Quod omnes tangit ab omnibus cognitum esse debet: el derecho de acceso a la información pública como derecho fundamental

AutorDr. Fernando Rey Martínez
CargoCatedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid
Páginas1-19

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1. Introducción

El debate sobre la naturaleza jurídica del derecho de acceso a la información pública, esto es, sobre si tiene o no estatura constitucional, se ha convertido en una de las disputas teóricas más importantes del Derecho público español del último lustro. La Constitución española no lo reconoce expresamente. Obviamente, la cuestión ha sido impulsada por la aprobación de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, una de las leyes más relevantes, desde el punto de vista político, de la X Legislatura. Considerar el derecho de acceso a la información pública como un derecho fundamental o no acarrea consecuencias jurídicas de gran calado en relación con sus garantías. Si no es derecho fundamental, como ha entendido el legislador español, bastará para regularlo una ley ordinaria y no orgánica; podría, incluso, pensarse en una futura derogación completa de la ley sin que se inmutara el marco constitucional; no estará tutelado por el amparo judicial ordinario ni por el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional.

Esto no significa que el derecho legal de acceso a la información pública en el ordenamiento jurídico español no pueda llegar a disfrutar de un robusto contenido, pero, indudablemente, le remite a un régimen de menor densidad normativa y a una consecuente menor protección judicial. Y, por supuesto, en el más que probable caso de conflicto con otros derechos, sobre todo si tienen rango constitucional, como el de la protección de datos personales (art. 18.4 CE), o el derecho al honor y la intimidad (art. 18.1 CE), su carácter de derecho legal le abocará normalmente a ser el sacrificado.

El legislador español ha optado por negarle el carácter de fundamental. No se puede decir que careciera por completo de razones para ello. De hecho, este enfoque conservador y formalista era el más sencillo desde el punto de vista jurídico. La alternativa, considerar que se estaba regulando, en realidad, un derecho fundamental, planteaba la objetiva dificultad de encontrar la cobertura adecuada en el catálogo de derechos fundamentales de nuestra Constitución. Resulta que la percha constitucional tradicional se halla en un derecho, el de acceso a los archivos y registros públicos, que se ubica fuera del catálogo de derechos del capítulo segundo del Título I de la Constitución, es decir, se trata de un derecho disperso, y, además, de un derecho que tiene un ámbito nor-

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mativo limitado, puesto que no se refiere a toda la información pública, sino sólo a archivos y registros, y que no afecta a todos los poderes públicos, sino sólo a la Administración Pública. De modo que, en realidad, el art. 105.b) CE está próximo, pero no es el derecho de acceso a la información pública, es otra cosa. Y, si esto es así, para poder considerar que tiene estatura constitucional en nuestro ordenamiento habría, en todo caso, que llevar a cabo algún tipo de construcción exegética que permitiera descubrir este nuevo derecho fundamental en la penumbra de otro derecho que sí estuviera explícitamente reconocido en el texto constitucional. Y esto plantea el problema, sutilmente insinuado por el Director de la Agencia de Protección de Datos en su comparecencia como experto en el debate de la Comisión Constitucional del Congreso en el proceso de elaboración de la Ley 19/2013, de si debería ser el legislador o, por el contrario, como él sugería, el Tribunal Constitucional, quien resolviera con autoridad esta cuestión. En cualquier caso, el legislador, poco dado normalmente a este tipo de honduras teóricas, ha optado por el camino más fácil: disolver el problema, no resolverlo. El derecho de acceso a la información pública es un derecho legal y no constitucional. Caso cerrado, pues; al menos mientras no se pronuncie, eventualmente, el Tribunal Constitucional en otro sentido.

No soy partidario de este enfoque posibilista, formalista y conservador. Me parece que el derecho de acceso a la información pública es un derecho fundamental también en nuestro ordenamiento. En un país democrático normal, es decir, en uno en el que se reforme la Constitución periódicamente para adaptarla a la realidad social cambiante, el camino correcto hubiera sido reformar el texto constitucional para incluir en su catálogo de derechos este nuevo derecho fundamental. En el ordenamiento español se ha petrificado de tal manera la Constitución, se ha coagulado con tanta intensidad su dinamismo, que los actores políticos suelen adoptar decisiones constitucionales al margen de la norma constitucional. Este es otro buen ejemplo. Así pues, la primera tesis que sostengo en este breve estudio es que, en la primera oportunidad de reforma del texto constitucional que se presente, debiera recogerse expresamente el derecho de acceso a la información pública.

Ahora bien, incluso sin reforma constitucional, podría entenderse que el derecho de acceso a la información pública es ya un auténtico derecho fundamental en nuestro ordenamiento, recurriendo para ello a algún tipo de interpretación constitucional. Esto ha ocurrido con otros derechos, como, por ejemplo, el derecho de protección frente al ruido, el derecho a contraer matrimonio con personas del mismo sexo o, incluso, el derecho a la protección de datos personales. Propondré en este estudio una interpretación para poder considerar el derecho de acceso a la información pública como un derecho fundamental, pero antes debo esbozar algunos aspectos contextuales que enmarcan el

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problema y las razones que han conducido a la solución por la que finalmente ha optado el legislador.

2. Contexto (I): la hermética cultura política española

Para abordar la naturaleza jurídica y el rango (constitucional o legal) del derecho de acceso a la información pública es preciso tener en cuenta el contexto en el que se plantea la pregunta. Un hecho obstinado, en este sentido, es que la cultura política española no ha sido, en absoluto, favorable a la transparencia, sino, por el contrario, particularmente hermética. El dato de que no hayamos dispuesto de una Ley de transparencia hasta el año 2013 es una anomalía en comparación con cualquier otro país democrático. Y aún ahora, con una Ley ya publicada, el legislador sigue considerando que no se trata de un derecho fundamental.

La comprensión dominante en España del derecho de acceso a la información es débil. No tenemos —ni hemos tenido nunca— una auténtica cultura de la transparencia, a pesar de que, como es notorio, la democracia perece detrás de las puertas cerradas. Ciertamente, en democracia, los bolsillos de los políticos tienen que ser de cristal. Los ciudadanos deben poder conocer no sólo los actos generales (leyes, decretos, sentencias, etc.) que afectan a todos; ni sólo las informaciones que obren en manos de los poderes públicos que les afecten directamente; sino también cualquier dato de interés público que no se vea limitado por el derecho de terceros, la seguridad nacional o el orden público en general. ¡Los ciudadanos tenemos que poder conocer dónde va cada euro de dinero público, a qué bolsillo y en concepto de qué! Tenemos que poder saber qué decisiones adoptan los poderes públicos y por qué, y cuanta otra información relevante esté disponible. Ocultar estos datos es tratar a la ciudadanía como menores de edad políticos.

Norberto BOBBIO ha escrito que, por contraposición a toda forma de autocracia, la democracia es idealmente el gobierno del poder visible, o sea, del gobierno cuyos actos se desarrollan en público, bajo el control de la opinión pública. El «criptogobierno» de lo que L. FERRAJOLI ha denominado los «poderes salvajes» y la corrupción (y el secreto es uno de sus presupuestos favoritos) son el auténtico enemigo actual de nuestras democracias. Así pues, el principio de publicidad de lo público es fundamental en democracia, pero no siempre es fácil trasladar las buenas y venerables ideas a la tozuda realidad.

Por supuesto, no resulta desconocido entre nosotros del todo el principio de publicidad. Frente al prestigio del secreto propio del Antiguo Régimen, donde se entendía que el arte de gobernar comprendía los llamados arcana imperii,

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secretos de Estado (el secreto es uno de los lenguajes del poder: los arcanos eran aquel catálogo de prácticas secretas que habían de garantizar el dominio del gobernante sobre el pueblo menor de edad), el principio de publicidad se abre paso con las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII, aunque circunscrito inicialmente a la activad del Parlamento y de los jueces, pero no del poder ejecutivo. Esta inercia llega hasta nuestros días: se ha venido considerando durante los dos últimos siglos que el ejecutivo no debía someterse al principio de publicidad porque le bastaba estar obligado por el principio de legalidad, esto es, de sometimiento a la Ley. Así pues, hemos funcionado, ya desde los parámetros del Estado liberal, con la idea de que el procedimiento de aprobación de la ley, fruto del Parlamento, sí ha de ser público, pero la actividad del Ejecutivo podía mantenerse en secreto, bastando que se sometiera a la ley y a los tribunales.

Esta idea empieza a quebrar en los países...

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