La responsabilidad social de la empresa

AutorLuis González Seara
CargoCatedrático de Sociología. UCM
Páginas13 - 20

La responsabilidad social de la empresa *

LUIS GONZÁLEZ SEARA **

El proceso de civilización que vivimos los humanos nos lleva a soluciones distintas de los mismos problemas, a veces fruto de reflexiones individualizadas, a veces impuestas por la moda. Lo cual no minusvalora la decisión. El sociólogo Jorge Simmel escribió cosas muy agudas y sugestivas sobre la moda y el importante papel que juega en la sociedad, lo cual me permite decir a mí con toda tranquilidad que, en esta hora de la información y la sociedad civil global, está de moda hablar de la responsabilidad social de la empresa y del gobierno corporativo de las sociedades. De ese gobierno corporativo, de sus reformas, códigos de conducta, regulaciones y tendencias en el orden nacional e internacional se lleva discutido y reflexionado mucho en los últimos tiempos. Los Códigos de buen gobierno del Informe Olivencia y del Informe Aldama han polarizado un sin número de conferencias, debates y escritos. Ni tengo autoridad alguna para insistir en ese debate, ni tengo nada que añadir. Sin embargo, en un escenario más amplio, parece obvio que, si se trata de organizar y regular mejor el gobierno corporativo de las empresas, habrá que empezar por plantearse los objetivos, funciones y fines de eso que se quiere regular. En este sentido, a mí me toca decir algo más sobre la responsabilidad social de la empresa, problema peliagudo, porque no está nada claro qué se entiende por responsabilidad social, y tampoco hay acuerdo respecto de lo que sea una empresa. Aquí, ni siquiera sirve de guía la historia y etimología de la palabra. En el Tesoro de la lengua castellana, de Sebastián de Covarrubias, uno de nuestros primeros diccionarios, publicado en 1611, no aparecen para nada las palabras «empresa» y «empresario». Después , la palabra «empresa» significó «emblema», «divisa» –baste recordar las «empresas políticas», de Saavedra Fajardo– pero también empezó a significar una acción o una tarea que requiera decisión y esfuerzo para ser ejecutada. Y en este sentido, las empresas podrán ser misioneras, guerreras, artísticas, mercantiles. Todavía en nuestros días, Laín Entralgo publicó un libro con el título «La empresa de ser hombre». Si queremos aterrizar en el mundo concreto de la economía hay que empezar por el empresario, y no por la empresa. Parece confirmado que la palabra «empresario» apareció en francés –entrepeneur– mucho antes de que existiera el concepto empresarial. En el siglo XVI, en Francia se daba nombre de entrepeneur a quienes dirigían operaciones militares. Después, ya en el siglo XVIII, se empezó a llamar así a los contratistas de bienes y servicios para el gobierno, casi siempre a gran escala. Y es a mediados del siglo XVIII, cuando un economista francés, Richard Cantillon, utiliza la palabra «empresario», por primera vez, con un sentido económico moderno. En su Ensayo sobre la naturaleza del comercio engeneral, considera al empresario como una clase independiente, cuya esencia era la aceptación de la incertidumbre y del riesgo, que lo convertirá en un permanente ajustador de precios, entre los valores a los que compra (precios ciertos), y los valores a los que vende (precios inciertos). Así, el concepto de empresario se asocia con la persona que asume un riesgo al emprender una actividad económica. Los fisiócratas denominaron empresario al agricultor moderno, pero Turgot volvió a centrar la figura del empresario como alguien que arriesgaba capital, asimilando el concepto de empresario con el de capitalista. Juan Bautista Say, que fue él mismo un industrial textil, estableció una clara distinción entre el capitalista y el empresario, enunciando una teoría del empresario como organizador de la producción, provisto de unas facultades y unas destrezas nada frecuentes, muy lejos de quienes sólo saben arriesgar su capital. Curiosamente, los economistas clásicos ingleses prestaron poca atención a la figura empresarial, aunque hablaban del espíritu de aventura y de la existencia de individuos proyectistas –a veces muy similares a nuestros arbitristas– que hicieron avanzar la economía. Los clásicos preferían explicar las cosas a partir de un sistema económico que debe buscar el equilibrio a través de la competencia en el mercado. Sttuart Mill se preocupó en distinguir el simple manager o director de empresa, de la figura del empresario, que agrupa en su persona la función gerencial a la vez que asume el riesgo de la actividad económica. Pero, en realidad, es Schumpeter quien va a dar un impulso definitivo al papel del empresario como elemento básico e impulsor de la economía.

Dentro de su teoría del desarrollo económico basada en la innovación, el empresario deja de ser el guardián del equilibrio económico que muchos propugnan, para convertirse en un destructor de ese equilibrio, que pone en marcha nuevos mecanismos de crédito, nuevas fórmulas tecnológicas, nuevas empresas innovadoras en las más variadas direcciones. El empresario schumpeteriano parte de la destrucción creadora para innovar en todos los campos, para utilizar los recursos creando nuevos productos y nuevos procesos industriales que dinamicen y hagan avanzar la economía y la sociedad. Sin una élite empresarial activa e innovadora no hay desarrollo económico posible, cosa que, sin duda, también habría suscrito Max Weber, responsable de haber organizado el gran debate en torno al papel de las éticas protestantes y las virtudes puritanas en el desarrollo del capita- lismo. A partir de la valoración del papel del empresario, como innovador y motor del cambio económico, se fueron añadiendo otras funciones y papeles, al mismo tiempo que la evolución de la economía y del pensamiento ideológico-marxismo, socialismo, economía planificada, desarrollo del sector público– obligaba a tomar en consideración nuevas variables. La separación entre la propiedad del capital y la gestión de los directores alumbró igualmente una gran literatura, simbolizada en el difundido libro de James Burham «La revolución de los managers», lo mismo que el nuevo sistema industrial contó con el papel que Galbraith le asignó en él a la tecnoestructura. En ese proceso, se fueron destacando y añadiendo funciones al empresario, desde la asunción del riesgo, la incertidumbre y la planificación e innovación, hasta las funciones de coordinación, control y supervisión de rutinas de la empresa. En definitiva, se reconoce al empresario una función esencial para dinamizar la actividad económica y social, y su idoneidad para tal función se mide por su capacidad para intuir, reconocer y dar respuesta a las oportunidades económicas que ofrece cada circunstancia histórica, pero también por su capacidad para comprender el clima general de una sociedad dada y asumir desde la empresa las responsabilidades que las corrientes de opinión y la sensibilidad social demandan.

Aquí debemos pasar del empresario a la empresa, que es ciertamente una organización económica, pero que es, a la vez, un grupo y una institución social. Si no definimos previamente nuestra concepción de empresa, difícilmente podremos establecer cuáles son sus funciones y sus responsabilidades. ¿Qué es una empresa?. Si nos atenemos a lo que ha venido diciendo la teoría económica, la empresa es una unidad de producción, cuyo objetivo es la maximización de los beneficios . Si escuchamos lo que nos dice un historiador de la empresa americana, A. D. Chandler, una empresa es: 1) en primer lugar una entidad legal, que puede establecer acuerdos con sus proveedores, distribuidores, empleados y clientes; 2) en segundo lugar, una entidad administrativa, constituida por una serie de conocimientos, activos físicos y capital; 3) igualmente, un instrumento para distribuir bienes y servicios. Así considerada, difícilmente se podría definir la empresa como una organización pensada sólo para obtener beneficios máximos. Es cierto que, hace más de un cuarto de siglo, una persona tan preocupada por el desarrollo de la ciencia empresarial como Peter Drucker decía que el objetivo y la razón de existencia de una empresa es crear un cliente. Lo cual indicaría que una vez que el cliente haya adquirido el bien o servicio que desea, pagado su precio y mostrado su satisfacción por su compra, ese propósito particular habría terminado. Pero el propio Drucker siempre estimó que, en la empresa, existía una responsabilidad más amplia que la mera obtención de beneficio y, desde luego, que la mera creación de valor para el accionista. En su jerarquía de prioridades situaba al cliente, razón básica de la existencia de la empresa, al que deben darse productos y servicios eficientes, al mejor precio posible y en continua mejora. Pero, a continuación, Drucker enumeraba la necesidad de mantener empleo bien pagado, retribuir la inversión y cumplir con los proveedores y las obligaciones fiscales. Todo ello enmarcado dentro de una responsabilidad hacia los empleados, con una gran atención a los posibles conflictos entre la ética privada y al ética pública –aquí podría recordarse la corrosiva frase: «los vicios privados se convierten en virtudes públicas», de Mandeville– y en una especie de responsabilidad cívica del empresario respecto de la comunidad, apoyando las artes, los museos, las instituciones educativas, los deportes y otras actividades filantrópicas. Sin embargo, todo ello se subordina a la responsabilidad social básica, que se la de su eficiencia. Sin eficiencia empresarial no cabe hacer el bien social, pues si se intenta a costa de frenar el dinamismo innovador o eficiencia productiva, el resultado es un coste social superior al beneficio que se pretende, que puede acabar en quiebra o despido máximo de los empleados y en ruina de los proveedores.

Esta circunstancia, que apunta a restringir el ámbito de la responsabilidad social de la empresa, fue llevada a uno de sus máximos extremos por Milton Friedman. Frente a otros brillantes economistas, como Galbraith, que acentúan la concepción de la empresa como una institución social –donde se da una interrelación entre el Estado y el sistema industrial, del cual se derivan finalidades sociales y responsabilidades corporativas– frente a esa concepción, se movilizó el fundamentalismo liberal de Milton Friedman, para recordar los textos de la Riqueza de las Naciones, de Adam Smith, relativos a la mano invisible y a que «cada individuo necesariamente trabaja para obtener una renta anual de la sociedad tan grande como pueda, y, general- mente no pretende promover el interés público, ni tampoco sabe cómo conseguirlo». A partir de tan noble precedente, Milton Friedman sale al paso de las concepciones sobre la responsabilidad social de la empresa, y ya en su libro Capitalismo y libertad se muestra contundente contra las doctrinas que sostienen la responsabilidad social de las empresas: «En una economía libre –escribe– hay una y sólo una responsabilidad en los negocios: usar los recursos y embarcarse en actividades destinadas a incrementar los beneficios, siempre que uno se mantenga dentro de las reglas del juego, es decir, en un sistema libre, competitivo, sin engaños ni fraudes». En un artículo posterior, Milton precisó más su punto de vista. Frente a quienes situaban la responsabilidad social más allá del servicio de los intereses de los accionistas, Friedman entiende que, en una economía libre, «hay una y solamente una responsabilidad social de la empresa: utilizar sus recursos y dedicarse a las actividades que aumentan los beneficios». Especialmente, los directivos de las empresas son agentes que actúan en nombre de los accionistas, y su única responsabilidad se debe a ellos, debiendo guiar la empresa hacia la obtención de beneficios. Los directivos pueden, incluso, sentir cierta responsabilidad social y utilizar su propio dinero para cumplir ciertas obligaciones, pero no tienen legitimidad para emplear el dinero de los accionistas, sacrificando la rentabilidad de la empresa en beneficio de objetivos sociales en contra de los intereses de los accionistas. Para Friedman, la responsabilidad social no está en el ámbito de la empresa, sino en todos los estamentos sociales, empezando por la Administración. Son esos estamentos y grupos quienes delimitan el campo de juego del mercado y sus reglas, siendo obligación de la empresa respetar esas normas que una sociedad libre y democrática se ha dado a sí misma. Si la empresa logra ser competitiva, se obtendrán beneficios, después de pagar todos los costes e impuestos, y los accionistas decidirán cuál es el destino de los beneficios. Esta doctrina de M. Friedman fue mantenida por muchos otros hasta nuestros días, cifrando la ética empresarial en el cumplimiento de la ley y las reglas del juego, siendo el sector público quien debe encargarse de proteger, tanto la competencia y la libertad de empresa, como los derechos de los trabajadores y de los consumidores, la práctica de los derechos humanos y la protección del medio ambiente.

Otras corrientes de pensamiento, por el contrario, han mantenido y mantienen que la función social de la empresa no se termina en la creación de valor para los accionistas y en el cumplimiento de las leyes. La empresa tiene una cierta obligación moral de promover con su conducta unos valores éticos superiores y contribuir a mejorar las condiciones de vida, incluso más allá de lo que establece la ley. Estas doctrinas suelen estar vinculadas a la concepción de la empresa como una institución social que desenvuelve su actividad en relación con otras instituciones, como el mercado y el Estado, que tuvo ya en Estados Unidos un precedente temprano en las ideas de Thorstein Veblen, continuadas hasta nuestros días por una cierta escuela crítica, en la que se hallan economistas como Galbraith, Roger Commons o Clarence Ayres. Este análisis institucional parte de una concepción de la economía, que va más allá de la clásica definición que dio Lionel Robbins, en los años treinta: una ciencia que estudia la asignación de recursos escasos y de uso alternativo a fines múltiples y de distinta jerarquía. En cuyo concepto no aparecen para nada instituciones tan decisivas como el Estado y el propio mercado, que han sido considerados muy relevantes por autores liberales tan significativos como Hayek o Buchanan. El mercado y el Estado son instituciones determinantes de la actividad empresarial –con resultados muy negativos para la productividad y la libertad, cuando alguno de ellos falla– pero la propia institución de la empresa –que no se identifica, sin más, con el mercado, como algunos suponen– requiere una organización compleja, donde la figura del empresario resulta fundamental, pero también lo es el papel de los ejecutivos no propietarios, que en la mayo- ría de las grandes empresas cotizadas ejercen un poder difícilmente controlado por los accionistas. Lo cual plantea nuevos problemas a la hora de analizar la responsabilidad social.

En la realidad actual resulta anacrónico seguir viendo la empresa desde la perspectiva del accionista propietario. Como advierte Rafael Termes, en un ensayo sobre la empresa mercantil y sus responsabilidades, atribuir la propiedad de la empresa a los accionistas es técnicamente erróneo. Los accionistas son los propietarios del capital, en el supuesto de que se trate de una empresa representada por acciones. Pero una empresa –dice– es más que su capital. Es una comunidad de personas que, aportando unos capital y otros trabajo, bajo el impulso de un empresario, se proponen un objetivo común, que consiste en prestar un servicio a los individuos y a la sociedad, y generar rentas para todos los que participan en ella, es decir, los accionistas, los trabajadores y los directivos. La empresa es una aventura que corren juntos todos los que la constituyen y el resultado afectará, positiva o negativamente, a cada uno, pero también al bien común de la sociedad. Por tanto, la principal responsabilidad de la empresa ante los accionistas y ante la sociedad es la de conciliar el objetivo de gene- rar beneficios, y, a través de ellos, riqueza y empleo, con el estricto cumplimiento de las leyes, sin incurrir en fraude, competencia desleal, corrupción o engaño. A partir de esta primera responsabilidad, la empresa es también una institución social que mantiene relaciones e interdependencias mutuas con el resto de la sociedad, de modo que las actividades de la empresa repercuten ampliamente sobre la sociedad, y las condiciones de la sociedad determinan en buena medida la capacidad de la empresa para prosperar y generar beneficios. Ocurre también que la sociedad otorga a la empresa ciertos privilegios, como el de poder actuar en un mercado solvente y obtener beneficios, de modo que, como contraprestación, las empresas deben devolver a la sociedad parte de los beneficios que obtienen de ella, de modo que su responsabilidad va más allá de cumplir las obligaciones tributarias, generar empleo, y no estafar o engañar a los clientes y consumidores en general. Todo ello ha ido extendiendo la idea de una responsabilidad social de la empresa, más allá de los intereses estrictamente económicos, para actuar y tomar en consideración una serie de obligaciones hacia otros grupos o sectores, ya se trate de la educación, el medio ambiente o el mecenazgo. Hace años –al menos desde los 70– se viene tratando de dar forma a esta nueva responsabilidad, un tanto difusa y confusa, que lo mismo puede derivar en acciones que cubren aspectos importantes de las demandas sociales urgentes, que degenerar en meras operaciones de imagen, cuando no de maquillaje de actuaciones incorrectas o reprobables. Hubo un momento en que varias empresas trataron de dar cuenta a la sociedad de sus actuaciones en el ámbito de la responsabilidad, mediante la publicación de los llamados balances sociales. En España, ya en 1978 el INI dio a conocer un balance social para informar de esa faceta del holding público. En los mismos años apareció también el Balace Social del Banco de Bilbao, que tuvo notable repercusión en el mundo empresarial español. Varias Cajas de Ahorro se sumaron a esa senda de la responsabilidad social, dada su función tradicional benéfico-social. Luego, los Balances Sociales cayeron en desuso. Ahora vuelve una acción más intensa en el ámbito de la responsabilidad social corporativa, a través de los códigos de conducta, como fue en su día el Cadbury, y después, en España, el Código de Olivencia y el del informe Aldama. Aquí aparecen en danza una serie de campos abiertos a la responsabilidad social, desde el medio ambiente, la formación y la difusión de tecnología, hasta los derechos de los trabajadores, la discriminación, la protección de los consumidores o los derechos humanos. Y los códigos pueden ser elaborados por empresas concretas, organizaciones nacionales, como la del informe Aldama, o internacionales, como el Libro Verde de la UE, las «Líneas directrices» de la OCDE o el Pacto Global de la ONU. Todo ello puede resultar muy loable, si la responsabilidad social se entiende como lo hace El Libro Verde de la Comisión Europea: «la integración voluntaria, por parte de las empresas, de las preocupaciones sociales y medioambientales en sus operaciones comer- ciales y en sus relaciones con diferentes inter- locutores». Lo que resultaría nefasto es lo que algunos reglamentadores de lo ajeno andan proponiendo: convertir a la empresa en una especie de institución controlada y regulada por los poderes públicos, en la que unos directivos formados en los principios del progreso –básicamente managers y empresarios sin capital– se dedicarían a distribuir la riqueza entre los distintos grupos implicados en la organización, incluidos los sindicatos y las fundaciones de los partido, colaborando también con los Municipios y el propio Estado en los problemas sociales, y todo ello con el dine- ro de los propietarios y accionistas.

Como algunas de esas experiencias ya son conocidas, se les podría contraponer el criterio que se mantiene en dos números de la Revista de Estudios Económicos, dedicados al papel de la empresa y del gobierno corporativo: «Los principios sobre los que se asiente la responsabilidad social de las empresas deben ser la voluntariedad, la no discriminación, el respeto a la diversidad de situaciones y características de cada empresa y la autorregulación». Es necesario precaverse contra el celo de los reguladores que se empeñan, contra viento y marea, en llevar sus ideas al Boletín Oficial, incluso después de sonoros fracasos. Pero, igualmente, hay que estar alerta ante directivos y ejecutivos, agresivos e imaginativos, que se lanzan a prácticas aventureras y osadas que hacen quebrar a las empresas, o que imaginan ingenierías financieras de resultados funestos, procurando cubrir, con un velo de mecenazgo o de solidaridad social, lo que es un fraude a la colectividad. Debe quedar claro que las decisiones de ayuda o mecenazgo sólo son positivas vinculadas a la voluntariedad de la empresa, y los recursos dedicados a ese aspecto requieren la autorización del Consejo, y, en su caso, el acuerdo de la Junta de accionistas. Es obvio que la doctrina se orienta en la dirección de una práctica responsable de las empresas, más allá de lo que fueron sus funciones tradicionales, pero ha de hacerse en el sentido que indica la Revista de Estudios Económicos. Las incertidumbres de la sociedad postindus- trial y los riesgos múltiples, naturales y fabricados, que pesan sobre nuestra época obligan a un esfuerzo vigoroso en pro de la solidaridad y de la asunción responsable de medidas que alivien el sentimiento de inseguridad presente. Pero hay que hacer igualmente hincapié en que nada puede sustituir a la responsabilidad individual, corolario necesario de la libertad.

Hay que acostumbrarse a entender las relaciones entre la libertad y la responsabilidad en su dimensión recíproca. Lo mismo ocurre con la necesaria reciprocidad de los derechos y deberes. Todo derecho de uno implica un deber para otro, y viceversa. Si la sociedad apoya socialmente la expansión de las libertades y capacidades de los individuos, ello es un argumento esencial en favor de la responsabilidad individual. No cabe endosársela de nuevo a la sociedad, a la empresa o al Estado paternalista del bienestar, sobre el que se vuelca tal cúmulo de funciones, obligaciones y prestaciones, que Niklas Luhmann pudo decir que se trata de un «Estado desbordado por la política». Es decir: por la política de atender al mismo tiempo a las inacabables demandas, a veces contradictorias, de la indispensable clientela electoral.

El hecho de que el Estado de bienestar se vea al borde de la quiebra, por los costes astronómicos de las funciones y prestaciones que asume, no justifica que trate de extender a otros actores sociales responsabilidades que no le incumben, al margen del altruismo y la solidaridad voluntaria que quieran prestar. Y hay que hacerlo saber así a quienes no asumen sus responsabilidades, en una continua migración de la culpa y de la responsabilidad personal hacia los paraísos compensatorios de la providencia estatal, dispuestos a saquear las arcas públicas y privadas para su conveniencia insolidaria. Es necesario dejar claro que no se puede exigir a nadie, coactivamente o por decreto, ir más allá del cumplimiento eficaz y honesto de sus obligaciones, como pueden ser las de un empresario individual o las de una empresa institucional. Los mecenazgos libres y las contribuciones voluntarias que puedan hacerse, en solitario o en colaboración con instituciones no lucrativas del Tercer Sector, o con el mismo Estado, pertenecen al ámbito de la solidaridad, del altruismo e incluso de la perfección de un determinado orden social. Pero deben ser entendidos desde esa perspectiva responsable, voluntaria y libre. Una cosa es la ética de la responsabilidad y otra, muy distinta la imposición leninista del voluntariado.

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* Una primera versión de este escrito constituyó el esquema de una conferencia pronunciada en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en el verano de 2003. Al redactarlo ahora para su publicación impresa, he mantenido la forma propia de la Conferencia, especialmente en cuanto a las referencias bibliográficas.

** Catedrático de Sociología. UCM.

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