Antecedentes de la actual estructura del sistema impositivo español

AutorLeopoldo Gonzalo y González
Cargo del AutorCatedrático de Hacienda Pública y Sistema Fiscal (UNED) Profesor Ordinario de Derecho Financiero y Tributario (UPCO-ICADE)
Páginas45-119

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1. Introducción

En apretada síntesis, bien puede decirse que las reformas tributarias que en Europa se suceden a lo largo del siglo XX fueron realizadas en busca de una suficiencia financiera y una mayor equidad en el reparto de la carga fiscal, nunca alcanzadas de forma general y perdurable. Al menos esto ocurre hasta los inicios de la década de los años 70, en que el cambio de modelo económico —de la economía keynesiana de demanda a la economía del lado de la oferta, como poco después denominaría Heber Stein al posicionamiento normativo que hoy impera— reorientó la política fiscal en dirección al logro de la neutralidad impositiva, en aras de la eficiencia asignativa de los recursos como objetivo prioritario.

En efecto, la historia de las haciendas públicas contemporáneas —de la Hacienda pública española, en particular— no es otra cosa que la historia del déficit que ha venido afectando a unos sectores públicos en continua expansión, sobre todo, a partir de la II Guerra Mundial, época en la que el triunfo de los postulados de la Teoría General de Keynes y del Estado benefactor imprimen un decidido impulso al gasto público1. En la Hacienda

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regentada por Raimundo Fernández Villaverde —que representa el transito de la Hacienda decimononica española a la del siglo que ahora concluye— dicha magnitud suponía poco más del 8 por 100 del PNB2. En 1997, el gasto público total no financiero alcanzó el 45 por 100 del PIB. La fiscalidad, siempre a la zaga del creciente volumen de las necesidades públicas, ha experimentado en nuestro país una expansión no menos espectacular, aunque significativamente más moderada, hasta la segunda mitad de la década de 1970. En 1901, la presión fiscal aparente se aproximaba al 10 por 100 de la renta nacional3. En 1975, se elevaba al 21,3 por 100 del PIB; y en 1997, al 36,6 por 100 de la misma magnitud. Tales cifras reflejan la profunda transformación de una Hacienda pública de medios, circunscrita al restringido ámbito funcional de las prescripciones liberales del pasado siglo, al actual Sector público providente, e incluso omnipresente en todos los sectores y facetas de la vida social.

Si, como acabo de indicar, la adaptación de los sistemas tributarios durante la mayor parte del siglo XX a la evolución de la economía, ha estado presidida casi siempre por las exigencias de la suficiencia recaudatoria, e inspirada, más o menos sinceramente, en el principio del equitativo reparto de los impuestos, la primera crisis petrolífera de 1973 supuso el punto de arranque hacía una nueva perspectiva para la política fiscal. El efecto amplificador de esta crisis sobre la Hacienda compensatoria (7,3 puntos porcentuales de incremento en la media ponderada del índice del gasto público de los países desarrollados, hasta 1985; y 11,6 puntos para los países menos desarrollados, según datos de la OCDE) llevó a una situación que necesariamente obligaba a replantear las bases de la política económica. La receta keynesiana que prescribía actuar sobre la demanda efectiva insuficiente mediante la expansión del gasto público para lograr el pleno empleo, y que venia aplicándose en España en combinación prodigiosa con ingredientes liberales y autárquicos desde 19594, fue siendo sustituida por la vieja farmacopea liberal de la economía de la oferta, que recomienda

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centrar la atención en la reducción de la presión fiscal y la desregulación de los mercados como medios para superar el desempleo, el estancamiento y la inflación. Una política así implicaba no sólo una reducción de los impuestos, sino la reforma de éstos en un sentido más neutral respecto de la asignación de recursos, de manera que el protagonismo del mercado sustituyera al intervencionismo estatal propiciado por Keynes y sus seguidores.

Bajo la inspiración de G. Guilder y A.B. Laffer, sobre todo5, fue desarrollándose el enfoque de la nueva política económica del lado de la oferta, que encontró su primera concreción en el programa económico del presidente Reagan (1980-1988). En realidad, este renuevo del tronco de la doctrina liberal, inspirador decisivo de las reformas tributarias de finales del siglo XX, constituye una auténtica contrarrevolución keynesiana. Parte, en efecto, de la revitalización de la ley de Say, pues considera que no puede haber exceso duradero de oferta en una auténtica economía de mercado; y propugna, siguiendo los postulados de R. Mundel, una reducción impositiva asociada a una austeridad monetaria como estrategia contra la estanflación. El postulado de Laffer, según el cual una excesiva presión tributaria nominal termina siempre por ocasionar una disminución de la propia recaudación fiscal, al deprimir la actividad económica, constituye también, como es conocido, uno de los ingredientes fundamentales de la Supply Side.

Así, pues, en opinión de los defensores del nuevo paradigma económico, el desarrollo sostenido sólo puede proceder de un mercado libre de trabas arbitrarias en su funcionamiento (supresión de subvenciones a empresas en crisis, de reglamentaciones, de precios administrados, de empresas públicas). La prolongada aplicación de los principios keynesianos y del Estado providente han traído la artificial alteración de los precios relativos y numerosas distorsiones en perjuicio del trabajo, el ahorro y la inversión, es decir, de los principales factores impulsores de la economía. Su relanzamiento no ha de venir de las políticas potenciadoras de la demanda efectiva, sino del aumento de la renta disponible de los factores de la producción, derivado de la reducción de la carga impositiva que gravita sobre las personas físicas y las empresas, de la disminución del gasto público inter-vencionista y, por ende, del déficit público, así como del replanteamiento del Estado de bienestar, moderando su paralizante exceso de protección.

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No es extraño así comprobar cómo la mayoría de las reformas tributarias llevadas a cabo durante los años 80 han seguido unas pautas comunes, orientadas a lograr la neutralidad impositiva y consistentes en la ampliación de las bases imponibles de los impuestos sobre la renta, la rebaja de sus tipos impositivos marginales, la reducción de los tramos de sus tarifas y la eliminación de numerosos beneficios fiscales, así como la mejora en el tratamiento de las ganancias de capital (que han pasado a gravarse gene-ralmente a un tipo fijo y moderado) frente a otras clases de rentas. El desplazamiento de la presión fiscal hacia la vertiente de la imposición indirecta, preferentemente a favor del impuesto sobre el valor añadido como formula de gravamen sobre el consumo más neutral, también constituye una tónica general6.

Convenía recordar los hechos y tendencias que quedan esbozados antes de abordar el examen de las reformas tributarias españolas que jalonan el siglo XX, pues los mismos constituyen el marco en el cual se inscribe la política fiscal de las economías occidentales durante los dos últimos decenios del siglo, a lo largo de los cuales, por cierto, ha ido intensificándose su influencia. Como no podía ser de otro modo, la evolución de nuestro sistema tributario hasta y desde su última reforma de hondo calado, —la ya conocida como reforma Fuentes Quintana-Fernández Ordóñez—, iniciada en 1977, ha quedado afectada por el cambio en ese marco normativo, y no puede por menos de condicionar su futuro. Tal reforma tiene su antecedentes y sus consecuentes, de los cuales vamos a ocuparnos en las páginas que siguen, partiendo de la reforma tributaria de Raimundo Fernández Villaverde, en 1900. Nos ocuparemos seguidamente de las reformas de 1940 (José Larraz) y, a continuación, de las llevadas a cabo en los años 1957 y 1964 por Mariano Navarro Rubio. Finalmente, dedicaremos un espacio a examinar los antecedentes, términos y resultados de la reforma Fuentes Quintana-Fernández Ordóñez, así como a las tensiones reformadoras que hoy pueden pulsarse en nuestro sistema fiscal frente al nuevo siglo.

2. Reformas para después de una guerra: 1899-1900
  1. Como economía de maneras atávicas con una Hacienda abrumada, ha caracterizado José Andrés-Gallego a la España que sale del Desastre

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    del 987. Casi un cuarto de siglo después de la Restauración de Sagunto, España sigue siendo un país agrícola cuyas exportaciones están constituidas por minerales, productos vinícolas, frutícolas y derivados de la ganadería. Tan solo un 10 por 100 de las exportaciones procede de un elemental sector manufacturero. A pesar de las deficiencias en las comunicaciones interiores, el propio Joaquin Costa aconseja construir menos carreteras generales, pues las que hay bastan para el débil tráfico existente. La red ferroviaria en explotación, sin embargo, se ha más que duplicado sólo en el último quinquenio de ese cuarto de siglo, abaratándose y haciéndose rentable8. Es la época del arancel proteccionista Cánovas, de 1891, que ampara los intereses de cerealistas castellanos y mineros asturianos —al cabo actividades agrícolas y extractivas—, pero también los de los ferreteros vascos e industriales textiles catalanes9. La población mantiene su dinamismo iniciado a principios de siglo anterior, pasando de 16,6 millones de habitantes, en 1877, a 18,6, en 1900. No obstante, la diferencia de ritmo entre el aumento demográfico y el crecimiento económico da lugar al comienzo de un proceso característico de esta etapa de...

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