Acercamiento elemental a Guerras civiles de Granada

AutorF. Márquez Villanueva
Páginas116-138

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La llorada María Soledad Carrasco Urgoiti nos legaba en 1956 su clásico estudio El Moro de Granada en la literatura,1cuya europea floración multisecular (del siglo XV al XX), quedaba solidamente anclada en descendencia de dos obras en apariencia modes-tas, como son el breve y anónimo relato de El Abencerraje y el esfuerzo que el murciano Ginés Pérez de Hita (1544?-1619?) le dedicara bajo el título de Guerras civiles de Granada en dos volúmenes, titulado el primero Historia de los vandos de los zegrís y abencerrajes (Zaragoza, 1595) seguido de una crónica semi-autobiográfica de la guerra de Granada, bajo la portada de Segunda parte de las Guerras civiles de Granada (Cuenca, 1619).2Obras, pues, discontinuas a la vez que destinadas a muy distinta fortuna, pues si bien la exquisitez de El Abencerraje no quedó reconocida hasta los siglos XIX y XX, el libro que tanto por su autor (trabajador del cuero por no decir «zapatero») como por sus calidades formales cabría llamar doblemente artesanal, se perfilaba a posteriori como artefacto «esperado» por una Europa ansiosa y que, muchas veces recompuesto Ultrapirineos, había de volver a su patria como un paradigma de obligadas credenciales románticas.

Lejos de haber envejecido, además de perfiladas en adicionales estudios de detalle, las páginas exactas y meridianas de dicha moderna autora, son hoy más que nunca un estímulo a profundizar en lo particular del caso. Porque Guerras civiles de Granada I, aunque en sí clásica, no cuenta entre las obras maestras de la lengua, con su apuesta por la aún naciente novela histórica, lo mismo que fantasea una seudo-crónica documentada en crudo por el romance fronterizo y morisco donde se extiende a meter, como ingenuo contrabando, las piezas más difundidas del joven Lope bajo disfraz de moro nazarí.3El título mismo de la obra es inadecuado, pues aparte del episodio inicial de «la muy sangrienta batalla de los Alporchones» (1452),4las dichas «guerras» son poco más que

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una sarta seriada de duelos individuales, que se prodigan hasta la saciedad para placer de lectores hechos a libros de caballerías y por lo cual le vendría mejor llamarse Los últimos días de Granada, o quizás más en carácter, La destruición de Granada. Igual que todos sus contemporáneos, Pérez de Hita no se libra de una resonancia obsesiva de la caída del reino visigodo con relativo escaso esfuerzo de los árabes, lo mismo que en la obra resuena dicho final, con Fernando e Isabel limitados, a modo del cobro de una deuda histórico-poética, a hacerse cargo de un reino que fatalidades internas han vuelto inviable y viene como fruta madura a sus manos.

Nada de cuanto antecede deja de ofrecer un hondo sentido nostálgico, que cabría engarzar con el tema elegíaco de la pérdida de ciudades musulmanas en la literatura hispano-árabe, a la vez que inexistente desde opuesto ángulo celebratorio en la cristiana.5Muy a contrapelo de la época, habrase de conceder la audacia que supone dicha escasa disposición a ensalzar, bajo Felipe II, el final de Granada como magno triunfo de la fe, ni a Fernando e Isabel cual foco y figuras centrales de una gesta de altos vuelos. Claro que no faltan también caballerosidad y heroísmo del lado castellano, pero no quedan puestos allí a cuenta, contra la costumbre, de reyes ni de apariciones de sacros matamoros. Su hilo conductor se ciñe en esto a la figura al fin y al cabo secundaria -y no menos ficticia- del maestre de Calatrava6y miembros de la segunda nobleza andaluza, conforme a la norma establecida por el tratamiento épico en el tono menor y todavía medieval del romancero fronterizo,7allí tan finamente abrazado. Conforme a este, el adversario poder nazarí no se perfila como ninguna amenaza para el reino cristiano, pues victorias y derrotas igualan a unos y a otros e impera, subterránea, una mutua consideración de alteridad exenta de venganzas ni de odios. Lo mismo que no se entonan tampoco tampoco himnos ni diatribas, ni se augura ningún glorioso futuro de la Granada cristiana. Más que nunca, el eje o referencia estructural de aquel tardío Romancero no era yihad ni cruzada, sino la vida efervescente de la frontera, mucho más definida a ambos lados por la tregua inestable que no por trincheras ni cordones sanita

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rios.8Contienda de siempre irresuelta en la literatura porque su centro de gravedad cae del lado de una compartida experiencia, que a su vez cuaja el marco de un derecho consuetodinario cristiano-moro, paliativo y estabilizador9de lo que en su base era la endémica situación de irresuelta pugna en el limes anterior a 1492. La bella capital mora ha dejado al final de existir porque no podía seguir alentando sin su pueblo, que pasará a ser otro al desaparecer o (lo que es lo mismo) hacerse cristiano, y eso es todo. Dada su trayectoria histórica, el reino de Boabdil, que era tan español como la reina Isabel, no podía contemplar para Pérez de Hita ningún otro destino final.

Moros y cristianos no son allí tanto enemigos como jugadores sobre un tablero donde los errores de gobierno se pagan a precio de aniquilamiento como entidad política. La contienda no es primordialmente militar y se ventila en el seno de una compleja situación de humanas luces y sombras. Guerras civiles de Granada I dan cuenta del final irrecuperable de una brillante civilización, pero no enaltecen a ningún héroe en particular, así como no cantan el sacrificio de un rey Arturo ni menos aún dan paso a algún cataclismo de dioses wagnerianos. Una vez puesto en marcha, el curso autodestructivo del poder nazarí avanza fatal e inexorable. En lo social y político Granada es para Pérez de Hita nada más que el delirio feudal de su nobleza, concentrada en treinta y dos familias o más bien esquemas tribales devorados no por el ansia de nada material, sino del intangible prestigio caballeresco.10Su escisión en dos bandos simplifica abusivamente la realidad histórica y más bien calca, para colmo, las feroces pugnas de linajes en muchos municipios peninsulares de los siglos XV y XVI. Su origen es la rivalidad polarizadora que enfrenta a los turbios zegríes contra los claros abencerrajes hasta envolver en sus tenebrosidades al rey chico Boabdil, arrastrado a un torbellino de crímenes y a una servidumbre cada vez más estrecha del poder cristiano de los Reyes Católicos. El mal se muestra enconado en sus raíces, pues también se perfila como fondo el conflicto dinástico que se obstina en ignorar la absurda realidad histó-rica de dos y después tres reyes, parientes en primer grado y cuyo poder efectivo se limita a un pedazo de la compartida Alhambra y a la volubilidad callejera de la indistinta masa popular granadina.

Conforme a lo ya apuntado, Pérez de Hita no podía menos de tener muy in mente el colapso visigodo, argüido como necesario cimiento narrativo en su primera página con el contrapuesto recuerdo de la prosperidad inicial de la Granada cristiana, que ni siquiera existía en el año 711. De allí «hasta el infeliz y desdichado tiempo que se perdió España en tiempos del rey don Rodrigo» (p. 4) y del cual le informaba Pedro de Corral a través de su vieja Sarracina o Crónica del rey don Rodrigo con la destrucción de España,11igual que el novísimo propagandista morisco Miguel de Luna lo hacía con el

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mito antivisigótico de su Verdadera historia del rey don Rodrigo.12Claro que no sin diferencias, porque aquí la culpabilidad del desquiciado Boabdil, con la ejecución en un solo día de treinta y seis abencerrajes (de ibn as-Sarráj, «hijo del sillero»), se debe a su escaso caletre ante una culpable manipulación de los zegríes,13es decir, el mecánico deus ex machina de todo rey indigno en los textos medievales. La flaqueza femenina, motivo prescrito asimismo en este tipo de leyendas, acude puntual a la cita, solo que invertidos como virtud en el caso de la reina Moraycela, ejemplar esposa del Rey Chico pero falsamente acusada de adulterio con un abencerraje bajo las cómplices frondas del Generalife. Decisivos como causación en la obra, la calumnia y duelo judicial subsiguiente, eran un motivo de amplia representación en la literatura caballeresca del medievo14que la obra relanza con lo que hay que calificar como concesión, nada rebuscada, para un público ingenuo.

Tras el inédito poema Libro de la población y hazañas de la M. Noble y M.L. ciudad de Lorca (terminado antes de 1572), y su épico abordaje a la «literatura pseudomorisca»,15Guerras civiles de Granada I traza una historia devanada entre paréntesis de un resumen poco menos que enumerativo acerca del reino nazarí, que toma de algo tan a la mano como el Compendio historial de Esteban de Garibay16y de otro, también sumario, sobre su conquista por los Reyes Católicos, que al final del libro extracta de la crónica de Fernando de Pulgar,17a quien claramente admiraba su autor. Lejos de ser este un un remendón cualquiera, fue hombre de algunas letras, pues sin duda poseía conocimientos de latín, que no se alargaban sin embargo a borrar su neto sello de hombre del pueblo. Aunque Pérez de Hita, por no desdecir de su tiempo y rendir una cabezada a los aires del día, ponga en boca de sus moros alguna piececita empedrada de alusiones clásicas (Dárdano, Argos, Anaxarte),18su cultura humanística era pobre y no pasaba de una familiaridad superficial con Ariosto.19No brilla tampoco por su pretendido domi-

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nio de fuentes árabes, pues caso de conocer más que algún rudimento del dialecto morisco, tuvo buen cuidado de ocultarlo.20Y aun esto hasta el punto de abrigar su relato en la mentira blanca de un historiador nazarí, testigo de vista, llamado en la portada Abén Hamín, «agora nuevamente sacado de un libro arábigo... traduzido en castellano por Ginés Pérez de Hita, vezino de la ciudad de Murcia». La moderna editora Paula Blanchard-Demouge pugnaba en su edición de 191321por extenderle una credencial bajo su más que aventurada identificación como el historiador y político nazarí Ibn al-Játib...

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