Abogacía y retórica. Entre teoría del derecho y deontología forense

AutorMassimo La Torre
CargoUniversità di Catanzaro
Páginas14-34

Ponencia a las «VIII Giornate Tridentine di Retorica ''Deontologia y Retórica Forense'' (Università di Trento, Facoltà di Giurisprudenza, Trento, 12-14 junio 2008)».

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I Abogacía y teoría del derecho
I 1 Abogacía, iuspositivismo, y «moral amoralidad»

El profesor de derecho -es decir, en la modernidad, un «científico» autoproclamado tal-, el legislador y el juez, son los protagonistas -los actores principales- de la serie de doctrinas iuspositivistas que se han subseguido, especialmente en el continente europeo, desde la época, o incluso -se podría afirmar- desde la epopeya de las grandes codificaciones. Por el contrario, sobre el abogado, Savigny, Ihering, Jellinek, Page 15 Kelsen y Hart -sólo por mencionar algunos de los nombres más ilustres de la tradición del pensamiento positivista-, no han dicho prácticamente nada. O, si han dicho algo, no han sido más que pocas, rápidas y descuidadas palabras.

Según la respectiva concepción del derecho es, ora el «científico» (como sucede en la obra de Savigny e Ihering), ora el legislador (como en el caso de Jellinek y, en buena medida, de Kelsen), ora el juez (como para Hart), el personaje central de la experiencia jurídica y de su correspondiente narrativa. Sin embargo, sobre el abogado se enmudece; un silencio que por lo general vale para la mayor parte de la producción moderna de teoría y filosofía del derecho, con poquísimas, loables excepciones.

La relación entre este silencio atronador y el dominante paradigma iuspositivista, salta a la vista. No vale contestarlo con la mención de algún nombre, si bien glorioso, como el de Karl Llewellyn (que en realidad es más bien «realista»). Es un hecho contrastable que tanto los «grandes» como la «masa» de los positivistas, no se han ocupado del abogado. La réplica a esta consideración, por lo general, es que en realidad tampoco se habrían ocupado del legislador ni del juez. Y que ello se entienda en el sentido de que la doctrina iuspositivista pasa por alto la conceptualización de los varios roles de operador jurídico y la reflexión sobre sus virtudes constitutivas, me parece bastante probado.

Con todo, se debe llegar a otra conclusión si se consideran las figuras del legislador y del juez no tanto como roles o figuras profesionales, sino como actividades, competencias o funciones sistémicas del ordenamiento jurídico. En efecto es éste, el sistema, el punto de vista que adopta el positivista. Desde tal punto de vista, la figura del juez se conceptualiza eminentemente como la situación o el «nivel» jerárquico del juzgar o del decidir sobre un determinado caso mediante una regla individual, y la figura del legislador como la posición -sistémica, obviamente- de la promulgación de una disposición general y soberana (la ley).

Ahora bien, no hay duda de que el concepto de derecho del iuspositivista se reduce a esta última función: su obsesión por «mandatos», «sanciones», «imperativos», «prescripciones», es de sobra conocida. En buena medida, para el positivista -que curiosamente en esto se encuentra muy cerca de concepciones románticas- entre razón y voluntad existe una divergencia insalvable, y es precisamente la voluntad de separación entre ambas facultades, la que toma la delantera. De este modo se repite a cada paso el lema de Hobbes: auctoritas, non veritas, facit legem.

Es el momento de la decisión lo que obsesiona a nuestro positivista: sin decisión, se dice, no hay derecho. Ahora bien, el abogado, a su pesar, no decide nada. Por lo tanto, es percibido como poco relevante, cuando no como irrelevante. Por consiguiente, en la geografía jurídica que propone el iuspositivista no hay lugar, no se hace visible, la figura del patrono. No se logra conferir a su actividad (en verdad ni siquiera Page 16 se intenta) función sistémica u ordenamental, con el resultado de que ésta acaba por desaparecer por completo del mapa de las situaciones jurídicas significativas. Si no me equivoco, en la primera edición de Reine Rechtslehre, de Hans Kelsen, y puede que también en la segunda, la palabra «abogado» no aparece ni siquiera una vez.

Por otra parte, como se ha mencionado, el positivismo jurídico, generalmente atento a distinguir -aunque no siempre a separar- entre derecho y moral, no tematiza la relación entre derecho y virtud. La virtud es, a su parecer, algo extrajurídico, extrasistémico, que escapa por lo tanto a la perspectiva ordenamental y estructural (y pretendidamente descriptiva) que éste asume como propia. Esto tiene la bastante obvia consecuencia de que cada deontología conectada a las profesiones y actividades jurídicas resulta externa a la investigación positivista. Pero tiene también otra consecuencia, puede que menos obvia.

El iuspositivista, rechazando o descuidando el vínculo entre derecho y virtud, llega a sostener, más o menos explícitamente, una específica y concreta doctrina deontológica. Grosso modo coincide con la doctrina conocida en el mundo anglosajón como «concepción estándar» o también como tesis de la «moral amoralidad»1. Según esta tesis el abogado, al no ser titular de específicas obligaciones ulteriores respecto a las obligaciones jurídicas impuestas por el sistema, puede hacer legítimamente todo aquello que no le es prohibido por una norma de ley. Es precisamente la amoralidad del ámbito forense, dentro de los límites establecidos por la ley, lo que constituye la moralidad de este rol y de esta profesión. No se dirá, como se dice en la versión explícita de la tesis de la «moral amoralidad», que el abogado, precisamente por rechazar someterse a criterios extrasistémicos de moralidad, acaba por llevar a cabo un grado más alto de justicia en conjunto y a largo plazo.

El positivista no se atreve a incomodar a las abejas de Mandeville. Ni se defenderá abiertamente una visión dialéctica de la justicia procesal -según la cual es el conflicto, también áspero, incluso «mal intencionado», el que conduce a la única verdad disponible en el mundo jurídico-, que es aquella que resulta de la lucha entre las partes por la defensa de los propios intereses. La actitud del positivista jurídico es generalmente más prudente y fría: no le interesa entrar en el campo de batalla de las doctrinas y tesis deontológicas. Lo que sin embargo sabe y en lo que cree firmemente, es que existen sólo tres operadores deónticos, que éstos son reducibles fundamentalmente a la modalidad del mandato y que todo lo que no es así no forma parte del «sistema» y por lo tanto, a él, «científico», no le interesa.

El desinterés y la abstinencia deontológica se transforma casi en seguida en una actitud de tolerancia hacia todo aquello que, aunque discutible o reprobable moralmente, forme parte, de algún modo, de Page 17 los parámetros establecidos positivamente por el ordenamiento. De este modo, ciertas veces se dirá que el punto de vista del abogado es aquel del «bad man», del hombre inmoral, y que eso forma parte del «juego» o de la práctica sistémica del derecho.

Sin embargo, con su permisividad de fondo, el positivista descuida un dato muy positivo: que en casi todos los sistemas positivos desarrollados, encontramos mecanismos de control deontológico de la conducta profesional de los operadores jurídicos y, en especial modo, de los abogados. Existen incluso -y en estos últimos años, en número creciente- códigos deontológicos adoptados por los varios organismos de autogobierno de la profesión legal. Mas de su consideración, no encontramos señal alguna en los clásicos de la literatura positivista.

I 2 Excursus: H. L. A. Hart, el punto de vista jurídico, y los abogados

Como es sabido, según h. L. A. Hart, el punto de vista jurídico es paradigmáticamente aquel asumido por el juez que emana una sentencia, relacionándola a la «gran norma» -por así decirlo- del ordenamiento jurídico dado, es decir, a su «norma de reconocimiento». El punto de vista jurídico tiene por objeto, exclusivamente, la validez de la regla o del criterio a aplicar en la sentencia y semejante validez es concebida en términos de pertenencia, de la pertenencia al sistema de reglas que es el ordenamiento jurídico.

Ahora bien, esta pertenencia se tematiza y se resuelve como una cuestión genealógica, de pedigree (como dice, no sin ironía, el gran opositor de Hart, Ronald Dworkin). La validez de la regla pues, resultaría del hecho de que la regla o el criterio puedan ser reconducidos a una regla más fundamental y esencial. Para verificar y establecer la corrección de la decisión y, en cierto modo, del contenido mismo de ésta, se debe remontar hasta una norma válida y, en consecuencia, hasta la norma básica de la cual deriva la validez misma. El modelo de razonamiento acerca del caso por decidir y acerca de la validez, que es el criterio principal, no es en este caso muy diferente al del aquel propuesto por Hans Kelsen en su doctrina del Stufenbau, en sustancia igualmente deductivo, de la «construcción por escalones». El juicio sobre la validez, tanto para Hart como para Kelsen, no es la consideración del acierto o sensatez de un determinado estado de cosas o de un cierto criterio. Es más bien una afirmación, grosso modo, del tipo: esto es cuanto la «norma básica» permite o adscribe para el caso examinado. Una afirmación semejante comporta que el juez prescriba a otros sujetos el observar el resultado del juicio formulado en este modo.

En definitiva, el punto de vista jurídico sería equivalente a aquel que Hart llama, «punto de vista interno», una perspectiva desde la cual las normas son percibidas...

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