Bioética personalista y bioética utilitarista

AutorEduardo Ortiz Llueca
CargoUniversidad Católica de Valencia 'San Vicente Mártir
Páginas57-65
1. Introducción

En un importante trabajo publicado en 19581, la filósofa inglesa Elizabeth Anscombe advirtió a la ética contemporánea que, si no daba con una adecuada psicología moral (o antropología filosófica), podía dar por clausurado su cometido. En efecto, ¿qué sentido tiene refiexionar en torno a lo que el ser humano ha de hacer para ser feliz o para comportarse correctamente, si quien se embarca en esa refiexión no sabe con precisión cuál es la gramática básica de su conducta, esto es, qué es lo que le mueve a actuar como lo hace?

Buena parte de las escuelas éticas contemporáneas no ha tenido en cuenta la admonición que Anscombe manifestó en su artículo seminal o no parece haberlo

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hecho. Al menos esto último puede decirse del utilitarismo -la teoría ética que inspira la bioética utilitarista y que, además, es la justificación de ese Welfare State cuya crisis es bien patente2.

Mi pretensión en esta contribución es desentrañar algunos errores de la ética utilitarista, alma de la bioética utilitarista. De este modo, quisiera identificar por contraste alguno de los ingredientes que han de formar parte de una ética y bioética adecuadas, i.e., personalistas.

El denominador común de las diversas versiones de la ética utilitarista es el célebre principio de utilidad, una de versiones postula que una acción es justa si sus consecuencias son mejores que las que se sigan de cualquier otro curso alternativo de acción3. Y serán mejores que otras cuando aumenten o maximicen la felicidad y disminuyan o minimicen la infelicidad del mayor número posible de afectados por las consecuencias en cuestión. Y el que las consecuencias consiguientes a una conducta sean mejores que las de otra, es algo que habrá de preverse mediante un cálculo de probabilidades previo a la ejecución de la acción -un cálculo difícil de realizar, podemos avanzarlo ya.

Como es sabido, el compromiso del utilitarismo con el hedonismo psicológico, dibuja el contorno de aplicación del principio de utilidad. Así, si el carácter justo de una acción depende de que las consecuencias que de ella se siguen sean previsiblemente mejores que las de otra candidata y si esta comparación ha de establecerse en referencia a la felicidad de los implicados, el utilitarismo identifica la felicidad con el bienestar.

Así pues, el utilitarista clásico identifica lo bueno con la consecución del placer y la huida del dolor, pues como en 1780 dejara escrito Jeremy Bentham (1748-1832), "la naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos soberanos, el dolor y el placer. Sólo a ellos compete señalar qué debemos hacer, así como determinar

qué haremos"4Por su parte, a John Stuart Mill (1806-1873) no le pasó inadvertida la naturaleza cualitativa del placer y reconoció consiguientemente que el cálculo de placeres en que se ha de implicar el utilitarista ha de incluir el tema del mayor o menor valor de los placeres que entran en ese cálculo. Ello pasa por atender necesariamente a la naturaleza y dignidad del objeto que suscita un deter-minado placer y por aceptar, en suma, que hay placeres más elevados que otros.

En cualquier caso, de un modo más sofisticado (Mill) o más tosco (Bentham), el compromiso con el hedonismo psicológico por parte de los utilitaristas es abierto.

2. El déficit del instrumentalismo utilitarista

"La doctrina utilitarista establece que la felicidad es deseable y que es la única cosa deseable como fin; todas las otras cosas son deseables sólo como medios para ese fin"5. La afirmación es rotunda. Según Mill, en la conducta humana hay un fin que perseguir por sí mismo y unos medios que perseguimos o hemos de perseguir no por ellos mismos, sino por acercarnos al indiscutible fin en cuestión. Quisiera detenerme en dos puntos interrelacionados de este conocido texto del capítulo cuarto del Utilitarismo de Mill.

Estas líneas dan a entender que su concepción del ejercicio de la racionalidad práctica humana es instrumentalista, a saber, justificar un fin o un objetivo equivale a mostrar que es un medio para dar con un fin u objetivo ulterior. Sin embargo, este instrumentalismo necesita revisión desde varios frentes. Por ejemplo, como ha sido justamente advertido, el modelo de razonamiento ‘fines-medios’ favorece la eficacia. Claro que el estímulo de una destreza o de una excelencia, como es la eficacia, puede ser fatal si se hace sin fomentar otras excelencias humanas. De hecho, la eficacia se limita a transmitir a

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unos medios la motivación que el agente tiene para alcanzar un fin. Ahora bien, ¿y si lo que el agente hubiera de hacer es intentar perder su motivación por ese fin? Eso es lo que ocurre cuando el fin u objetivo perseguido viene dictado por un deseo malvado o perverso. De modo que, invocada en términos genéricos, la eficacia puede llegar a ser desaconsejable, hasta un defecto de carácter e incluso un vicio.

En realidad, el agente moralmente virtuoso no es genéricamente eficiente, sino específicamente eficiente, es decir, eficiente "respecto a deseos moralmente permisibles"6. En alguien así, el peso deliberativo de los deseos inicuos está silenciado por la presencia de deseos adecuadamente educados, nobles, virtuosos7.

Nuestra racionalidad práctica es más compleja de lo que el instrumentalista postula, porque también son complejas las circunstancias en que se desenvuelve la conducta humana. Por eso, la simplicidad metodológica que supuestamente respalda el consejo utilitarista de limitarse a las inferencias ‘medios-fines’ en el ejercicio de la razón práctica, puede deslizarse con toda naturalidad por la pendiente de un indeseado reduccionismo.

En segundo lugar, identificar -como hace el texto de Mill citado al comienzo de este apartado- un fin único para la vida humana es una condición necesaria de una adecuada refiexión ética. El compromiso con el teleologismo, el reconocimiento de la estructura finalista o finalizada de la conducta humana, es un acierto de la ética utilitarista. Pero no es condición suficiente de una ética y bioética adecuadas o personalistas.

De hecho, a este aserto de Mill hay que añadir que todo depende de lo que entendamos por felicidad, claro está. El diablo, o el buen Dios, como acostumbraba a señalar Flaubert, está en los detalles. Así, cuando a la gente se le pregunta si la felicidad es el fin u objetivo de sus vidas, suele responder afirmativamente, pero con reservas del estilo de "¡eso es algo de que disfrutamos sólo de vez en cuando!", hasta tal punto que no está de más examinar si el que pregunta y el que responde están hablando de lo mismo8.

Concedamos de todos modos que sí, que la felicidad es el fin de la existencia humana, o más precisamente, el fin mayéutico de nuestras vidas. Un fin así nos da "algo por lo que vivir"9. Pero sería insuficiente detener nuestra refiexión ética en este punto. La ética, y a fortiori la bioética, no pueden renunciar a su papel de guía ilustrada de nuestras vidas. Y se alejarían de semejante pretensión si no se hicieran cargo de ese nivel menos general, más específico, que refieja bien a las claras la complejidad que aquéllas exhiben.

En efecto, la felicidad concebida como fin mayéutico de la existencia humana, incluye una compleja arquitectura de fines. Ahí están los fines instrumentales y los constitutivos. Así por ejemplo, supongamos que restauro mi vieja bicicleta, por consideración a algún otro objetivo que no sea el tener trastos inútiles en casa. La he arreglado para mostrarme a mí mismo que aún tengo cierta destreza mecánica. En este caso, arreglar la bicicleta es un fin instrumental, respecto al fin ulterior de demostrarme una de mis capacidades.

Pero ahora me pongo a conducirla durante veinte kilómetros, porque quiero hacer deporte. En ese caso, ir en bicicleta no es un mero medio de cara al fin ulterior de conseguir hacer algo de ejercicio. Más bien, recorrer en bicicleta veinte kilómetros constituye o forma parte ya del hacer algún ejercicio. Mi paseo en bicicleta es un fin constitutivo.

Los fines están pues por todas partes. El teleologismo es ubicuo. Menos mal, podemos añadir, ya que nuestros fines nos mantienen activos, despiertos y alejan nuestras

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vidas del aburrimiento y del tedio -como han explicado algunos filósofos contemporáneos10.

Pero, como acabamos de repasar, la refiexión ética puede esclarecer el papel de los fines en la conducta humana, con mayor finura de la que hiciera gala el instrumentalismo utilitarista. Por lo que se refiere a los medios, podemos entender a su vez que son en ocasiones etapas hacia el fin, desechables a medida que nos acercamos a éste, como la escalera que nos sirve para huir de un habitación en llamas y que, en otras, son ingredientes del fin, partes del mismo, como los fines constitutivos, en tanto que especifican aquél.

Y es que cuando nos movemos en un contexto deliberativo, no técnico, como es el ético, sembrado de descripciones por precisar de nuestros fines u objetivos, el progreso no puede limitarse a descubrir qué será causalmente eficaz a la hora de lograr una serie de fines, como una profesión grata o unas vacaciones estimulantes, sino ver "qué se cualifica realmente como una especificación adecuada y realizable en la práctica de lo que satisfaría un deseo /objetivo/. La deliberación es...una investigación...en pos de la mejor especificación. Hasta que la especificación no esté disponible, no hay espacio para los medios"11.

Lo que estoy queriendo resaltar es que una ética y una bioética adecuadas o personalistas han de reconocer que no sólo hemos de deliberar en nuestras vidas sobre los medios, sino que también hemos de hacerlo sobre algunos fines. Más allá del acuerdo sobre el fin mayéutico de nuestras vidas (la felicidad), el ejercicio de nuestra racionalidad ha...

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