Acotamientos al régimen del silencio administrativo en nuestro ordenamiento jurídico. La última reforma de la Ley 30/92

AutorJosé Antonio García-Trevijano Garnica.

Padecemos los juristas una tendencia, sin duda fruto de las dudas y problemas que nos suscita la aplicación del Derecho, a intentar dar todo tipo de soluciones positivas a base de elaborar normas de mayor contenido. Sin embargo, ello provoca en muchas ocasiones una verdadera espiral normativa que, lejos de solucionarlos, los aumenta, o alimenta otros nuevos, pues resulta indudable que el derecho positivo no puede contemplar expresamente cada una de las situaciones que la realidad presenta. Un caso en el que creo estamos siguiendo un camino equivocado es el del plazo de resolución de los expedientes y lo que ello comporta, sobre todo el silencio administrativo, institución compleja en sí misma que, lejos de aclararse, está convirtiéndose en más cada vez más problemática. Abunda en ello la reciente modificación de la Ley 30/92, operada por Ley 4/99, de 13 de enero.

La razón de la institución del silencio administrativo fue favorecer al administrado, al permitirle acudir a los Tribunales ante la falta de una previa decisión administrativa.

La esencia del silencio administrativo estriba por tanto en el que denominamos «negativo». El silencio positivo, como bien explicó E. García-Trevijano Garnica (Ref.) obedece a una razón bien distinta, y puede decirse que se trata de una institución diferente.

El silencio positivo es una figura prevista para aquellos casos en que el ordenamiento jurídico considera -por ficción- como si se hubiera respondido favorablemente a una solicitud. Por lógica, el silencio positivo debería ser excepcional, pues la obtención por silencio de algo no ajustado a Derecho, o la mera apariencia de haberlo obtenido, causa evidentes distorsiones y puede provocar un formidable perjuicio a los intereses públicos; incluso el juego del silencio positivo suscita enormes inseguridades en el propio peticionario, que nunca tendrá la plena garantía de lo que él cree haber conseguido.

Y así, el silencio positivo fue en efecto excepcional bajo la Ley de Procedimiento de 1958, que lo limitaba en su art. 95 a los casos en que una norma con rango de Ley específicamente lo previera; no parece en cambio justificado el gran impulso dado al silencio positivo en los últimos años, lo que comenzó con el Decreto Ley de 25 de abril de 1986 y encontró acogida en la Ley 30/92. En concreto, el art. 43.2 de ésta dispuso que el silencio sería positivo excepto en aquellos casos en los que otra cosa previera una norma con rango de Ley o una norma de derecho comunitario europeo; también si se tratara de trasferir al solicitante o a terceros el uso u ocupación de dominio público o de prestar servicios públicos (concepto siempre equívoco), o en caso de resolución de impugnaciones de actos o disposiciones, a salvo que lo impugnado fuera un acto producido a su vez por silencio (art. 43.3.b).

Cierto que la propia Ley estableció en su disposición adicional tercera que los reglamentos de desarrollo de cada uno de los procedimientos específicos concretarían si el silencio sería o no positivo (Ref.). Se ha dado una gran amplitud interpretativa a esta norma, al permitirse que tales reglamentos se manifiesten con gran libertad sobre el efecto del silencio, olvidando quizá el carácter generalmente positivo establecido para el mismo por la Ley 30/92. Y así, es habitual que esos reglamentos prácticamente generalicen -aunque sea a base de establecer lo contrario caso por caso- el silencio negativo.

Lo que me interesa poner de manifiesto es que el significativo alcance que pretendía darse en la Ley 30/92 al silencio positivo (anticipado por el Decreto ley de 25 de abril de 1986 y confirmado con la Ley 4/99) ha provocado también que el legislador haya pasado a preocuparse seriamente de dificultar que tal silencio llegue en efecto a producirse; ésta es la razón de que proliferen normas casuísticas -complejas sin duda- relativas al momento de iniciación del cómputo de los plazos, a la suspensión o suspensiones de los mismos, y a la determinación del día final en que podrá entenderse producido el silencio.

Probablemente tales cuestiones podrán ser objeto (de hecho en parte lo fueron bajo la Ley de Procedimiento de 1958) de solución caso por caso; pero se acrecentan y pasan a primer plano cuando se trata de garantizar los intereses públicos (y los intereses de terceros) frente a una figura de tal gravedad y alcance como la del silencio administrativo positivo.

Pues bien, siendo recta la intención del legislador, los problemas relativos al cómputo de los plazos y al silencio positivo mismo se agrandan en la reforma introducida por la ya citada Ley 4/99.

A mi juicio debería reconsiderarse seriamente la potenciación del silencio positivo, generalizando de nuevo el negativo, estableciendo plazos razonables de resolución de los procedimientos, y arbitrando medidas serias de reacción contra la Administración (a la que debe dotarse) o sus empleados en el caso de que los plazos procedimentales se incumplan, aparte, claro está, la tan deseada mayor celeridad judicial. Veamos los problemas:

Primero.-El primer problema con el que nos enfrentamos es el de centrar perfectamente la institución del silencio y enlazarla con la general previsión, tan utilizada por la Administración y los Tribunales, de que nadie podrá obtener por silencio más de lo que podría conseguir legalmente. A mi modo de ver, por más vueltas que le demos, hablar de silencio positivo y aplicar este criterio es imposible, porque en esencia el silencio positivo no es ni más ni menos que la ficción de acto favorable, y si queremos que tal institución tenga virtualidad, debemos necesariamente anudar a dicha ficción el efecto que daríamos al acto expreso mismo.

En algunos ordenamientos jurídicos donde el silencio positivo es la excepción esto aparece perfectamente claro; el Código Colombiano, por ejemplo, no contempla en absoluto la posibilidad de que la Administración dicte resolución expresa tardía denegatoria de lo que se ha obtenido previamente por silencio, sino que obliga, como en la generalidad de los actos, a acudir a la acción judicial contenciosa de lesividad (única por cierto que en tal derecho existe, al no disponer la Administración de potestad de revisión de oficio en contra de la voluntad del administrado favorecido por el acto que trate de revisarse).

Esta es a mi juicio la opción que sin duda tomó el legislador español en 1992 (con posibilidad de revisión de oficio o de acudir a la vía de lesividad). Pese a ello los Tribunales han seguido generalmente empeñados en dar una aplicación...

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