La definitiva secularización de la legislación sobre la interrupción del embarazo en España

AutorCapodiferro Cubero, Daniel
Cargo del AutorUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas241-252

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I

En la producción normativa del Estado, el proceso de secularización de la sociedad tiene dos reflejos distintos y complementarios. En primer lugar significa la separación de los procesos de toma de decisiones y de elaboración de las leyes respecto de todo órgano perteneciente a una determinada confesión o credo religioso, dejando la potestad legislativa únicamente en manos de la soberanía popular a través de las instituciones democráticamente elegidas. El poder político se diferencia del religioso y las instituciones de este último pierden toda legitimidad para intervenir en los asuntos de la res publica. En segundo término, la secularización implica el rechazo de toda razón de fe, verdad revelada, posición dogmática o parámetro moral que sea exclusivo de una determinada confesión religiosa como fundamento moral posible del Derecho, instrumento de alcance general emanado de los órganos políticos del Estado. Dicho de otro modo, supone asumir que una ética privada no compartida por el conjunto de la población, como es cualquier código de valores religioso, no puede tener reflejo en el contenido o los fines de una ley, por definición obligatoria para toda una sociedad cada vez más heterogénea en sus planteamientos morales.

La separación institucional puede considerarse realizada en nuestro Ordenamiento, a pesar de determinadas concesiones a los ritos religiosos en el espacio público o los continuos intentos de determinadas organizaciones religiosas, que no asumen la pérdida de privilegios injustificados, por presionar e influir en la toma de decisiones políticas. Sin embargo, aún persisten residuos de la tradición moral de inspiración católica en nuestras leyes. Esto resulta especialmente

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evidente en aquellas normas que tocan temas tan delicados, y que tradicionalmente la religión ha considerado de su exclusiva competencia, como el comienzo o el fin de la vida humana; al primero, además, se une el rechazo de los planteamientos más conservadores hacia toda manifestación no procreativa de la sexualidad. Aborto y eutanasia son dos cuestiones en las que el debate político no acaba de desprenderse de tabúes que, a la larga, acaban desembocado en regulaciones incongruentes, incompletas e ineficaces. Ahora, median-te la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo nos vemos ante la oportunidad de asumir, al menos en uno de esos dos temas, una concepción avanzada y, sin duda, más coherente con el modelo de Estado laico que se nos supone a partir del artículo 16.3 de la Constitución.

II

La interrupción del embarazo aparece mencionada por primera vez en un cuerpo jurídico no canónico de lo que hoy sería nuestro país en las Siete Partidas del siglo XIII, donde se penaba a la mujer que se causara a sí misma un aborto (VII Partida, Título Octavo, Ley VIII, vigente hasta la Codificación en el siglo XIX). Desde entonces hasta la actualidad se ha mantenido la misma premisa conceptual de base: el aborto es, por naturaleza, un delito (cuando se realiza sobre el feto animado) y, como sucedía con el sistema de despenalización basado en indicaciones, su realización sin castigo debe ser interpretada como un suceso excepcional. Por ello, hasta la reforma del Código Penal de 1973 mediante la Ley Orgánica 9/1985, de 5 de julio, la interrupción voluntaria del embarazo era castigada como regla general, cabiendo únicamente la opción de encauzar el aborto destinado a salvar la vida de la gestante a través de la eximente de estado de necesidad.

Sólo encontramos una excepción positivizada, que además representa el primer intento por cambiar este paradigma. Durante la Guerra Civil se adoptó en Cataluña un modelo para despenalizar el aborto basado en indicaciones limitadas temporalmente que, en la práctica y por la regulación de desarrollo, funcionaba como un sistema de plazo puro a partir de la simple solicitud de la embarazada. Lo relevante de este ejemplo, no obstante, es la consideración de la interrupción voluntaria del embarazo como una medida de acceso común para regular la natalidad, no como una excepción al delito.

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La idea subyacente en la punición del aborto es la identificación entre delito y pecado, nacida en el sistema basado en el modelo de identidad en las relaciones Iglesia-Estado propio de la Edad Media: la ley civil castigaba determinadas conductas porque previamente la religión las había determinado como pecado, y el aborto era, especialmente, una de ellas. Ya desde sus orígenes, el cristianismo asimiló el aborto con el homicidio al considerar que la vida humana, además de ser indisponible para el hombre por no pertenecerle, surge en el momento de la animación del feto, cuando el alma penetra en el cuerpo. Así, abortar no suponía simplemente la destrucción de una vida biológica sin más, como cualquiera otra presente en la naturaleza de las que el hombre sí podía disponer. Era acabar con una vida dotada de alma, es decir, poseedora de un elemento diferenciador como creación respecto de los animales. La diversidad de planteamientos teológicos sobre el momento de la animación era mucho mayor de lo que podría pensarse viendo la postura oficial y excluyente al respecto que mantiene hoy en día la Iglesia Católica, decantada por la teoría de la animación inmediata acompañada de una inter-pretación estricta del criterio de la potencialidad que le lleva a condenar tanto el aborto directamente realizado en cualquier circunstancia, por considerar que se trata siempre del asesinato de una persona inocente, como el empleo de métodos anticonceptivos. En todo caso, interrumpir un embarazo tras la animación del feto por cualquier causa estaba (y está en el código moral privado religioso) considerado como una modalidad de homicidio, delito que a su vez encontraba la justificación de su punición y de su reprobación moral en el hecho de ser una conducta pecaminosa.

La modernidad trajo el abandono de la dependencia entre ley penal y pecado, pero sus consecuencias aún permanecen en la configuración de delitos como el de aborto, garante de un bien jurídico confuso. Hay valores que, junto con los delitos que los tutelan, ya se han despojado de su base religiosa: la vida humana independiente, por ejemplo, no se respeta por derivación del hecho de ser creyente, sino como un valor en sí mismo compartido por el común de los ciudadanos. Pero con la consideración del no nacido no ha pasado lo mismo. La idea de que estábamos ante una actuación moralmente reprobable estaba presente en la propia forma de establecer las indicaciones del sistema de la Ley Orgánica 9/1985; y no sólo porque...

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