La vulneracion de la normativa de consumidores como causa de nulidad de los contratos de productos bancarios

AutorJuan Julián Cea García
CargoAbogado
Páginas1-13

En los últimos años, y no sin cierto estruendo mediático, numerosos productos financieros han sido objeto de un aluvión de procedimientos judiciales, que empezaron a instarse de manera esporádica -principalmente por asociaciones especializadas y con limitada transcendencia en lo referente al quantum de la suma global de lo reclamado- hasta desembocar en la masiva interposición de demandas por la generalidad de despachos profesionales de toda España, y con unas sumas reconocidas que ya se cifran decenas de miles de millones de euros.

Ciertamente, una vez unificados los criterios judiciales y a sabiendas del más que posible resultado estimatorio de sus reclamaciones, ejércitos de abogados y campañas publicitarias –que, dicho sea de paso, en algunos casos nos recuerdan aquello de “todo a cien” , o el “yo no soy tonto”1- anuncian y se ofrecen a la llevanza de acciones contra entidades financieras. Y claro está, y como en una espiral sin fin, cuantas más reclamaciones estimadas se suceden, más demandas se formulan, ya que asegurándose la recuperación de lo invertido, muy poca motivación adicional necesita el consumidor afectado para decidir interponer su reclamación.

Motivación que -en todo caso- ha ido en volandas por causa del efecto multiplicador generado por los casos de corrupción frecuentemente protagonizados por quienes estaban al frente de las entidades financieras emisoras de los productos (Presidentes, directivos, miembros de sus Consejos), y de quienes debían supervisar a éstos. Desde luego, el eco mediático de sus envidiables vidas personales, en comparación con las tristísimas vivencias de los que perdieron o vieron gravemente comprometidos sus ahorros, sin duda propició la aparición de plataformas y la masificación de las reclamaciones.

En este escenario, se cuentan por miles las reclamaciones que se refieren a productos bancarios tales como Swaps, participaciones preferentes, obligaciones subordinadas, hipotecas multidivisa, cláusulas “suelo”, adquisiciones de acciones (de cierta Caja Madrileña)….Y están próximas, esperando a una nueva oleada de demandas, las de otros productos más sofisticados, como por ejemplo los bonos necesariamente convertibles de una entidad financiera de popular cocimiento.

Ciñéndonos a los supuestos relacionados anteriormente y sobre todo a los de las participaciones preferentes y obligaciones subordinadas, o a los de compra de acciones, y dejando al margen las acciones penales, la práctica totalidad de las reclamaciones entabladas se han basado en la acción de nulidad por error en el consentimiento ; algunas han aderezado la acción de nulidad por dolo civil y, en los menos casos, se interponía -bien principalmente o bien con carácter subsidiario- la acción del art 1101 del Cº Civil, por incumplimiento contractual de la entidad financiera de sus deberes de lealtad e información. Y correlativamente, en la gran mayoría de las Sentencias ha acabado prosperando dicha acción de nulidad por error, por el efecto del incumplimiento de las obligaciones de información de la Ley 24/1988, de 28 de julio, de Mercado de Valores y del RD 217/2008 (a las que luego nos referiremos).

Y así las cosas, es constatable el orillamiento de la normativa aplicable a los consumidores y usuarios, en la mayor parte de las Resoluciones, citándose a éstos -en el mejor de los supuestos- de manera tangencial y en la gran mayoría de las veces con alusiones difusas solapadas.

Naturalmente, esa marginación en la aplicación directa de las leyes de los consumidores tiene nula transcendencia práctica en los casos de Sentencias estimatorias de las pretensiones del reclamante, como así ha sucedido abrumadora mayoría de las ocasiones. Pero ha de tenerse en cuenta que, en el otro extremo, están aquellas Resoluciones judiciales que –refiriéndonos siempre a consumidores o clientes minoristas2- no sólo desestiman la reclamación, sino que además no toman en consideración tal cualidad de consumidor del actor, ni la normativa que defiende a los consumidores; y tampoco tienen en cuenta el carácter imperativo de sus normas, ni los principios aplicables -para el caso de no invocación por la parte actora de tales normas- , como el iura novit curia, del que se deriva el brocardo da mihi facttum dabo tibi ius, que como, luego veremos y en nuestra opinión, posibilitan en todo caso la declaración de nulidad de oficio de las ordenes de compra de tales productos ex art. 6.3 del Cº Civil.

Acaso el paradigma de este último tipo de resoluciones, se encuentra en la Sentencia de 151/2015 de siete de julio, del Juzgado de Primera Instancia nº1 de Fuenlabrada3, la cual ha tenido eco y literal traslación a la del Juzgado de Primera Instancia nº 9 de Salamanca, nº 197/2015, de 30 de octubre, entre otras4.

En realidad, la normativa de los consumidores y usuarios, aun siendo especial, ha venido teniendo un encaje tangencial en las Sentencias de los Tribunales, acaso por la tendencia de los operadores jurídicos –naturalmente también los abogados- de invocar prioritariamente (o solamente) las normas generales de las obligaciones y contratos y los principios generales del derecho.

Sin duda, el empuje de las Directivas Europeas5 y el de las Sentencias dictadas por el TJUE ha sido el detonante de la progresiva –y obligatoria- aplicación del derecho Español y Europeo de los consumidores en los asuntos judiciales patrios6.

Internamente, de todos es sabido que con la promulgación de la Constitución de 1978, la protección de los consumidores y usuarios se convierte en un principio básico que obliga al Estado asegurar a los ciudadanos sus derechos y libertades en este ámbito. Así, en su artículo 51 se ordena a los poderes públicos que garanticen la defensa de los consumidores y usuarios; que protejan su seguridad, salud e intereses económicos; que promuevan la información y la educación de consumidores y usuario y que fomenten las organizaciones de consumidores y usuarios y las oigan en lo que pueda afectar a éstos.

La indicada previsión constitucional está desarrollada, actualmente, en el Real Decreto Legislativo 1/2007, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de Consumidores y Usuarios, que establece una panoplia de de derechos básicos de los consumidores, que son verdaderas normas de derecho necesario; y de entre ellos está el derecho precontractual a la información, que por su carácter recepticio, ha de tener una doble vertiente: la negativa, consistente en abstenerse el contratante –oferente- en facilitar una información incompleta o errónea, y la vertiente positiva, por la que se hace imperativo facilitar toda la información precisa, veraz y entendible del producto, para que el consumidor pueda tomar una decisión con conocimiento de causa.

Este derecho a la información completa, viene referido en el RDL 1/2007, en su art. 8 como “derecho básico”7, que en realidad se configura como un verdadero derecho indisponible, al tratarse de un derecho de “orden público” o norma imperativa-prohibitiva (según la vertiente que contemplemos), de modo tal que en su artículo 10 se cataloga como un derecho irrenunciable, con remisión expresa al art. 6 del Cº Civil, precepto éste que proclama la nulidad de pleno derecho de …“Los actos contrarios a las normas imperativas y a las prohibitivas…”

Y en el caso de los contratos de productos financieros, la LGDCU nos remite al art 60, como un deber precontractual la prestación de información “clara, comprensible, veraz, relevante y suficiente”; obligación de información, por tanto, que ha de ser exhaustiva, pues es cuestión pacifica que existe un claro desequilibrio posicional y una abismal desigualdad entre las entidades bancarias y sus clientes.

No es dudoso que frente a los ahorradores minoristas/consumidores, las instituciones financieras cuentan con una potente maquinaria de directivos, letrados, economistas, y red de oficinas que han dedicado toda su fortaleza a idear y comercializar unos productos bajo sus propias reglas. Para ello -y descendiendo a los de este artículo, se han utilizado documentos y formularios redactados por tales entidades, sin posibilidad de negociación ni enmienda alguna, utilizándose una especializada jerga financiera cuyo entendimiento sólo está reservado a los profesionales de la inversión.8

Y por si ello fuera poco, en los casos de deuda subordinada, se trata de productos que cotizan en un mercado secundario (el mercado SEND) integrado por esas mismas entidades de crédito; un mercado que tiene sus propios usos y procedimientos y en el que no pueden intervenir los ahorradores, de modo que se trata de un verdadero “coto cerrado” en el que los clientes han de limitarse a creer en las palabras de la entidad, en la apariencia de su solvencia y honestidad y en el mejor de los casos sólo pueden esperar recibir intereses y la devolución del capital.

Obvio es decirlo, los consumidores no pertenecen al segmento de los clientes profesionales ni institucionales definidos en la LMV; son ahorradores minoristas que, por sus condiciones ordinarias, se presume que son por completo ajenos al conocimiento de las sutilezas de esos productos financieros.

Por ello, consciente de esa enorme diferencia de posición y capacidad de ambas partes, no ya la Legislación de consumo sino la específica normativa reguladora de los mercados financieros es la que obliga a una escrupulosa conducta de honradez y buena fe a las instituciones, y un exhaustivo nivel de información, a fin de que los clientes minoristas/consumidores puedan adoptar decisiones a la hora de colocar sus ahorros mediante el conocimiento completo de la naturaleza, condiciones y riesgos de los productos financieros que se les ofrecen. De esta manera, el artículo 79 de la Ley 24/1988, de 28 de julio del Mercado de Valores (LMV), en su redacción primitiva, establecía como regla cardinal del comportamiento de las empresas de los servicios de inversión y entidades de crédito frente al cliente “…la...

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