y sobre todo el artículo 139.1, al establecer que «todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado».

Obviamente en esta construcción está implícito que el defensor del pueblo estatal sólo podrá supervisar la Administración autonómica en aquello que afecte a los derechos contenidos en el título I de la Constitución (lo que no siempre ocurre en laPage 19práctica). Aunque no se haya reparado suficientemente en ello, esa y no otra es la dicción literal del art. 2.1 de la Ley 36/1985.

Pero hay otra cara de la moneda que ahora nos interesa destacar. El establecimiento de un régimen de cooperación cobra particular sentido a la hora de concebir a los comisionados autonómicos como defensores de los derechos del título I porque les facilita el impulso a esos efectos de competencias de las que en principio ellos carecen (por ejemplo, las que dispone el defensor del pueblo). Y me parece que esta manera de ver las cosas es la que late tras el FJ 3 de la Sentencia 142/1984, de 12 de julio, sobre la impugnación, por parte del presidente del Gobierno, de determinados artículos de la Ley reguladora del justicia de Aragón.

En concreto, el art. 2.3 («el justicia de Aragón, en el cumplimiento de su misión, podrá dirigirse a toda clase de autoridades, organismos, funcionarios y dependencias de cualquier Administración con sede en la Comunidad Autónoma»), al advertir que «podrá dirigirse», no significa efectos vinculantes y generación de obligaciones. No equivale por lo tanto a supervisión, sino que «el precepto se limita a autorizar o hacer posible que el justicia se ponga en comunicación con cualquier órgano o dependencia de las administraciones presentes en la Comunidad Autónoma bien a efectos de solicitar de ellas la información o ayuda que puedan resultar necesarias para la función (de) [...] protección y defensa de los derechos individuales y colectivos reconocidos en este Estatuto o [...] para el cumplimiento [...] de la tutela del ordenamiento jurídico aragonés y la defensa del Estatuto».

III Diseño jurídico y prácticas concretas

De acuerdo con mis posiciones metodológicas y la consiguiente preocupación por la eficacia empírica de las normas, he de efectuar, aunque sea brevísimamente, unas consideraciones sobre las prácticas llevadas a cabo por el defensor estatal y los comisionados autonómicos. Desgraciadamente es materia que ha ocupado escasamente a la doctrina y cuando lo ha hecho ha sido con apreciaciones meramente cuantitativas, quizás facilitadas por las de ese carácter que los informes del defensor y los comisionados deben ofrecer. Intentando pasar a un plano cualitativo lo primero que convendría resaltar es que la experiencia de los informes producidos hasta ahora, lejos de mejorar el estado de la construcción dogmática, lo complica extraordinariamente.

Así las cosas, los rasgos de su práctica que podemos destacar son los siguientes:

  1. Un cierto declive en su autoconsideración como defensor de los derechos contenidos en el título I y un paralelo crecimiento de su concepción de supervisor de la Administración. Así, por el momento, por lo que respecta al defensor estatal en el Informe de 1983 se autodescribe significativamente como instrumento «para completar el sistema de tutela y promoción de las libertades y derechos humanos reconocidos en el título I, no sólo los de carácter único y político sino también los de índole económica, social y cultural».

    Sólo en segundo plano aparece la función de «supervisar [...] todas las administraciones públicas». Más claramente aún, en ese mismo Informe: «Lo esencial no es esforzarse meramente, aunque con la mayor dedicación posible a que sean corregidas y reparadas las infracciones, por acción o por omisión de los servicios de las administra-Page 20ciones públicas respecto a las libertades y derechos básicos reconocidos en la Constitución. Tan importante o más es contribuir a que se progrese en el camino de las reformas reglamentarias y legislativas con la intención de que [...] se vayan promoviendo aquellas condiciones que hagan reales y efectivas la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos, se remuevan los obstáculos, etc.»

    En el segundo Informe el impulso es algo menos evidente pero aún se privilegia en la actuación, junto a su papel de comunicación entre ciudadanos y Administración y de defensor de la Constitución frente al propio poder legislativo del Estado y de las comunidades autónomas, su papel como impulsor del desarrollo de los principios y valores constitucionales de libertad, igualdad, justicia, pluralismo y solidaridad inherentes a un Estado democrático y social.

    A partir del Informe de 1985 este impulso parece perderse. Muy explícita es su dicción literal: «es patente que el quehacer inmediato y más absorbente del defensor del pueblo consiste en apreciar si las actuaciones de los diversos órganos y servicios de la Administración pública se ajustan a la legalidad vigente, [...] aunque no estén directamente en juego los derechos constitucionales».

  2. En la autoconcepción de los comisionados autonómicos su carácter de defensor de los derechos del título I siempre ha sido más restringida que en el caso del defensor estatal, pero aún así decreciente. En el caso de los informes presentados por el diputado del común y el síndic catalán desde el inicio mismo se sitúan como meros supervisores de la Administración (lo que para este útlimo no es obstáculo para pronunciarse ampliamente sobre las modificaciones introducidas en el Senado respecto a la proposición de ley presentada por los parlamentos catalán, andaluz y aragonés).

    En el caso del defensor del pueblo andaluz su primer Informe es transparente: en varios momentos, se define como lo más acorde con la institución «realizar un análisis general que permita llevar ai conocimiento de la Cámara cuáles son las demandas sociales que el pueblo andaluz nos hace llegar con mayor insistencia y angustia». Y en otro lugar: «La institución carecería de razón de ser, de atenerse estrictamente al cumplimiento de la Ley, reduciendo el derecho a la pura letra de la propia Ley, con olvido de los principios y valores consagrados por la Constitución». Este tipo de impulsos se irán perdiendo progresivamente.

  3. Los defensores y comisionados (especialmente estatal y andaluz) han tendido a interpretar flexible e informalmente su función, pero esta flexibilidad e informalidad han sido selectivas. Por ilustrar lo que decimos, tomamos el ejemplo más evidente obtenido del primer Informe del defensor estatal. «Se ha sido —dirá— extraordinariamente flexible en la inadmisión de quejas por razones de extemporaneidad cuando el plazo está expresamente fijado por el art. 15.1 de la Ley orgánica y sin embargo se ha dado por supuesta la inadmisibilidad de las quejas que afectan a relaciones jurídico-privadas cuando ni en la Ley orgánica ni en el mismo reglamento se indica absolutamente nada a este respecto (lo mismo han hecho, por cierto, los demás comisionados).

    Se da por supuesto para ello, creemos nosotros: a) que la queja es la única forma de dirigirse al defensor o comisionado; b) que necesariamente han de referirse a la Administración. Cosas ambas que, cuando menos, habrán de probarse. Un defensor o comisionado deseoso de ampliar su capacidad de defensor de los derechos del título I podía al menos potencialmente actuar de otras maneras. Por ejemplo:

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    1. Tratándolas como a las quejas referidas al funcionamiento de la Administración de Justicia cuyo traslado al ministerio Fiscal o al Consejo General del Poder Judicial no impide las consideraciones generales de los problemas en cuestión (por ejemplo, de un conjunto de quejas referidas a arrendamientos urbanos ¿no puede derivarse una sugerencia de modificación legislativa?).

    2. Aprovechar (como de hecho hace) el escrito motivado de inadmisión para cumplir una función orientadora.

    Hay un importante desajuste (más en el caso del defensor estatal y del andaluz) entre la relativa amplitud con que conciben su función y sus prácticas considerablemente más restringidas.

  4. El modelo de las relaciones con las Cortes o con la correspondiente Asamblea Legislativa está aún escasamente definido y, como tal, lleno de problemas. No discutiremos su carácter de órgano auxiliar, su falta de vinculación a través de mandato imperativo, independencia (avalada por el régimen de incompatibilidades, falta de sincronía con el Parlamento, etc.).

    Ahora bien, permítasenos telegráficamente plantear dos problemas. Primero: En su informe a las Cortes ¿qué hace, dar cuenta de su tarea o de las tareas de la Administración, ponerse en cuestión él mismo o la Administración supervisada? (Dejemos por el momento otras dimensiones al margen.) Segundo: Si no existe mandato imperativo, ¿cómo puede ser cesado por negligencia? Porque no olvidemos que la negligencia es un concepto construido jurisprudencialmente que no coincide ni mucho menos con la responsabilidad política.

  5. El régimen de cooperación entre el defensor del pueblo y los comisionados autonómicos está aún por establecer o, lo que es peor (y esa es nuestra opinión), permanece simultáneamente fáctico y secreto. Resulta verdaderamente visible, después de la Ley 36/1985, en los capítulos que dedican el tema los correspondientes informes, pues por lo general mencionan las buenas relaciones personales y las conferencias a las que juntos han asistido. No menos visible resulta que cuando se habla de un convenio específico a lo que afecte éste sea a procedimientos informáticos, o que los acuerdos de cooperación se limiten a alguna comunidad autónoma en concreto.4

    El tiempo no permite más. Como habrá podido verse —y sobre todo en la última parte de nuestro trabajo— son más los problemas presentados que las soluciones ofrecidas. Quizás cumplamos así una de las exigencias de las que hablábamos al presentar el tema. Que fuera lo suficientemente abierto como para animar el futuro de la investigación.

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Bibliografía
Abreviaturas

DA
Documentación Administrativa

INAP
Instituto Nacional de Administración Pública

RDP
Revista de Derecho Político

REDA
Revista Española de Derecho Administrativo

REDC
Revista Española de Derecho Constitucional

REP
Revista de Estudios Políticos

RJC
Revista Jurídica de Cataluña

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[1] La Ley de 12 de febrero de 1985 entronca al diputado del común «con el escablecimiento de los procuradores y personeros que respondería en las Islas Canarias al cauce de representación en los consejos». La Ley aragonesa de 27 de junio de 1983 no sólo cita el precedente sino que orgullosamente lo considera precedente de precedentes: «Es cierro -dirá- que experiencias modernas más próximas, corno la del ombudsman nórdico, han influido en la configuración y poderes del defensor del pueblo, pero la esencia de esta institución, la defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos pertenece al mundo histérico-jurídico español en virtud de la existencia y práctica del justicia aragonés». Y la Ley vasca de 27 de febrero de 1985, aun señalando que la institución es nueva, añade que «es cierto también que existieron precedentes en los territorios vascos de influencia castellana como en los que se insertan en las tradiciones jurídicas de los reinos pirenaicos» aunque «no estén presentes en la memoria de los vascos».

[2] La Ley orgánica 3/1981, de 6 de abril, obviamente no modifica la definición. Las leyes autonómicas que regulan los diferentes comisionados no sólo abundan en ello sino que lo profundizan. Así, por ejemplo, la Ley de 20 de marzo de 1984 de la Generalidad de Cataluña establece que «el síndic de greuges es la institución que, de acuerdo con el art. 35 del Estatura de Autonomía de Cataluña tiene por misión defender los derechos fundamentales y las libertades públicas de los ciudadanos, Con este fin supervisa [...]». El artículo 1 de la Ley del Parlamento de Andalucía 9/1983, de 1 de diciembre, siguiendo esa curiosa forma de cooperación que es el mimetismo, define al defensor del pueblo andaluz como «comisionado del Parlamento designado por éste para la defensa de los derechos y libertades comprendidos en el título 1 de la Constitución a cuyo efecto podrá supervisar...». Fórmulas parecidas adopta la Ley de 12 de febrero de 1985 reguladora del diputado del común. Más rorunda es la Ley del Parlamento vasco 3/1985, de 27 de febrero: «El ararteko es el alto comisionado del Parlamento para la defensa de los derechos comprendidos en el título I de la Constitución garantizándolos de acuerdo con la ley y velando porque se cumplan los principios generales del orden democrático contenidos en el art. 5 del Estatuto de autonomía». La Ley de 5 de junio de 1984, del valedor del pueblo gallego, no sólo procede del mismo modo sino que, por así decirlo, «abre» hasta formalmente las posibilidades de la institución; «El valedor del pueblo es el alto comisionado del Parlamento de Galicia para la defensa, en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma, de los derechos comprendidos en el título I de la Constitución y el ejercicio de las demás funciones que esta Ley le atribuye. La actividad del valedor del pueblo se extenderá a la tutela de los derechos individuales y colectivos emanados del Estatuto de Autonomía, en especial los sancionados en su título preliminar». La formula extrema la constituye quizás la Ley de 27 de junio de 1983, reguladora del justicia de Aragón, al definirlo det siguiente modo: «El justicia de Aragón es la institución que tiene como misión la protección y defensa de los derechos y libertades individuales o colectivos reconocidos en el Estatuto, la tutela del ordenamiento jurídico aragonés velando por su defensa y aplicación y la defensa del Estatuto». Insisto, pues, que lo que caracteriza al defensor y a los comisionados parlamentarios españoles es la defensa de los derechos del título I y no la supervisión de la actividad de ta Administración, que no tiene más valor que el instrumental.

[3] Así, y sólo voy a enumerar ejemplos ilustrativos, el art.. 22.4 de la Ley reguladora del justicia de Aragón: «Si la aplicación de una norma legítimamente acordada fuera la que condujere a resultados injustos o dañosos, el justicia podrá recomendar su modificación o derogación» (obsérvese que no hay delimitación material de las normas en cuestión). Del mismo modo el art. 22. 3: «Dentro de las sugerencias formuladas por el justicia podrá encontrarse la proposición de fórmulas de conciliación o acuerdo para solventar un problema determinado» (obsérvese que hay la misma carencia de delimitación material). En el mismo sentido cabría pensar en el sutilísimo art. 31.2: «A los solos efectos de fijar la doctrina legal, el justicia de Aragón podrá dirigirse a cualesquiera autoridades que tengan competencias para interponer recursos y ejercitar acciones ante los tribunales, a fin de solicitarles su actuación con la finalidad de defender el Estatuto de Autonomía de Aragón y proceder a la mejor tutela del ordenamiento jurídico aragonés». En el caso del ararteko préstese atención al art. 11.e, con arreglo el cual se le faculta para «divulgar a través de todos los medios a su alcance y, en particular, a través de los medios de comunicación pública, la naturaleza de su trabajo, sus investigaciones y el informe anual», lo que es una clarísima apelación a la opinión pública por lo demás enteramente lógica cuando su informe anual va dirigido a las Cortes o al órgano equivalente de la Comunidad Autónoma que «representa al pueblo». O la extraordinaria amplitud de la facultad conferida por el art. 12.b: «Proceder a cuantas investigaciones estime convenientes, siempre que no colisionen con los derechos o intereses legítimos de los ciudadanos y de las entidades sujetas a control». Incluso, por no extendernos más, ¿no son muchas las posibilidades que ofrece el art, 17.1 del restrictivo y abusivamente mimético texto regulador del defensor del pueblo andaluz cuando establece que el rechazo de las quejas se hará «en escrito motivado pudiendo informar al interesado sobre las vías más oportunas para ejercitar su acción, si a su entender hubiere alguna y sin perjuicio de que el interesado pudiera utilizar las que considere más pertinentes»?

[4] En el último Informe publicado, de 1991, como manifestación de las «excelentes relaciones» del defensor del pueblo con las instituciones similares de los entes autonómicos, se menciona un «acuerdo o protocolo de cooperación» con el síndic de greuges: «Quisiera terminar con una referencia a la relación del defensor del pueblo con las instituciones similares de tos entes autonómicos, canto el síndic de greuges, como el justicia de Aragón, como el ararteko, como el defensor de pavo, el defensor del pueblo andaluz o el diputado del común en Canarias. Hemos tenido unas relaciones excelentes, hasta el punto de que con el stndic de greuges hemos firmado un acuerdo o protocolo de cooperación, que está funcionando perfectamente de acuerdo con la Ley, y no hemos tenido ningún problema sino una cooperación».

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