Transparencia en la designación de árbitros y la prevención de conflictos de intereses

AutorJosé María Alonso
CargoSocio. Baker & Mckenzie
Páginas1-16

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El arbitraje, como sistema de resolución de conflictos basado en la voluntad de las partes de someterse a él, debe satisfacer la confianza depositada por aquellas, que esperan ver definitivamente resuelta su controversia por un tercero imparcial. Es, en cumplimiento de esta misión, como fórmula alternativa a los tribunales ordinarios, otorgando las mismas garantías que estos pero con las ventajas que le son propias, cómo el arbitraje se ha desarrollado y debe seguir desarrollándose.

Sin embargo, el árbitro, como eje esencial sobre el que gira todo el procedimiento arbitral, está sometido a unas circunstancias diferentes a las del juez estatal: mientras que éste es un funcionario del Estado, fundamentalmente incompatible con cualquier otra actividad profesional, y, por ende, dotado de la presunción de imparcialidad e independencia inherente a los integrantes del Poder Judicial, el árbitro es un sujeto privado plenamente incardinado en la sociedad civil y, por tanto, con infinidad de relaciones personales y profesionales de toda índole, generadoras de intereses, que requieren ser consideradas con toda cautela a la hora de encomendarle el enjuiciamiento de la controversia suscitada entre las partes. Porque, no se olvide nunca, el laudo tiene la misma eficacia que la sentencia judicial, de modo que la confianza que se deposita en el árbitro debe ser, al menos, la que se deposita en el juez, pese a que, prima facie, del primero no se presume la imparcialidad e independencia que se presume del segundo. Esa diferencia de presunción prima facie debe ser, por tanto, suplida mediante la introducción de mecanismos que garanticen la transparencia en la designación de árbitros y la prevención de conflictos de intereses. Solo así se generará la confianza necesaria en los usuarios del arbitraje, sin la cual esa institución no se podría sostener.

Es por esto por lo que la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje (la «Ley de Arbitraje»), siguiendo a la Ley Modelo UNCITRAL, consagra como uno de los principios fundamentales del procedimiento arbitral la independencia e imparcialidad de los árbitros. La Ley de Arbitraje, también siguiendo en este punto a la Ley Modelo UNCITRAL, establece, como garantía de ese principio de independencia e imparcialidad de los árbitros, el deber de revelación por parte de estos de cualquier situación susceptible de generar un conflicto de intereses, señalando en su artículo 17.2 que:

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«2. La persona propuesta para ser árbitro deberá revelar todas las circunstancias que puedan dar lugar a dudas justificadas sobre su imparcialidad e independencia. El árbitro, a partir de su nombramiento, revelará a las partes sin demora cualquier circunstancia sobrevenida. En cualquier momento del arbitraje cualquiera de las partes podrá pedir a los árbitros la aclaración de sus relaciones con algunas de las otras partes.» 1

El deber de revelación por parte de los árbitros se articula como el principal instrumento legislativo de prevención de conflictos de intereses en el seno de un arbitraje, habida cuenta de la práctica imposibilidad para una parte de conocer todas las posibles relaciones que puedan existir entre su contraparte y un árbitro. Esto resulta aún más claro en el ámbito del arbitraje internacional, donde una parte puede designar como árbitro a alguien de su misma nacionalidad y sobre quien el conocimiento de la contraparte puede ser muy limitado.

Además, y como veremos más adelante, existe una gran cantidad de supuestos dudosos (pues en aquellos en que el conflicto es evidente el árbitro debería, más que revelarlo, abstenerse de participar en el procedimiento) en los que, para garantizar la transparencia del procedimiento, debe asegurarse su conocimiento por todas las partes con el fin de que sean ellas quienes decidan si lo consideran o no un obstáculo suficiente a la participación del árbitro en el procedimiento.

1. El dilema del árbitro: ¿qué revelar?

Teniendo en cuenta que, al fijar las cuestiones que el árbitro debe revelar, la Ley de Arbitraje hace referencia a aquellas «circunstancias que puedan dar lugar a dudas razonables sobre su imparcialidad e independencia», estableciendo un criterio subjetivo ajeno al árbitro para valorar la concurrencia, o no, de dudas justificadas sobre su imparcialidad, se plantea la pregunta: ¿hasta dónde cabe entender que llega el deber del árbitro de revelar, como dice la Ley, todas las circunstancias que puedan dar lugar a esas dudas? O dicho de otro modo, ¿dónde debe pensarse que acabaría en la práctica esa obligación del árbitro?

La respuesta, sin embargo, y pese a su relevancia, no está clara. Aunque una primera aproximación al concepto de «dudas razonables» resulte sencilla, en la práctica son muchas las zonas grises en las que resulta complicado conocer

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los límites del deber de revelación. Un principio bastante aceptado es el que exige a los árbitros la revelación de todas aquellas circunstancias que puedan generar en cualquiera de las partes una duda razonable sobre su imparcialidad o independencia.

En cualquier caso, esto no resuelve el problema de qué debe entenderse por duda «justificada» o «razonable». Ahora bien, la ausencia de una lista cerrada de supuestos, como se hacía en la Ley de Arbitraje anterior refiriéndose a las causas de recusación de jueces y magistrados2, debe considerarse como un acierto3. En efecto, cualquier definición general de cuándo una parte puede ver razonablemente minada su confianza en la independencia e imparcialidad del árbitro, fijando qué debe éste revelar, plantearía el mismo problema, dada la amplitud que sería necesaria para incluir todos los supuestos posibles. Por otro lado, cualquier intento de definir o enumerar las circunstancias incluidas en el deber de revelación de los árbitros tendría un valor limitado como regla para todo arbitraje. Siempre habrá situaciones recogidas, o no, en la lista que den lugar a dudas justificadas sobre la imparcialidad e independencia del árbitro, no en base a criterios objetivos contenidos en una definición, sino atendido exclusivamente el contexto en el que se produzcan y en las que la única solución válida será la que resulte del razonable juicio del árbitro. Por mucho que fuese el empeño de hacer objetivo el análisis de todas esas circunstancias, no pocas veces habría que reconocer la necesaria importancia de prestar atención, caso por caso, al principio de la buena fe4.

Es el árbitro quien, para cada supuesto, debe decidir si procede revelarlo, afirmando que entiende que tales circunstancias no afectan a su imparcialidad e independencia o, incluso, si considera que el posible conflicto de intereses que surja del mismo es de suficiente entidad, presentar a las partes su abstención.

Es aconsejable que los árbitros asuman su obligación teniendo en cuenta que en algunos casos la apariencia de imparcialidad e independencia del árbitro puede ser tan importante como la realidad misma de estas cualidades.

En una situación en la que la apreciación de si se producen o no dudas justificadas sobre la independencia e imparcialidad del árbitro depende no solo

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del juicio de este, sino también de la consideración subjetiva de las partes, la mejor alternativa quizá consista en revelar todo lo que directamente crea que debe revelar y además lo que dude si debe revelar. Por poca que sea la relevancia que tenga una determinada circunstancia a los ojos del árbitro, la decisión de ponerla en conocimiento de las partes será muchas veces la más acertada, no tanto por la circunstancia en sí (que una vez expuesta por el árbitro es bien posible que no dé lugar a ninguna objeción), sino por las dudas que podría despertar en una de aquellas, que más tarde tuviese conocimiento de esa circunstancia, el hecho de que el árbitro hubiese decidido en su momento no revelarla. Cabe añadir que esta «revelación en la duda» es hoy en día una regla generalmente aceptada en el ámbito del arbitraje. En este sentido, por ejemplo, se expresan la declaración de independencia e imparcialidad que el árbitro debe suscribir en los arbitrajes ante la CCI5y el

Código Ético elaborado por la American Arbitration Association6.

El árbitro debe valorar las consecuencias que, sobre la consideración de su independencia e imparcialidad, podría tener el no revelar determinadas circunstancias si estas fueran, con posterioridad, descubiertas por alguna de las partes. En definitiva, si su silencio podría llegar a ser merecedor de un comprensible reproche. Deberá, además, ser consciente de que la revelación de cualquier circunstancia potencialmente conflictiva debe hacerse en cuanto tenga conocimiento de ella y que cualquiera de las partes tiene la facultad de pedir al árbitro, en cualquier momento del arbitraje, la aclaración de sus relaciones con alguna de ellas7.

Teniendo en cuenta que, en última instancia, el concepto de «dudas justificadas» será interpretado por los jueces y tribunales al tratar solicitudes de anulación del laudo cuando el árbitro...

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