La abogacia como pieza esencial del poder judicial

AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas141-157

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1. La defensa en juicio y la asistencia de letrado

Siendo tal el sistema en su doble perspectiva de estructura-función pero ahora en otra dimensión complementaria, no está de más recordar que el derecho fundamental a un juicio justo, un proceso público sin dilaciones indebidas o el proceso debido, due process en la terminología de la Constitución norteamericana, conlleva, por una parte y con carácter instrumental, el derecho a la defensa en juicio de quien necesite la tutela judicial, sin que su negación sea el equivalente simétrico de la indefensión, achacable también a otras agresiones de los demás derechos al servicio de aquella tutela. Por otra parte, esta primaria exigencia, una de

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las más sagradas en esta nuestra sociedad laica, baluarte de libertad con resonancias evangélicas, se hace realidad con el derecho convergente a la asistencia de letrado, cuyo nacimiento se remonta al siglo de Pericles, en la Grecia clásica. Ahora bien, la circunstancia de que en más de un proceso la intervención de Abogado sea potestativa con arreglo a las leyes procesales no elimina el derecho a esa “asistencia letrada”. El carácter no necesario del patrocinio forense en ciertos procedimientos no obliga a las partes a actuar personalmente, sino que les faculta para elegir entre la autodefensa o la defensa técnica, subsistiendo, en consecuencia, el derecho a disponer de asesor o consejero profesional incólume en tales casos, cuyo ejercicio queda a la disponibilidad de las partes.

2. El decálogo del derecho a la defensa en juicio

Este derecho a la defensa ofrece una cierta complejidad cuyo distintos aspectos paso a exponer. En el ámbito penal, el principio acusatorio como garantía cardinal se refleja ante todo, como se vió más arriba, en el derecho a ser informado debidamente de la acusación para permitir precisamente la defensa en juicio, carga informativa de quien acusa como secuela de la presunción de inocencia, cuyo contenido ha de comprender no sólo el conocimiento de los hechos imputados sino también de su calificación jurídica –delito– así como de sus consecuencias reales y su incidencia en la libertad o el patrimonio del acusado, la pena, para cuya imposición y no para el mero reproche moral o social está organizado el proceso penal, así llamado, como el Derecho sustantivo, por ese castigo, sin que se agote en una mera declaración de antijuridicidad sino que sólo se perfecciona por la retribución en la cual consiste su elemento simétrico, la sanción, consecuencia necesaria de aquella y núcleo esencial de la pretensión punitiva como objeto del proceso.

Siendo el titular de este derecho de defensa el acusado o litigante, que puede ejercerlo “por sí mismo” como reconocen el Convenio Europeo de Derechos Humanos [art. 6.3 c)] y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de Nueva York [art. 14.3.d)], la más primaria de sus manifestaciones es la asistencia al juicio oral18.

Ese su derecho a presenciarlo y, en su caso, a actuar en el marco

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de las leyes de enjuiciamiento, por esa misma y sola condición, no puede convertirse a mi entender, en un deber de estar allí, salvo que –y esto es otra perspectiva– fuere necesaria su presencia como objeto de la prueba, no como sujeto del proceso, por ejemplo para reconocimiento por la víctima y/o los testigos. Si se le negara el derecho a quedarse fuera o irse del juicio (sin ponerse fuera de la acción de la justicia, que es otro tema), le bastaría con alterar el orden de la audiencia para conseguirlo mediante la expulsión.

El derecho a la defensa en juicio conlleva normalmente aun cuando no necesariamente, como se dirá luego, el derecho “a la asistencia de letrado” que se consagra desde la detención19 (arts. 17.3 y
24.2 CE), vale decir a disponer del consejo y representación de jurisperitos, Abogado y Procurador (ATC 158/1996)20. No se olvide al respecto que esa asistencia jurídica le puede ser tan necesaria a quien ejerce la abogacía como al lego en Derecho, para la buena defensa de un asunto propio sin que su discernimiento sea cegado por la pasión21. “El Abogado que se defiende a sí mismo, tiene un tonto por cliente” dice un proverbio inglés22.

Para dotar de contenido real a tal derecho subjetivo, nacido directamente de la Constitución, evitando así que se reduzca a una retórica declaración de buenos propósitos, la Administración General del Estado asume una actividad prestacional y se hace cargo de los honorarios devengados por la representación y la asistencia en juicio de quienes sean merecedores de esa ayuda por reunir las condiciones legalmente previstas23. El ingrediente social del Estado de Derecho «que significa una acción tuitiva del más débil o desvalido cuando surge un conflicto en el cual la prepotencia del contrario le haría siempre ser el perdedor, para conseguir así la igualdad real y efectiva de individuos y grupos, a la cual encamina el art. 9 de la Constitución24, explica la raíz profunda del derecho a la justicia gratuita de quienes no tengan los medios económicos suficientes para afrontar los gastos que genere un litigio (art. 119 C.E.) como dije ya en mi voto particular a la STC 16/199425.

A su vez, ha de garantizarse la libre elección de los defensores profesionales por quien debe defenderse (defendant) que pasa así a la condición de defendido por estar basada la relación de ambos en un doble sentimiento de confianza y empatía, libertad de elección que

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no puede serle negada al litigante menesteroso, pobre en el lenguaje legal de otrora, a quien no cabe imponerle la asistencia de quienes le asigne la Administración, directamente o a través de los Colegios, por la circunstancia de ser quien pague los emolumentos a estos profesionales, ya que los caudales manejados por aquella o estos no son propios sino obtenidos de los presupuestos generales, caudales públicos por tanto. La vieja Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 en su art. 42 –con una configuración abstracta– reconoció al litigante pobre la libertad de elegir a su Abogado y a su Procurador en igualdad de condiciones con quienes los pagan de su bolsillo26, incluso cuando no fuera preceptiva su presencia en un proceso concreto27.

La facultad de nombrar y el derecho a que, en caso de no poderlo sufragar, se le designen de oficio los profesionales, no impide tampoco el cambio de defensor o representante cuando falle la confianza. Ahora bien, tal facultad va más allá y se extiende incluso a la posibilidad de desechar la asistencia de letrado, derecho en principio, como todos, renunciable si se recuerda, según se dijo más arriba, que el acusado o litigante tiene un derecho primario a defenderse por sí mismo.

Si esto es así, y así es, con mayor razón puede participar en la defensa, correspondiéndole como titular del derecho las decisiones procesales más importantes: hablar o callar, “no declarar contra sí mismo” o “declararse culpable”, desistir o transigir, recurrir o consentir, con o sin e incluso contra el consejo de su defensor, mientras que no son válidas o eficaces las decisiones de este sin la ratificación del interesado.

Una vez nombrados o designados defensor y representante, este derecho fundamental de naturaleza prestacional no puede agotarse en la mera designación sin relación alguna entre cliente y abogado que permita la instrumentación de una defensa en juicio a la manera habitual, cuando hay honorarios por medio. En consecuencia, quien hace la designación ha de ponerla también en conocimiento del beneficiario para que disfrute del patrocinio con entera normalidad28. La falta de notificación de los nombramientos del Abogado y del Procurador de oficio que impide la comunicación y el contacto con ellos, menoscaba el derecho a la asistencia de letrado29, salvo que éstos lo hubieran hecho motu proprio.

Pues bien, en cualquiera de estas manifestaciones la preceptiva asistencia de letrado, ha de tener un contenido real y operativo, que le dote

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de eficacia (right of effective representation)30 sin quedarse en los huesos de la mera apariencia31, como explicaré con mayor detalle más adelante. Un presupuesto “esencial para la eficacia de la defensa” es el “sagrado secreto de las comunicaciones entre defendido y defensor”, interfiriendolas o sacando a la luz lo que debe quedar en la penumbra. La ineficacia del patrocinio puede resultar de muchas causas como la falta de ciencia o de experiencia (muchos grandes juristas fueron mediocres Abogados), la apatía o la desidia, así como no haber dispuesto del tiempo, de la información o de los medios adecuados.

Corolario de lo dicho es el derecho del acusado a decir la última palabra. El derecho a la defensa, repito, comprende no sólo la asistencia de letrado libremente elegido o nombrado de oficio, en otro caso, sino también la posibilidad de defenderse personalmente según lo regulen las leyes procesales de cada país configuradoras del Derecho. Es el caso que la nuestra en el proceso penal (art. 739 L.E. Crim.) ofrece al acusado el «derecho a la última palabra» (Sentencia del T.S. de 16 de julio de 1984), por sí mismo, no como una mera formalidad, sino «por razones íntimamente conectadas con el derecho a la defensa que tiene todo acusado al que se brinda la oportunidad final para confesar los hechos, ratificar o rectificar sus propias declaraciones o las de sus coimputados o testigos, o incluso discrepar de su defensa o completarla de alguna manera». La raíz profunda de todo ello no es sino el principio de que nadie pueda ser condenado sin ser oído, audiencia personal que, aun cuando mínima, ha de separarse como garantía de la asistencia letrada, dándole todo el valor que por sí misma le corresponde. La viva voz del acusado es un elemento personalísimo y...

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