Tipos específicos de estafa

AutorMiguel Bajo Fernández
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid

1. CONSIDERACIONES GENERALES

1.1. Política criminal. Evolución de la pena

Los casos comprendidos en el art. 2511 son también estafas en sentido propio, en cuanto que para su concurrencia es preciso el cumplimiento de los distintos requisitos definidores de la estafa del art. 248.1 del Código penal. Los supuestos que quedaran excluidos del presente precepto podrían ser subsumidos en el art. 248.1 relativo a la estafa común, porque a fin de cuentas lo que se describe en el artículo que estamos comentando son casos particulares del delito de estafa común.

La anterior reforma de 1983 desaprovechó la oportunidad de eliminar la específica regulación de estas conductas de estafa, limitándose a corregir en ellos algunos de los defectos históricos más importantes. El legislador de 1995 tampoco ha tenido en cuenta las opiniones doctrinales al respecto y mantiene estos supuestos con ligeras correcciones sobre la redacción del anterior art. 5212. El mantenimiento de estas modalidades específicas no tiene más valor que el de advertir expresamente que tales comportamientos deben ser castigados como modalidades de estafa.

Corrigiendo defectos anteriores, el Código penal de 1995 vigente impone la pena de uno a cuatro años lo que significa una importante agravación elevando el límite mínimo de seis meses a un año y el máximo de tres a cuatro años.

En todo caso, la historia de la penalidad de estos tipos de estafa es, cuando menos, pintoresca. Con anterioridad a la reforma de junio de 1983, las penas previstas para los delitos incluidos hoy en el art. 251 eran inferiores a las previstas para las estafas genéricas. Dicho trato privilegiado se explicaba en función de la argumentación expuesta por GROIZARD, en el sentido de que, tratándose de bienes registrables, las posibilidades de engaño son menores, dada la fe pública del Registro. Decía GROIZARD que ningún diligente padre de familia adquiere un inmueble sin examinar los títulos del poseedor, añadiendo que la existencia de Registros de la Propiedad facilitan medios sencillos y seguros para no ser víctimas de engaño3. Observa HUERTA4 que si bien los argumentos de GROIZARD, asumidos por la doctrina posterior, son admisibles, no explican en su totalidad la menor pena que por entonces tenía el anterior art. 531 respecto de las estafas comunes. En primer lugar, como ya había advertido la sentencia del Tribunal Supremo de 1 de junio de 1976, porque en ocasiones no todo el tráfico inmobiliario pasa por el Registro, como ocurre frecuentemente en el medio rural, y, por otra parte, porque hay ocasiones en que es el Registro el medio utilizado por el propio defraudador para conseguir sus propósitos, como ocurre en el caso de quien conserva el inmueble anotado aún en el Registro a su nombre después de haber realizado una primera venta, lo que le facilita la segunda y delictiva segunda venta; o el caso de quien vende un inmueble y luego se pone de acuerdo con un comprador posterior adquirente de mala fe que inscribe a su nombre en perjuicio del primer adquirente. En cualquier caso, toda la doctrina criticó la excesiva benignidad con que el anterior art. 531 trataba estos supuestos de estafa cuyos perjuicios podían ser sumamente graves. Es más, al tratarse normalmente de bienes inmuebles, los perjuicios adquirían siempre enorme cuantías.

Quizá por una irreflexión, el Proyecto de Código penal de 1980, con la pretensión de adecuar las penas previstas en este precepto a las exigencias político criminales, había elevado las mismas, pero cometiendo el grave error de elevarlas por encima de las previstas para las estafas comunes, lo cual carece absolutamente de sentido. Las dificultades de distinción de la gravedad de la muy diversa casuística a la que sería aplicable de precepto, hizo que la doctrina preconizase su supresión incluyendo los supuestos delictivos en las estafas genéricas.

Obsérvese, por ejemplo, que con anterioridad a la reforma de junio de 1983 cuando el art. 531 preveía penas inferiores a las de la estafa común, jurisprudencia y doctrina se veían obligados a hacer distingos para adecuar las exigencias político criminales a la realidad casuística de la vida. Y así era doctrina jurisprudencial constante, aplaudida y justificada o explicada por la doctrina científica, que cuando la defraudación operaba sobre inmuebles inexistentes en la realidad, estábamos en presencia de una estafa común. Por el contrarío, cuando se tratase de estafas sobre cosas inmuebles, pero existentes en la realidad, respecto de las cuales el autor se fingía dueño, nos encontrábamos frente al delito descrito en el art. 531 (hoy 251) del Código penal. La razón de esta distinción consistía en que, tratándose de estafa sobre cosas inmuebles existentes, siempre le quedaba al engañado la posibilidad de consultar en el Registro de la Propiedad la real titularidad del inmueble, con lo cual disminuía la gravedad del engaño por incumplimiento de los deberes de autoprotección. A pesar de ello, existían todavía numerosos supuestos cuya diferencia desde el punto de vista de la gravedad del hecho y del merecimiento de pena había llamado la atención de los estudiosos. Por ejemplo, la sentencia de 1 de junio de 1976 entendía que eran muy distintos los siguientes casos. De un lado, el caso "en que enajena o grava el que ha dejado de ser titular de la cosa, con lo que se viene a sancionar la hipótesis -la más característica- de doble venta de una cosa y en la que puede tener alguna justificación la menor penalidad", y, de otro lado, el caso "en que el enajenante carece ex novo de todo título sobre la finca, montando la apariencia del mismo, ora sobre la fase de un negocio jurídico fiduciario con el verdadero titular que le encomendó la enajenación, ora perpretando un abuso de poder otorgado por ese mismo titular real, por lo que bien puede decirse que en tales casos existe un engaño a dos vertientes".

Pues bien, con posterioridad a 1983 estos casos de estafa se castigaban con la misma pena que la estafa genérica. Pero, en la actualidad la cuestión se ha complicado porque ha convertido los supuestos en estafas agravadas, aunque de grado menor. Es decir, que estos casos de estafa han pasado de estar privilegiados frente a la estafa común , a ser castigados con la misma pena a partir de la reforma de 1983 y finalmente agravados en 1995. Una prueba más de las críticas merecidas que habitualmente se dirigen al nuevo Código.

Cuando los hechos sean subsumibles en las que llamamos estafas específicas del art. 251 y a la vez en las que llamamos estafas agravadas del art. 250, nos encontraremos en un concurso de normas a resolver por el principio de alternatividad que obliga a aplicar el precepto que prevea mayor pena. Y no puede ser de otro modo porque no hay razón alguna que convierta a alguno de ambos preceptos en ley especial o en ley principal.

Tampoco se ha percatado el legislador de que, si bien en la estafa común existe un límite cuantitativo (400 euros) para diferenciar el delito de la falta (art. 249), no ocurre aquí lo mismo de modo que estaríamos ante un delito aunque el perjuicio sea inferior a esa cantidad, lo que no tiene mucha explicación.

1.2. La comisión por omisión

Particular importancia en el art. 251 tiene la cuestión de la comisión por omisión en cuanto que el precepto se ha invocado en ocasiones como ejemplo de su admisión en la estafa. Es evidente que en los tipos delictivos del art. 251 que estamos comentando, se pueden imaginar comportamientos que pueden consistir tanto en una actividad (quien manifiesta que la cosa está libre cuando en realidad está gravada) como en un no hacer, es decir, no manifestar al adquirente la situación de la cosa.

La STS 28 enero 2004 (Martínez Arrieta) señala en relación con el presente precepto que "las sentencias de 22 de noviembre de 1986, 10 de julio de 1995, 31 de diciembre de 1996, 7 de febrero de 1997 y 4 de mayo de 1999, han admitido la posibilidad de un engaño omisivo como elemento integrador de la estafa, cuando la ocultación de datos significativos constituye el motor decisivo para que la parte desinformada acceda a realizar o autorizar la prestación y el consiguiente desplazamiento patrimonial". Las SSTS de 25 de noviembre de 1970 y de 22 de enero de 1975 consideraron delito de estafa ocultar la insolvencia para solicitar un préstamo, y la STS de 6 de diciembre de 1974 apreció estafa en el hecho de suscribir un seguro sin declarar el accidente ya habido. Podríamos añadir también la STS de 23 de junio de 1981, en que se castigó por delito de estafa a quien vendió las acciones de una sociedad anónima a terceras personas, ocultando el hecho de que dichas acciones estaban limitadas con un derecho de opción a favor de los socios restantes, argumentando que el autor obró "silenciando ante los adquirentes, para lograr con ello un lucro ilícito, lo que constituía la vertiente subjetiva de dicha figura, ya que el normal y común modo de actuar, la buena fe, le imponían el deber de manifestar la citada limitación del derecho de disponer, puesto que al no obrar así, originó un engaño o error en el accipiens, que no tenía por qué presumir tal limitación, cometiendo el delito por omisión, al no realizar la conducta esperada cuando tenía la obligación jurídica de hacerlo". Con carácter general sostiene la STS de 1 de marzo de 1983 que "el engaño específico consiste en que el sujeto activo del delito conozca la existencia de un gravamen sobre la cosa, mueble o inmueble, y lo oculte maliciosamente, provocando un error en el adquirente de la misma, sufriendo así un perjuicio patrimonial cierto"5.

Sin embargo, entendemos que en estos casos hay un engaño activo, bien porque el precio u otras condiciones contractuales dan a entender que la cosa está libre sin realmente estarlo -lo que constituye un comportamiento activo- o bien porque el comprador, el prestamista y la compañía aseguradora han requerido expresa o tácitamente del solicitante o vendedor que manifieste...

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