Los accidentes del espacio público

AutorCarmen González Marín
Cargo del AutorUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas191-221

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Podría considerarse un lugar común sostener que las concepciones del espacio público precisan -o quizá a estas alturas ya habría que decirlo en pasado- de una revisión, y que tal revisión habría de consistir en una suerte de apertura, para dar cabida a los que de momento llamaré los excluidos. Una reflexión sobre el espacio público, en efecto, ha de entenderlo como un territorio sujeto a accidentes, esto es, una reflexión sobre el espacio público no puede hurtarse a la confrontación de aquél con quienes de una u otra manera lo pueblan - o con sus potenciales viandantes. Es tentador afirmar que si las teorías del espacio público tomaran realmente en consideración que aquél puede ser percibido bajo diferentes "accidentes", necesariamente deberían ser transformadas, y el espacio público mismo también Quisiera, sin embargo, explorar la tentación contraria, la de asumir la imposibilidad de trasformar conceptualmente la noción de espacio público, por más que tratemos de acomodarla a nuevas condiciones; y ello, precisamente porque está sostenida y sostiene una cierta noción de sujeto, que, si desaparece, hace colapsar a la otra con ella1 . Los feminismos se han afanado en mostrar cómo la separación de público y

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privado, y por ello la propia noción de un espacio público, ha sido determinante para generar y justificar una política sexual subordinadora para las mujeres. En su haber cabe contar la lucha por deconstruir esa oposición público/privado, y en consecuencia una ampliación en la concepción de lo público. No obstante, el trabajo desarrollado con mayor o menor fortuna por los feminismos no ha dicho todavía la última palabra. En otros términos, el género no es ni el único ni el fundamental de los accidentes del espacio público que habría que analizar y considerar sustanciales. Mi propósito es, pues, mostrar -y no mucho más que eso- las modulaciones del espacio público, y sus pobladores, cuando se miran desde la perspectiva de género y número, esos dos accidentes que retóricamente prometía el título. Las cuestiones en definitiva se limitan a dos: 1) si sujetar al espacio público a sus accidentes permite seguir pensándolo como hasta aquí, o más bien sus accidentes terminan por de-sustancializarlo o de(con)struirlo; y 2) si en el fondo la abstracción que percibimos en la noción de espacio público, y que se puede criticar desde ciertas posiciones feministas, es en realidad necesaria y la única manera posible en definitiva de entenderlo. Aunque si optáramos por una respuesta afirmativa para tal cuestión, deberíamos a continuación plantear qué abstracción es posible / deseable.

Cómo construir el espacio público Neutro singular

Con la expresión "espacio público" nos referimos a ese metatopos2simbólico, que tiene como propiedades ser un singular y neutro. Un lugar sin lugar, un espacio que se asemeja más a lo supramundano, por más que con él queramos hablar del mundo, y ello por su posición o valor, así como por su condición

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de apertura condicionada -es potencialmente para todos, pero no todos alcanzan a estar en él-. El cielo, incidentalmente, era singular y lo era por las mismas razones escolásticas que el espacio público, es decir, por su elevadísimo valor. Si el cielo no fuera único dejaría automáticamente de serlo. Mutatis mutandis, el espacio público posee el mismo esencial atributo. Si fuera uno entre otros, perdería la impronta que lo cualifica como el mejor de los lugares posibles, políticamente hablando. Esa impronta es la señal de aquello que hace las veces de contrapartida al poder político, ese espacio de diseminación del poder, en el cual paradójicamente, cuanto más diseminado se encuentra tanto más poder se da. Por otra parte, el espacio público parece ser naturalmente un lugar neutro, y esa neutralidad es no sólo una condición constitutiva, sino normativa, cosa que no debería extrañarnos3. Si lo público se caracteriza por ser el lugar de encuentro de una pluralidad deliberante es obvio que ha de ser un no-lugar neutro, un lugar para todos y de nadie.

Típicamente, Arendt asumía como necesarias para pensar el espacio público dos condiciones: l a publicidad y la comunidad de un mundo que articula -une y separa- a los individuos. Por más que podamos aportar diferentes nociones de lo público, es obvio que Arendt señalaba los aspectos y las condiciones imprescindibles en una definición del espacio público, y también el compromiso que dicha noción adquiere de inmediato con la dicotomía público/privado y el sentido que ha de aportarse a tal dicotomía. A la vista de la necesidad estructural de las dos condiciones del espacio público, no deja de tener interés que, en cierto modo, esa concepción de lo público, en un sentido axiológico, se acogería a la perfección a la estupenda admonición que nos hace Rousseau en su Discours sur l’origine de

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l’inégalité4: "Estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos, pero la tierra no pertenece a nadie". Efectivamente, el espacio público no es propiamente de nadie, pero ha de estar abierto a todos, y sus utilidades o privilegios son para todos- todos aquellos que satisfacen la condición de ser admisibles como pobladores de ese espacio.

Pero las cosas no son tan simples. La primera de las dos condiciones nos obliga a plantearnos la dualidad apropiado/ inapropiado, o en otras palabras que la condición de publicidad exige que solo lo apropiado sea público efectivamente. Naturalmente, no deberíamos dejar de preguntarnos qué es lo apropiado y dónde se traza la línea divisoria entre lo apropiado y lo inapropiado. Nótese que de entrada esa línea se abre como una interrogación impertinente: ¿es apropiado para ser publico aquello que puede ser público, porque puede ser público?, o ¿ciertas cosas son intrínsecamente apropiadas para constituirse en públicas? Nos ayuda sin duda a recrearnos en la pregunta precisamente el caso de las mujeres. Endémicamente excluidas del espacio público, su caso es paradigmático como instancia de lo inapropiado (y excluido por ello) por construcción. Es el hecho de que ‘mujer’ sea una noción puramente normativa lo que la construye como un tipo humano inapropiado, desde Aristóteles al menos. Si lo apropiado es lo digno de verse u oírse, y lo inapropiado se transforma en privado, en este quiebro argumental aparecen inmediatamente las razones de la exclusión. Pero, naturalmente cuando Arendt asume tal dicotomía, no recuerda al parecer de dónde emana la ambigüedad de la interrogación acerca

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de lo apropiado y lo inapropiado. En realidad, la línea de esa interrogación que señalaba más arriba como problemática es la línea que rodea a un círculo vicioso.

Así, la propia concepción normativa de lo público impide que sea digna de publicidad cierta parte de la vida humana, que se ha adjudicado a la mano especializada de la mujer. No deja de ser curioso que Arendt utilice como ejemplo de lo no digno de publicidad, sin que por ello deba considerarse poco interesante desde luego, el amor. Y no deja de ser curioso, porque hay una curiosa paradoja típica de la concepción del amor, frente a la concepción de la amistad que merece la pena remarcar, dado que Arendt parece víctima de esa paradoja. El amor es una institución, la amistad no lo es en el sentido preciso del término. De hecho, probablemente ésa sola diferencia es la que constituye el criterio que permite discriminar una y otra modalidad de relación. Sin embargo, realmente se interpreta según parece justamente a la inversa. La amistad es libre, no constreñida por obligaciones reguladas, y sobre todo no necesitada de regulación, por su espontaneidad y su necesidad -de otra índole, en este caso- mientras que el amor aceptable, el institucionalizado, está por su propio modo de existir sujeto a una regulación estricta. De hecho, lo más sorprendente es que, salvo que entendamos el amor en términos que no impliquen las relaciones heterosexuales estándar, el amor siempre está públicamente refrendado, frente a la amistad que no necesita de tal cosa. Nótese -y no parece ocioso- que una de las denominaciones característica de la mujer implicada en relaciones ocultas con un varón es la de "amiga", mientras que la esposa es públicamente presentada, incluso con la marca del apellido o del posesivo que antaño se usara con tanta soltura en algunos lugares. De modo que es difícil aceptar que precisamente sea el amor el caso paradigmático de lo que constituye algo apropiado solo en la esfera privada. A menos que asumamos que amor se refiere exclusivamente a formas de invisible intimidad, más próximas a la tradición del roman courtois que a ninguna otra cosa, no es razonable afirmar, como Arendt,

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que el amor es precisamente un ejemplo característico de lo que no es apropiado en el espacio público. En realidad, no es que el amor sea apropiado o deje de serlo, la cuestión es que la institución que regula el amor -es decir, el matrimonio- en cierto sentido podría considerarse uno de los fundamentos de la estipulación de lo público y lo privado en los términos en que los consideramos.

Si pasamos a la consideración de la segunda característica que propone Arendt como necesaria en el espacio público -o para que se dé el espacio público -la comunidad de un mundo construido- no nos resulta demasiado difícil apreciar las ra-zones por las cuales se ha negado el acceso a dicho espacio a las mujeres. Lo común se liga a lo plural, puesto que en esta versión de las cosas resulta imprescindible que la metáfora de Arendt, la disposición de un conjunto de individuos "en torno a una mesa", se aplique con propiedad. Lo común une pero, al tiempo, mantiene separados a cada uno...

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