Valor jurídico de las condiciones generales en la contratación

AutorRamón Durán Rivacoba
CargoCatedrático de Derecho Civil. Universidad de Oviedo
Páginas655-723

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A mi Facultad, en su IV centenario.

I Ambivalencia efectiva de los nuevos modelos de negociación

Las condiciones generales constituyen un proceso emergente y casi universalizado en el mundo de la contratación. Aparecen muy ligadas a ciertos sectores específicos del tráfico jurídico, por otra parte imprescindibles en la esfera del Estado de bienestar en que vivimos. Todos atesoramos amplia experiencia propia en el asunto. Cualquiera que suscriba un contrato de suministro -por muy prosaico que se considere su objeto: electricidad, teléfono, gas...- asume la presencia de las condiciones generales en su contenido. Idéntico sucede con otras esferas básicas de nuestro entorno jurídico, como son los seguros1, el crédito2, el transporte3... y hasta la compra de ordenadores, electrodomésticos y automóviles. Buena prueba constituyen los precedentes jurisprudenciales con que se cuenta en la materia4.

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Las condiciones generales traducen en la práctica, como pocos argumentos teóricos podrían representar en la teoría, las distintas posturas de los contratantes en la relación jurídica que les vincula. Una de las partes impone a la otra el contenido del negocio, amparándose para ello en su preponderancia económica dentro del sector de que se trate. Observadas las cosas en el mundo de las ideas, bien cabe colegir que tal dato arruina los más elementales presupuestos que diseña el ordenamiento jurídico para el contrato, basado en el poder equivalente de las partes. Sin duda este desequilibrio en las situaciones jurídicas de los contratantes deja en evidencia el prejuicio del liberalismo humanista plasmado en el dogma de igualdad, y responde mejor al neoconservadurismo económico.

A raíz de tan notorios hechos, cabe interrogarse por qué se aceptan dichas fórmulas negociales y acerca de las medidas que previenen las leyes en su combate. Atendiendo a la realidad sobre otro tipo de consideraciones abstractas, tampoco puede negarse que, convenientemente purgadas de sus extremismos, estas modalidades de contratación aportan mucho a un mercado abierto y democrático, en el que amplias capas de la población se ven favorecidas por su acceso a productos y servicios antes reservados a las fortunas más pudientes. El mecanismo que lo hace posible reduce al unísono los gastos de producción y puesta en tráfico. Eso se consigue a través de modelos norma-Page 658lizados de circulación jurídica y garantías. En su esencia está que se imponga dicho modus operandi, pero que, a su vez, resulte siempre relativamente accesorio y por completo inocuo.

Este medio virtus lucra beneficios en ambos polos de la contratación. Además, a mi juicio, representa la mejor óptica, útil y realista, en su estudio, lejos de dogmatismos obstruccionistas y estériles. Excelente prueba de cuanto afirmo constituye la seguridad, basada en mi experiencia, de que cuantos se asomen a estas páginas tienen suscritos múltiples contratos bajo condiciones generales. Sospecho que la inmensa mayoría sin haberlas leído con detenimiento y, mucho menos, estudiado a fondo. No pienso ya en el común de los mortales: me refiero a jueces, abogados, procuradores, fiscales, notarios, registradores, funcionarios, asesores... juristas en general. En mi concreta hipótesis, y creo extensible la presunción, opero con la certeza de que me protegerá el ordenamiento jurídico frente a los posibles abusos que tales cláusulas pudieran albergar, máxime cuando gracias a su presencia se garantizan mecanismos objetivos y simples de procedimiento ante futuras quejas.

Con estas premisas, abordo el análisis de las condiciones generales de la contratación como fenómeno válido para conseguir los fines que las justifican. En pura lógica, tampoco se omiten los sistemas jurídicos de su control y, en su caso, purga del universo jurídico por mostrarse lesivas.

II Concepto, naturaleza y función de las condiciones generales
1. Notas constitutivas: predisposición, habitualidad e imposición

La primera de las cuestiones suscitadas sobre la materia es la que concierne a su noción jurídica. Sin perjuicio de las propuestas doctrinales que se han venido sucediendo, la Ley de Condiciones Generales de la Contratación, de 13 de abril de 19985, procede a definirlas ya en su inicio. A su tenor, resultan « las cláusulas predispuestas cuya incorporación al contrato sea exclusivamente imputable a una de las partes, con independencia de la au-Page 659toría material de las mismas, de su apariencia externa, de su extensión y de cualesquiera otras circunstancias, habiendo sido redactadas con la finalidad de ser incorporadas a una pluralidad de contratos o declaraciones jurídicamente relevantes» (art. 1.1 LCGC). En síntesis, vale decir que aglutinan tres notas características: prerredactadas, impuestas y habituales6.

En efecto, tales cláusulas provienen de la voluntad exclusiva de una de las partes, que se denomina «predisponente» -«toda persona física o jurídica que actúe dentro del marco de su actividad profesional o empresarial, ya sea pública o privada» (art. 2.2 LCGC)7-, al margen de que se materialicen o no a través de la tarea de un tercero extraño a la concreta relación jurídica entablada. Esto equivale a reconocer que los profesionales de concretas ramas del tráfico económico utilizan a menudo fórmulas de contratación comunes y hasta inducidas por colectivos que defienden corporativamente sus posiciones8. Las idílicas leyes del mercado pierden no escasa imparcialidad por obra de la sindicación más o menos encubierta de los intereses de grupo dominantes. Así se desenmascara la espontánea formación de oferta y demanda (cfr. art. 1.262 CC), como axioma supremo y pretendidamente objetivo que regula una economía tildada de abierta.

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El carácter de prerredactadas de las condiciones generales participa de un destacado matiz objetivo y a la perfección cuadra con el rótulo del precepto (cfr. STS de 22 de abril de 2005). Ahora bien, si el promotor dispone a su alcance y de antemano de las condiciones generales no es por otra cosa que gracias a su firme aspiración para utilizarlas de manera oportuna y profusa. Luego a la faceta objetiva de los clausulados predispuestos acompaña el subjetivo ánimo de introducirlas habitualmente. El reconocimiento que hace de dicha nota el artículo 1 LCGC es obvio, pues han «sido redactadas con la finalidad de ser incorporadas a una pluralidad de contratos o declaraciones jurídicamente relevantes». Es decir, que constituye un elemento teleológico que integra la órbita volitiva, de prueba muy evanescente. Como consecuencia, el carácter habitual de las condiciones generales pierde fuerza, pues, en último extremo, se trata de un propósito sostenido en quien las impone; y, entonces, no debería exigirse de suyo una proyección efectiva y reiterada en otros contratos impuestos por el profesional. Equivaldría eso a confundir los deseos con las realidades. Desde luego, cuando suceda, la evidencia estará servida, pero sin olvido de otros cauces mientras el indicio se resista. Será un valioso dato su repetición por diversos profesionales en el mismo sector de actividad económica. En suma, la teoría exige habitualidad en las condiciones generales, pero su concreta formulación arruina el componente práctico y efectivo del requisito.

Dichas condiciones generales prerredactadas y con la vocación de su común empleo por un profesional, resultan impuestas por una parte a la otra en ejercicio de dominio previo, ya en la vertiente jurídica o -más ordinaria-, económica. Por tanto, su «apariencia», «extensión» y «cualesquiera otras circunstancias» externas devienen irrelevantes, al no variar el signo del fenómeno que representan. Algunas decisiones judiciales ayudarán a entender mejor el significado técnico de la imposición. La STS de 21 de diciembre de 2000 repasa la trayectoria jurídica sufrida por la noción de condiciones generales a partir de la Ley 26/1984, General para la Defensa de Consumidores y Usuarios (en adelante, LGDCU) y la Directiva Comunitaria 13/93 sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores9. Concluye que «no es suficiente, pues, que el consumidor o usuario no haya podido influir sobre el contenido de la cláusula, se le exige que no haya podido eludirPage 661 su aplicación, en otras palabras, no una actitud meramente pasiva. La Ley General para la defensa de los consumidores y usuarios se muestra así más restrictiva, no...

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