Artículo 37.2: La prórroga del plazo para dictar laudo arbitral

AutorFrancisco Rivero Hernández
CargoCatedrático Derecho Civil

ARTÍCULO 37.2

LA PRÓRROGA DEL PLAZO PARA DICTAR LAUDO ARBITRAL

FRANCISCO RIVERO HERNÁNDEZ

Catedrático Derecho Civil

I. EL FACTOR TIEMPO EN EL ARBITRAJE Y SU REPERCUSIÓN EN EL LAUDO ARBITRAL

1. Importancia del factor tiempo en el arbitraje. Coordenadas contractuales

Una de las razones —no la única, ciertamente— que inducen a las personas que tienen entre sí un conflicto de intereses a optar por la vía del arbitraje y excluir la jurisdiccional es muchas veces la de poder obtener una pronta solución a su controversia, frente a la lentitud de los tribunales (no por tópica menos real, aquí y en casi todas las latitudes)1. De ahí que en muchos ordenamientos se haga una especial referencia al plazo dentro del cual deben dictar los árbitros su laudo o decisión definitiva, de lo que hay varios sistemas jurídicos en ese orden.

Por otro lado, la particular naturaleza del arbitraje2, en el que por decisión privada de los interesados se elige el procedimiento de solución extrajudicial del conflicto y la persona que ha de resolverlo, así como el que se trate de cuestiones de estricta disponibilidad de aquéllos (están excluidas del arbitraje las indisponibles), determina que las partes contendientes tengan un especial control del arbitraje (en múltiples aspectos) y del tempo arbitral, con varias manifestaciones (tanto en la determinación inicial como en su prórroga) y, además, que el plazo hábil para dictar el laudo tenga naturaleza material, con importantes consecuencias.

El carácter material o sustantivo, y no procesal, del plazo convencional para dictar el laudo (y, en su caso, de la prórroga) no deriva sólo ni tanto del convenio arbitral —frente al criterio manejado por algunas sentencias del Tribunal Supremo (y otros tribunales) en ese sentido—3, sino de dos hechos, conjugadamente:

a) por un lado, de la concesión a los árbitros, por las partes que celebran el convenio arbitral, de facultades decisorias concretas en materia disponible, de la que efectivamente disponen encargando la composición de sus intereses en un marco jurídico determinado a aquéllos —cuya actuación decisoria legitiman y cuya decisión asumen dichas partes y prometen cumplir— (véanse Ss. T.S. de 23 mayo 1987 y de 17 octubre 1988);

b) por otra parte, de la aceptación por los árbitros de dicho encargo en términos precisos, y su vinculación contractual con las partes interesadas, para cumplirlo en un tiempo conocido de antemano, sea contractual o el legal subsidiario.

Esas dos coordenadas, contractuales ambas en todo caso, y la privada heterocomposición de los intereses controvertidos por encargo concreto a los árbitros, así legitimados, condicionan la naturaleza del plazo dentro del cual ha de resolverse la cuestión litigiosa (que no deja de ser convencional cuando por no designación explícita entra en juego el legal).

Toda esta materia, como puede verse, queda inundada por el principio de la autonomía de la voluntad —decenas de veces dice esta Ley «salvo acuerdo en contrario de las partes»— en claro contraste con lo que ocurre en el proceso jurisdiccional —lo que comporta que no sean aquí aplicables los criterios legales de nuestras leyes procesales, ni siquiera por analogía—. Frente al rígido criterio de la improrrogabilidad de los plazos procesales (art. 134 LEC.; cfr. art. 306 de la de 1881), se levanta la prorrogabilidad de los del arbitraje, la preferencia del plazo convencional sobre el legal para dictar el laudo, sólo subsidiario éste; y la nulidad del laudo dictado fuera de plazo. Ese principio de la autonomía de la voluntad privada queda ahora bien explicitado en la Exposición de Motivos de la Ley 60/2003, de 23 diciembre, de Arbitraje [LA., o LA’2003]: «las opciones de política jurídica que subyacen a estos preceptos quedan subordinadas siempre a la voluntad de las partes» (apart. VI, pfo. 1º).

Me permito subrayar todo ello, aunque parezca obvio, porque se trata de un principio o criterio general que preside toda esta materia, y porque habrá lugar a invocarlo con esa calidad y trascendencia en más de un momento a la hora de interpretar algunas normas y resolver no pocas cuestiones que, por lo que aquí concierne, el legislador ha dejado mal planteadas o resueltas.

2. La prórroga en el esquema temporal del arbitraje. Su relación con el plazo para laudar

La primera manifestación de la preminencia de la autonomía de la voluntad de las partes en este ámbito (duración del arbitraje, plazo y prórroga para dictar laudo) está ya en la inicial determinación del plazo máximo del procedimiento arbitral por las partes, al que de una u otra forma está vinculada la prórroga.

La Ley 60/2003, de 23 diciembre, de Arbitraje, al igual que la de 1988, no exige —como sí, en cambio, la de 1953 (art. 17.1-4º)—, la designación de «plazo o término en que los árbitros hayan de pronunciar laudo». Sin embargo, que ello es posible se deduce de las primeras palabras del actual art. 37.2 al decir que «si las partes no hubieren dispuesto otra cosa, los árbitros deberán decidir la controversia en el plazo de seis meses [...]» —en términos muy parecidos, en el art. 30 LA’1988—. Luego las partes pueden, disponiendo «otra cosa», señalar plazo distinto a aquel efecto.

Sigue la nueva Ley, con tal planteamiento, la línea general de casi todos los ordenamientos eurocontinentales, que con una expresión u otra dejan, como primer y prevalente criterio, a la voluntad de las partes el señalamiento del plazo dentro del cual debe llevarse a cabo el arbitraje y dictarse el laudo, en atención a la importancia que tiene para ellas del factor tiempo en la solución de su controversia. Plazo o tiempo ese que unas veces queda delimitado ab initio, convencional o legalmente, y otras en dos momentos sucesivos (plazo y prórroga ulterior), lo que no empece para que queden unidos funcionalmente sin solución de continuidad y devenir un plazo unitario (cuantitativa y cualitativamente).

El mismo principio que justifica la posibilidad del plazo convencional (autonomía privada de las partes en materia disponible) explica la prorrogabilidad del plazo inicial, sea convencional o legal: el art. 37.2 de la LA’2003 no distingue (dice: «Este plazo sólo podrá ser prorrogado [..]»); luego a ambos se refiere. Para los dos casos (plazo inicial y prórroga) dice el art. 37.2: «si las partes no hubieren dispuesto otra cosa», lo que confirma la primacía que nuestro sistema jurídico da a los interesados en la concreción del tiempo para laudar; aunque luego, a falta de plazo convencional, deberá entrar en juego uno legal (de seis meses), y se admita, junto a la prórroga convencional, otra por decisión de los árbitros (sólo si autorizados por aquéllos).

Es nota particular de la prórroga en nuestra Ley de Arbitraje de 2003 el que siempre es de origen voluntario, sea por voluntad directa de las partes o indirecta (por conducto de tercero o de institución arbitral), o por la voluntad del propio árbitro (por «decisión motivada»). Nunca es de origen legal, como admiten otros ordenamientos (cfr. art. 820 del Codice di Procedura civile italiano, que la prevé para el caso de muerte de una de las partes).

Por otro lado, la prórroga (de cualquier clase), válidamente acordada, pierde su autonomía y se integra con el plazo para laudar, para constituir conjuntamente el tiempo máximo, ya como tracto temporal único —lo apuntaba antes: es cuestión importante, que merece la pena reiterar—, dentro del que el o los árbitros deben dictar su laudo, bajo pena de ineficacia del mismo y otras consecuencias. Adquiere así, pues, la prórroga, cuando exista, la misma naturaleza que el propio plazo (en sentido estricto), en el marco temporal y procedimental del arbitraje.

II. PRINCIPALES NOVEDADES DE LA LEY 60/2003, DE 23 DICIEMBRE, DE ARBITRAJE EN LO QUE CONCIERNE AL PLAZO PARA LAUDAR Y SU PRÓRROGA

Hay varios sistemas jurídicos sobre la determinación del plazo para emitir el laudo arbitral (incluida la prórroga). Sustancialmente, y a los solos efectos que ahora interesan, cabe distinguir:

a) aquéllos que no prevén ningún plazo para dictar laudo, concediendo algunos a los árbitros más o menos libertad para hacerlo cuando tengan a bien, aunque contemplan la adopción de ciertas medidas para el caso de que los árbitros retrasen excesivamente y sin razón suficiente su decisión, y cierta intervención judicial (en orden al plazo inicial y a la prórroga)4;

b) ordenamientos que dejan la determinación de ese plazo a discreción de las partes, sea de forma directa (incluida la posibilidad de prórroga por ellas mismas), sea con intervención judicial supliendo lo que los interesados no resuelvan por sí mismos5;

c) hay legislaciones que junto al plazo convencional establecen otro legal, como subsidiario, a falta de aquél6.

La Ley de Arbitraje de 1988 [LA’1988] se adscribió a este último grupo, de forma decidida: «si las partes no hubieran dispuesto otra cosa, los árbitros deberán dictar su laudo en el plazo de seis meses,...» (art. 30). Ese aspecto convencional del plazo se hallaba reforzado por la posibilidad única de prórroga por acuerdo de las partes, que excluía la prórroga judicial y por los árbitros.

Con ese paisaje de fondo llega la reforma de 2003, relativamente abierta en este aspecto, que el legislador parece justificar (o pretende; otra cosa es que quede justificado o sea realidad cuanto dice) en una presunta «armonización del régimen jurídico del arbitraje, en particular del comercial internacional,

[...] en la convicción de que una mayor uniformidad en las leyes reguladoras del arbitraje ha de propiciar su mayor eficacia como medio de solución de controversias» (Exp. Mot., I, pfo. 1º).

Las reformas introducidas en este último aspecto (plazos y prórrogas) son más importantes de lo que pueda parecer prima facie, y no todas aparecen suficientemente fundadas, en mi opinión, tanto por necesarias como por explicadas (desde luego, no lo hace el legislador). Esas reformas son, sustancialmente, las siguientes:

a) en lo que se refiere...

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