El «resistible» ascenso de la Constitución Europea

AutorPedro Cruz Villalón
CargoCatedrático de Derecho Constitucional. Universidad Autónoma de Madrid. Ex-Presidente del Tribunal Constitucional
Páginas19-32

El «resistible» ascenso de la Constitución Europea*

Puede decirse que el curso universitario 2004-2005 que hoy se abre en nuestra Universidad es el de la Constitución Europea, al menos desde mi propio ámbito científico. Verdad es que también lo parecía hace un año, y luego resultó no serlo, en lo que algo tuvieron que ver nuestros responsables políticos de entonces. En éste, sin embargo, no hay marcha atrás: El mes que viene se firmará en Roma el Tratado «por el que se establece una Constitución para Europa»1, a partir de cuyo momento se abrirá el proceloso proceso de ratificación del mismo por parte de cada uno de los actuales veinticinco Estados miembros. En particular, tal será el caso en nuestro país, cuando todo parece indicar que habrá referéndum europeo en la primera mitad del próximo año2. No hay marcha atrás, pues, por lo que hace al proceso mismo de ratificación del Tratado. Por el contrario, por lo que hace a su resultado, éste es todo menos inexorable.

Mi no disimulado homenaje a Bertolt Brecht en la cabecera de esta Lección inaugural tiene evidentemente este primer sentido3. El resultado del proceso de ratificación está rodeado de toda suerte de interrogantes: El ascenso de la Constitución Europea resulta, en este sentido, perfectamente resistible. Pero, como es lógico, el préstamo a Brecht, que debo esperar que se entienda como no exento de ironía, va un poco más allá. Y es que aquel dramático proceso político de ascenso electoral del nacionalsocialismo, que Brecht representaba tras la figura gángster Arturo Ui, ésa era evidentemente la idea, no era en modo alguno un proceso inexorable. Era obra de hombres, y no digo de hombres y mujeres, porque en aquella época la política, aquella política, era casi exclusivamente cosa de hombres. Era obra humana, demasiado humana, no era obra divina Œthe Lord™s doingŒ, como se recibían los acontecimientos políticos en los siglos de las monarquías absolutas europeas. Frente a aquella trágica aventura, el proyecto europeo, no tengo que decirlo, no tiene nada que ver con aquel otro, más bien se sitúa incluso en sus antípodas, como primer intento de una Europa no basada en la hegemonía de uno de sus pueblos. Pero es también obra humana, obra ya de mujeres y de hombres, de europeas y de europeos, y como tal no regida por la fatalidad.

Dicho de otra manera, estas recurrentes encrucijadas4, como nos gusta calificarlas, no son sino otros tantos momentos de elección, de decisión política. Y así, si el pasado 18 de junio los Jefes de Estado y de Gobierno dejaron atrás una de ellas, con el acuerdo sobre un texto para el Tratado constitucional, ahora ya tienen otra no menos importante ante sí, la encrucijada turca, la cual habrá debido quedar atrás antes de que acabe el año5. Cada una de ellas viene, desde luego precedida de un determinado impulso, que hacen que la elección con frecuencia se encuentre en mayor o menor medida condicionada: ¿No está Turquía ya, de muchas maneras, en Europa? ¿No ha estado presente en la Convención constitucional de la misma manera que lo estuvo, por ejemplo, Polonia? A pesar de lo cual no cabe banalizar la decisión del próximo mes de diciembre. Todo, pues, aún resistible.

Como quiera que sea, ésta es la hora de «la Constitución», entendiendo ahora por tal la contenida en el reiterado Tratado a punto de ponerse a la firma en Roma, y que está llamado a sustituir al actual orden jurídico fundamental de la Unión Europea, contenido hasta ahora en los diversos tratados fundacionales. Esta es la «Constitución Europea» a la que específicamente voy a referirme, dejando por tanto de lado un sentido más amplio de la misma expresión, con el que se alude precisamente a ese orden jurídico fundamental tal como resulta de sus diversas modificaciones hasta el Tratado de Niza Œel que hoy de hecho tenemos- y que desde luego no se encuentra comprometido por un resultado negativo del proceso de ratificación. Voy por tanto a centrarme en esta «Constitución Europea» que ocupa nuestra actualidad, por más que su ratificación plantee cuestiones que han estado desde siempre presentes en el proceso de integración europeo.

Parece como si estuviera en la naturaleza de las cosas: Antes o después, las Comunidades Europeas, después de haber ensayado diversos cambios de nombre para sí mismas, terminarían proponiendo una base jurídica llamada «Constitución». Ya la primera Convención, como así se autodenominó, la de 1999-2000, dedicada a elaborar una Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, preludiaba el siguiente paso. El proceso venía sin embargo de más atrás, con la «lectura constitucional» de los Tratados efectuada por el Tribunal de Justicia y los diversos intentos del Parlamento Europeo de proponer una Constitución. Finalmente, al cabo de casi tres años de trabajo, el texto está ahí, listo para la firma6.

¿Cómo llamarlo? Lo más sencillo sería decir que, en realidad, no hay tal «Constitución Europea», que ésta no es más que la última versión del fundamento jurídico convencional de la organización supranacional que a partir de ahora llevará por único nombre el de Unión Europea, pero que no verá alterada su naturaleza; que aquí no hay comunidad política originaria que se dote a sí misma de una Constitución, etcétera.

Y, sin embargo, tan artificial sería pretender que esto es solamente un Tratado internacional como la afirmación contraria de que esto es simplemente una Constitución. Los españoles van a ser llamados por segunda vez en su historia contemporánea a pronunciarse sobre un documento político que se llama Constitución, que atribuye tareas públicas de la máxima relevancia, que proclama derechos fundamentales, y que incorpora un Parlamento, un Ejecutivo y un aparato judicial. Tanta dificultad, cuando menos, va a haber para explicar que esto no es una Constitución como la hay para explicar que esto no es un Tratado.

No es fácil explicar en pocas palabras, aunque sólo sea a efectos de proseguir nuestro discurso, lo que supone este texto, por contraste con los precedentes que está llamado a sustituir. Así, desde un punto de vista más formal, la reducción de la pluralidad de Comunidades Europeas a una sola, con una única personalidad jurídica; la pluralidad de los Tratados a uno sólo, por extenso y complejo que este siga siendo; la desaparición de la arquitectura de los pilares; la redenominación y simplificación de las fuentes del Derecho de la Unión, con arreglo a categorías más próximas al sistema de fuentes estatales. Y, desde un punto de vista material, la incorporación de la Carta de Derechos Fundamentales al ordenamiento jurídico fundamental como Parte II de la Constitución. Y los avances: Avances en la estructuración del reparto de competencias, en la aproximación a una estructura orgánica propia de una comunidad política más convencional, en la amplia sustitución de la unanimidad por la mayoría, por complejas que hayan resultado ser sus variantes.

Todo esto lleva a una nueva comprensión de las antiguas Comunidades y de la Unión como una comunidad política autónoma en unos términos desconocidos hasta ahora: La suma de todos estos cambios, cuantitativos si se quiere, da un resultado que Maastricht, más allá del enorme avance que supuso, no alcanzó a traslucir.

Posiblemente por eso ninguno de los procesos de ratificación de las sucesivas reformas de los Tratados fundacionales haya suscitado tantas expectativas, haya estado rodeado de tantos interrogantes, como el que se abrirá a partir del mes que viene: Aunque sólo sea por el número de sus sujetos, veinticinco, lo que supone un aumento del sesenta y seis por ciento respecto de los quince que fueron llamados a ratificar la última de las reformas, la de Niza.

A partir de aquí me centraré en el análisis de las resistencias que este Tratado Constitucional está suscitando. Sabemos que la perspectiva de una Constitución Europea hace aflorar resistencias de muy diversa índole. Cuando menos, cabe identificar los siguientes tres órdenes de resistencias, por más que pueda haber otros.

En primer lugar, asistimos a una resistencia cívica, entendiendo por tal los obstáculos a la ratificación provenientes de quienes tienen en sus manos la decisión última de la entrada en vigor del Tratado, ya sean los Parlamentos nacionales, ya sean los propios ciudadanos. En segundo lugar, cabe identificar una resistencia jurídica, entendiendo por tal la que resulta de una Constitución nacional normativa que puede situarse de espaldas a «la otra» Constitución. En tercer y último lugar, contemplamos resistencias de origen doctrinal o teórico, que pueden impedir una comprensión adecuada del espacio constitucional europeo.

El caso es que todas estas resistencias, en mayor o menor medida, y como suele ocurrir, tienen explicación, poseen incluso algún que otro buen argumento a su favor. Y hay que ser conscientes de esta circunstancia, si se quiere acertar en el apoyo a este texto, si se le quiere ayudar, en definitiva, a que dentro de un par de años pueda ser, aunque sea a su manera, la primera Constitución de Europa.

Para lo cual hay que intentar ofrecer un planteamiento alternativo: Así, a partir de las diversas resistencias cívicas, habría lugar a proponer la potencialidad de la Constitución en su proyección sobre el espacio europeo; y frente a la resistencia jurídica, especialmente en el caso español, habría que inducir un cambio en la Constitución nacional, dirigido a su europeización; por fin, frente a la resistencia teórica, se plantea una tarea que cabría designar como de reconstrucción del singular, del singular Constitución, se entiende, concretamente a partir de una nueva comprensión de la estructura constitucional europea. Trataré de ilustrar todo esto en los términos menos complicados posible.

RESISTENCIA CÍVICA: POTENCIALIDAD DE LA CONSTITUCIÓN

Sin la menor duda se trata ésta de la dimensión más comprometida para quien habla desde la perspectiva del jurista, ni siquiera desde la del politólogo, como mucho desde la del teórico de la Constitución. Por otra parte, nos encontramos ante un supuesto, en definitiva, de lege ferenda, es decir, de política legislativa, política constitucional en este caso, donde tradicionalmente se ha admitido que los juristas también tenemos algo que decir. En todo caso, es inevitable comenzar por ella porque es la premisa de las demás: De ella va a depender que esta Constitución llegue o no a nacer.

Por resistencia cívica entiendo muy sencillamente el conjunto de las corrientes de opinión que, en los diversos Estados miembros, se muestran en este momento contrarias a la ratificación del Tratado constitucional.

Son dos las vías a través de las cuales estas corrientes de opinión pueden llegar a hacer fracasar este proyecto, una vez que los Gobiernos de los Estados miembros se han puesto de acuerdo en su texto: La primera coincide con la autorización de la ratificación del Tratado en los distintos Parlamentos nacionales. Es una ocasión improbable toda vez que los Ejecutivos que han dado luz verde al texto y que están a punto de firmarlo son Gobiernos apoyados en la confianza de los respectivos Parlamentos. Con todo, no cabe excluir la eventualidad aislada de un cambio de mayoría, precedido o no de unas elecciones generales.

La segunda de las vías, de hecho la única que realmente preocupa, es la que resulta de la prevista convocatoria de referendos en un buen número de Estados miembros, algunos de importancia de primer orden como Francia o el Reino Unido7. Esta consulta directa al electorado, a su vez, puede tener lugar, bien inserta en el propio proceso de ratificación, bien situada en el paso previo de una reforma de la Constitución nacional. No debe olvidarse que el Tratado de la Unión Europea, como no podía ser de otra manera, prevé que la ratificación de la reforma de los Tratados fundacionales por parte de los distintos Estados se lleve a cabo «de conformidad con sus respectivas previsiones constitucionales»8, y así lo reitera el propio Tratado constitucional9. Lo que desde luego no habrá podido ser esta vez es un referéndum único y simultáneo en toda la Unión, combinado con la expresión de la voluntad de los Estados. Como tantas otras cosas, esto es algo que deberá esperar.

Los argumentos que en este momento se oponen al Tratado constitucional son enormemente variados, pero creo que pueden ser agrupados en dos órdenes. Por un lado están los de orden político, más o menos coyunturales, con frecuencia presentados por diferentes fuerzas políticas ya estructuradas, es decir, como posiciones de partido, la mayoría de las veces, o en el interior mismo de un partido. Es en este último caso donde mayor razón de ser tiene la consulta popular. Por otra parte están los argumentos de mayor alcance, los que llamaremos «principiales», que afectan a la legitimidad de esta Constitución como tal y en su conjunto.

Los argumentos de orden político, en la mayoría de los casos puntuales, vienen siendo conocidos. Están presentes prácticamente a lo largo y a lo ancho de todo el espectro político de los Estados miembros. Para empezar, los nacionalismos por así decir mayores objetan la pérdida de estatalidad o de soberanía que la Constitución comporta, la degradación del Estado, en definitiva. Los nacionalismos menores por su parte, entendiendo por tales los que parten de una autocomprensión como «naciones sin Estado» o bien los que, sin llegar a tanto, mantienen una constante reivindicación de su ámbito de autogobierno, se encuentran con frecuencia perplejos ante una Unión que, por una parte, tiende objetivamente a limar las aristas de las fronteras estatales y, por otra, prescinde básicamente de ellos como elementos constitutivos: Al menos en nuestro país, estos nacionalismos han identificado una reivindicación en el reconocimiento de la lengua propia en las instancias de la Unión.

Por otra parte, tanto las formaciones de izquierda como las de derecha vienen identificando agravios contrapuestos ante el texto constitucional. Así, los unos pueden exhibir su insatisfacción ante el principio de libre mercado que estuvo en el origen y que es consustancial a la Unión (la Constitución de la Unión como Constitución económica, esencialmente), y la comparativa debilidad del objetivo del empleo. Los otros, por su parte, pueden por ejemplo desconfiar ante una eventual eficacia de los derechos sociales incorporados a la Carta de Derechos Fundamentales.

Finalmente están las cuestiones ideológicas, que se traducen en reivindicaciones de nuevo contradictorias, que ya se pusieron de manifiesto con ocasión de la aprobación de la Carta, hace cuatro años. Así casi se ha hecho casus belli de la finalmente falta de mención a las raíces cristianas (Polonia), en tanto otros denuncian lo que entienden como una claudicación del laicismo (Francia).

Todo esto no demuestra sino que no se ha conseguido un texto que, en su sencillez, pudiera ser aceptado por todos. Aunque sea fácil decirlo, la enorme cantidad de texto que contiene aún la Constitución no facilita precisamente el acuerdo básico necesario. Por otra parte, algunas de estas reservas terminan operando como simples bazas a poner sobre la mesa de una negociación a cambio de una actitud no beligerante en el referéndum. La realidad es que, como viene siendo el caso en las elecciones al Parlamento europeo, la consulta de la Constitución puede ser una víctima fácil del debate nacional interno, que venga así a suplantar al debate propiamente europeo. A diferencia de lo que suele ocurrir en los debates constituyentes nacionales, en éste las consideraciones puntuales pueden imponerse en la opción final a favor o en contra del modelo constitucional propuesto.

Por todo lo anterior, los argumentos de fondo son con diferencia mucho más interesantes, en todo caso a nuestros efectos. Son como decía los argumentos que se dirigen a la propia oportunidad y al sentido de este documento constitucional. Dentro de ellos cabe a su vez hacer una distinción básica.

En primer lugar, están los argumentos relativos al proceso mismo de generación de este texto: ¿Quién, y en qué momento, ha decidido que se redacte «una Constitución para Europa», como así se llama? ¿Qué debate ha precedido a esa decisión del Praesidium de la Convención en este sentido, con la anuencia de los gobiernos nacionales? ¿Dónde se había debatido la composición de una Convención que luego iba a resultar «constituyente»? ¿Qué publicidad han tenido los trabajos de la CIG que ha elaborado el texto definitivo a lo largo de nueve meses? En una palabra, desde un punto de vista procesal, y como tal Constitución que pretende ser, este texto ha tenido no pocos elementos de «Carta otorgada».

Pero más allá del proceso seguido interesa sobre todo el resultado. A cuyo respecto hay que admitir que el producto es decepcionante. No se trata ahora de reconocer los avances en el proceso de integración europea que el texto supone, por comparación a lo que había, y que ya se han puesto de relieve más atrás. De lo que se trata es de apreciar este texto visto como Constitución. Y desde este punto de vista lo primero que llama la atención son sus 448 densos artículos, sin hacer ahora la cuenta de sus numerosos protocolos y declaraciones, que hacen de este texto la Constitución más extensa de la que se tiene noticia. Este ingente corpus constitucional es la consecuencia inevitable, entre otras cosas, de no haberse conseguido romper la correspondencia entre el Derecho primario u originario, tradicionalmente contenido en los Tratados fundacionales, y la nueva Constitución. Se ha fracasado en el intento de crear una norma interna inmediatamente subordinada y complementaria de la Constitución, que hubiera podido descargar sensiblemente a ésta.

Por otra parte, desde una perspectiva estrictamente material es ante todo decepcionante la falta de fuerza propia de la Carta de Derechos Fundamentales respecto del resto de la Constitución, como precio de su incorporación a la misma. El poder legislativo de la Unión sigue siendo escasamente homologable con las tradiciones constitucionales de los Estados miembros. Se ha fracasado en la adopción de una fórmula asequible por parte del común de los ciudadanos por lo que respecta a las mayorías de adopción de acuerdos por parte del Consejo. Los ciudadanos van a seguir teniendo trabajo para identificar a la Unión como una democracia sin más. En suma, esta Constitución ha venido demasiado pronto, tal como muchos nos temíamos10, y el resultado está a la vista.

El resultado es que lo que se nos propone es un orden constitucional de muy baja calidad. Desde luego siempre se puede afirmar que este texto es sólo un punto de partida, que es lo que ha sido posible alcanzar en este momento y que siempre habrá tiempo de ir mejorándolo. Por otra parte, sin embargo, no es posible desconocer lo determinante del punto de partida, en esta materia de la Constitución. Los españoles lo estamos viendo ahora, al cabo de veinticinco años, y fundamentalmente para bien. Por otra parte, no cabe desconocer hasta qué punto el solo término «Constitución» puede funcionar como una formidable arma de legitimación política. En definitiva, éste era un objetivo identificable ya en la redacción y aprobación de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, y lo ha sido también ahora, con la operación constituyente.

Por fin, se corre el riesgo de un empobrecimiento o cuando menos desgaste de la categoría constitucional. No debe olvidarse toda la carga de significado que posee la Constitución, si no en todos, sí en un buen número de los Estados miembros, entre los cuales sin duda se encuentra España. En efecto, detrás de esa norma llamada Constitución Española está la conquista definitiva de una comunidad libremente autodeterminada, impedida hasta entonces a lo largo de la mayor parte del pasado siglo, y por todos los medios, por reacciones de diverso tipo. La Constitución como lugar de encuentro de todos, pero al que no todos han llegado de la misma manera: Porque de otro modo hubiéramos llegado mucho antes. La Constitución Europea, por contraste, está muy lejos de todo esto.

A pesar de todo lo cual, y con todas las reservas, me atrevería a romper una lanza a favor de esta Constitución. Hay que señalar que la alternativa a esta Constitución tan deficiente no es otra Constitución, sino ninguna. Ninguna, se entiende, con esta vocación de asunción de la carga valorativa del término. Y es que no estamos en el caso del rechazo por los franceses, en 1946, de la primera propuesta de Constitución de la IV República, que rechazaron, y sin embargo en pocos meses tuvieron otra.

Dejemos ahora de lado los elementos constitucionales, relevantes pero aislados, que contienen hoy por hoy los Tratados constitutivos y que no están en juego. Lo que se perdería, por así decir, es el empeño constitucional, entendiendo por tal el propósito de hacer de la Unión Europea una comunidad política vertebrada por la Constitución.

Con todas sus limitaciones esta Constitución tiene una indiscutible ventaja: Este texto atrae a la Unión irremisiblemente al campo de lo constitucional, permitiendo su contraste con una cultura constitucional arraigada en el seno de la mayoría de los Estados miembros. Su misma pobreza como Constitución permitirá ejercer una constante presión sobre ella, de tal modo que, en su funcionamiento, pueda superar sus defectos textuales. El «espejo constitucional» debe permitir avanzar en la calidad de esta comunidad política, de esta polity europea. En definitiva, la Constitución permitirá superponer al objetivo del mercado único, el de un espacio constitucional europeo.

RESISTENCIA JURÍDICA: LA EUROPEIZACIÓN DE LA CONSTITUCIÓN NACIONAL

El segundo orden de resistencias que nos corresponde tratar es el jurídico. En este caso lo que está en juego no es ya el ser o no ser de esta Constitución Europea, sino la calidad de la delicada operación de acoplamiento con la Constitución nacional. Y debemos adelantar ya que, paradójicamente, quien a la postre resulta cuestionada por estas resistencias es sobre todo la Constitución nacional.

A efectos de ilustrar estas resistencias, habría que partir de lo que el texto dice. En primer lugar estamos ante un Tratado que, con arreglo a su nombre, «establece una Constitución para Europa». A su vez, el artículo I-1 dice que: «La presente Constitución establece una Unión Europea». Y el artículo IV-438 dice en su apartado primero, en cierta contradicción con lo anterior, que: «La Unión Europea creada por el presente Tratado sucede a la Unión Europea y a la Comunidad Europea». Por fin el artículo IV-437 dice que: «El presente Tratado por el que se establece una Constitución para Europa deroga el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea y el Tratado de la Unión Europea–»

Con esto queda puesta de manifiesto la relevancia del Tratado constitucional como nuevo fundamento de la Unión: La nueva Unión sucede a la antigua, la nueva Constitución sucede a los anteriores Tratados constitutivos. Hay por tanto, por así decir, una novación del foedus europeo. Con ello queda planteada la cuestión acerca de cómo se incorpora el Estado español a la nueva Unión, y cómo se incorpora la nueva Constitución al orden constitucional español.

En estos términos, entiendo por «resistencia jurídica», muy en particular, la persistente situación de una Constitución como la española, que ha venido tirando hasta ahora sin necesidad de hacerse expresamente eco de nuestra incorporación desde hace dieciocho años a todo el proceso de integración europeo. No es que su caso, aunque minoritario, sea el único como tal. Pero a partir de la modernidad de nuestra Constitución y del protagonismo político de su estilo de constitucionalismo, la situación no deja de ser chocante.

Sin necesidad de recordar extremos de sobra conocidos, baste señalar cómo toda nuestra adhesión al proceso de la integración europea desde 1985, y con una sola excepción, ha tenido lugar por medio de la cláusula de apertura del artículo 93 de nuestra Constitución, que prevé como es sabido un procedimiento enormemente simplificado en orden a la atribución a una organización internacional del ejercicio de competencias derivadas de la Constitución. La excepción es la ampliación del derecho electoral pasivo, en el ámbito local, exigido por el Tratado de Maastricht, que acarreó una minúscula alteración constitucional la cual, sin embargo, obviaba la referencia a Europa.

El relativamente escaso interés con el que se ha seguido el proceso constituyente abierto en marzo de 2002, con el discurso inaugural de la Convención de Valery Giscard d™Estaing, ha obviado casi por completo el detalle de si una operación de esta envergadura jurídica debiera ir acompañada esta vez de una reforma de la Constitución Española. En la segunda mitad de 2003, cuando parecía posible un acuerdo sobre el texto en el mes de diciembre siguiente, se puso en marcha toda la maquinaria legal destinada a hacer coincidir las elecciones al Parlamento Europeo con la celebración de un referéndum consultivo sobre la Constitución Europea. Tras el fracaso de la presidencia italiana, y el logro de un acuerdo en Dublín el pasado 18 de junio, ha faltado tiempo para reactivar el único trámite que la ratificación española con seguridad no exige, es decir, la celebración de un referéndum consultivo.

No es éste el momento de especular acerca de las razones que han impulsado a las fuerzas políticas mayoritarias11 a activar esta forma de consulta popular. Resulta interesante constatar cómo se trata de una de las contadas decisiones políticas relevantes que comparten los dos grandes partidos. La eventualidad de un referéndum de ratificación de una reforma previa de la Constitución, en los términos que se verán, como alternativa al referéndum consultivo, está siendo llamativamente obviada12. El análisis de este comportamiento político queda para otros. Lo que me interesa subrayar es el mantenimiento de una actitud de radical separación entre lo que van a ser las dos Constituciones, la nacional y la europea, una actitud que parece originada en el propósito de proteger a la Constitución nacional de cualquier alteración pero que objetivamente se vuelve en su contra.

Es frente a esta resistencia jurídica, en los términos que se acaban de ver, como se plantea el objetivo de la europeización de la Constitución nacional como forma de normalizar las relaciones entre una y otra Constitución. No digo que en esta normalización todo el camino deban recorrerlo las Constituciones nacionales, pero sí entiendo que, como se ha visto, hay una parte del mismo que nuestra Constitución tiene pendiente de hacer.

Y si creo que debe hacerlo ello no es tanto, como vengo señalando, por el bien de la Constitución Europea sino por el de la española. En la presente situación de autismo de nuestra Ley Fundamental, es ella sobre todo la que pierde. Es ella la que asiste a un desgaste de significado, porque el orden fundamental de la Unión, como viene ocurriendo, no se deja estar a expensas de lo que en cada una de las diversas Constituciones nacionales se diga.

Más en concreto, y situándonos de momento en el nivel de lo que convendría cambiar en la Constitución Española, identificaría cuatro extremos que en este momento me parecerían suficientes:

En primer lugar, la referencia a la integración de Europa en el Preámbulo de la Constitución Española, posiblemente en forma de un último objetivo a añadir, ya sea detrás o delante del que expresa la voluntad de «colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra».

En segundo lugar, y ya en el articulado de la Constitución, habría que hacer constar que España es un Estado miembro de la Unión Europea, como una de las marcas de nuestro Estado. La sede natural de esta proclamación habría de ser el Título Preliminar, que es el que contiene estas definiciones, dejando ahora de lado todos los problemas que plantea el procedimiento de reforma aplicable a este Título. Un extremo a considerar sería el de la conveniencia de seguir o no el ejemplo de la Ley Fundamental alemana en su artículo 23, donde se contiene una escueta referencia a la clase de Unión Europea, desde una perspectiva de valores, a la que constitucionalmente sería legítimo incorporarse. Ello podría obtenerse hoy día con una invocación de los valores recogidos en el artículo I-2 del Tratado constitucional, sin necesidad de hacer una formulación propia. Esto puede resultar conveniente a la vista del tercero de los puntos a incorporar.

En tercer lugar, en efecto, habría que hacer una referencia a la otra Constitución, así como a todo el ordenamiento jurídico que de dicha Constitución deriva. Quiere esto decir que, junto al elemento estructural (la Unión y los Estados), es necesario incorporar un elemento relativo al sistema normativo, dado que la Constitución, singularmente en su artículo 9.1 introduce pronunciamientos de este orden. Se trata de la vexata quaestio de la primacía de cada orden, el nacional y el europeo. En seguida lo veremos con más detalle. La redacción de una fórmula que pueda recoger esta coexistencia de los dos órdenes constitucionales tiene tal complejidad que parece preferible, por el momento, adoptar el mecanismo de la remisión. Es decir, la inserción de una cláusula que asuma de modo apriorístico la constitucionalidad del ordenamiento jurídico comunitario, en términos parecidos a los utilizados por ejemplo por Francia como paso previo a la ratificación del Estatuto de la Corte Penal Internacional13. Posiblemente la sede más adecuada para una cláusula de este tipo sea una Disposición Adicional. De hecho, y aunque sea entrar en detalles que no son del caso, no sería necesario añadir una Adicional 5º, siendo perfectamente posible sustituir el actual contenido de la 4º, hoy carente de sentido, una vez suprimidas las Audiencias Territoriales.

Por último, sería conveniente que las Comunidades Autónomas vieran reconocido su derecho a representar ocasionalmente al Estado en el Consejo de Ministros de la Unión. La sede obvia de esta cláusula sería el Capítulo Tercero del Título VIII de la Constitución.

No digo que estas cuatro referencias agotasen todo el nivel de lo conveniente. Así, no estaría de más que se hiciera constar entre las funciones de las Cortes Generales su nueva función de colaboración en la garantía del principio de subsidiariedad. También sería muy conveniente el que hubiera una referencia expresa al deber de adecuación del ordenamiento constitucional español a las modificaciones introducidas en el ordenamiento constitucional de la Unión. Pero está claro que las cuatro modificaciones más arriba enunciadas podrían llenar hoy las expectativas de los más exigentes. Estas modificaciones, con una excepción, podrían tener lugar con posterioridad a la ratificación del Tratado, si es que se sigue adelante con el proyecto de una reforma variada de la Constitución Española, situada al final de la actual Legislatura.

En todo caso, es de justicia señalar que un diseño completo y acabado, sistemático, de las Constituciones de los Estados miembros de la Unión en lo que se refiere a su condición de tales y en los términos que se acaban de proponer es aún bastante excepcional en el conjunto de los Estados miembros.

Comoquiera que sea, si del nivel de lo conveniente descendemos al de lo necesario, habría que señalar ante todo las premisas siguientes:

En primer lugar, la Constitución no admite que la adecuación a ésta de los Tratados en general se efectúe con posterioridad a la ratificación de aquéllos, en cualquier momento de su vigencia. Esta es ciertamente una posibilidad, pero posibilidad derivada de una anomalía, la de que el Tribunal Constitucional declare a posteriori que un Tratado es inconstitucional, cosa hasta ahora no ocurrida nunca. Lo que la Constitución quiere es que los Tratados se ratifiquen limpios de inconstitucionalidad, voluntad que hace expresa mediante un dispositivo que permite, en último término, despejar las dudas de constitucionalidad de los Tratados cuyo texto está ya fijado. Ello quiere decir, de momento, que dejar para después los problemas de constitucionalidad nacional que puede presentar el Tratado constitucional es algo contrario a la voluntad del constituyente. Otra cosa es que, a pesar de ello, se haga.

En segundo lugar, la Constitución contiene una especie de principio de legitimidad de la reforma constitucional cuando viene condicionada por el objetivo de ratificar un Tratado internacional. En otras palabras, la reforma de la Constitución está particularmente justificada cuando el objetivo es la ratificación de un Tratado internacional. Esto no requiere mayores comentarios, si no es que una reforma de este tipo cuenta con un principio de razonabilidad, sin que nada autorice su retraso.

En tercer lugar, la Constitución reclama esta reforma de forma previa a la ratificación de Tratados que, específicamente, contengan «estipulaciones contrarias a la Constitución». Quiere esto decir que la Constitución exige una contradicción, una incompatibilidad entre ambos enunciados, el de la Constitución y el del Tratado, al menos tal como yo lo entiendo. Ello no querría decir que con esta cláusula se eliminan todos los problemas de constitucionalidad. Lo que se exige es un examen que permita llegar a conclusiones claras sobre la presencia de una contradicción con la Constitución. La única experiencia que tenemos en este ámbito, es la ya señalada del artículo 19 del Tratado de la Comunidad Europea y el artículo 13.2 de nuestra Constitución, en relación con el derecho electoral pasivo en la democracia municipal, así lo evidencia. El gobierno se limitó a consultar sobre este extremo del Tratado de Maastricht, aunque bien pudo consultar sobre otros.

En cuarto y último lugar, la Constitución permite excepcionalmente recabar una declaración vinculante del Tribunal Constitucional, a fin de que, en esta valoración de constitucionalidad, pueda recabarse la opinión más autorizada con la que la Constitución cuenta. Así se hizo también en el supuesto que se acaba de citar, tras un Dictamen del Consejo de Estado que, sin embargo, exoneraba de la reforma.Todo esto es en buena medida perfectamente conocido, pero no está de más recordarlo con el carácter de premisas de lo que sigue.

¿Contiene el Tratado constitucional «estipulaciones contrarias a la Constitución» con el carácter que le he dado a esta fórmula?14 La principal dificultad se encuentra en el artículo I-6. Si España ratifica el Tratado constitucional «formará parte del ordenamiento interno» nacional (artículo 96.1 C.E.) el siguiente grupo de preceptos:

En primer lugar, un artículo 9.1 de la Constitución redactado así: «Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico». En segundo lugar, un artículo 5.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial que, expresando el sentir universal respecto del precepto constitucional anterior, viene diciendo así: «La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico–». Finalmente, un artículo I-6 de la Constitución para Europa del siguiente tenor: «La Constitución y el derecho adoptado por las instituciones de la Unión en el ejercicio de las competencias que le son atribuidas primarán sobre el Derecho de los Estados miembros».

En estos términos, ¿es esta última una «estipulación contraria» a la primera? Dicho de otro modo: ¿Pueden coexistir pacíficamente ambos enunciados normativos en el seno de un mismo ordenamiento interno? Limitándonos a una consideración de los enunciados, lo mínimo que cabría decir es que la confusión es notable, con apariciones de un mismo nombre (y no un nombre cualquiera, «Constitución»), que alude a normas supremas distintas. La una, la del artículo 9.1 Constitución nacional, será «la suprema», en el sentir universal del precepto; la otra, la del artículo I-6 de la Constitución para Europa, gozará de «primacía» respecto del ordenamiento nacional en su totalidad.

Todo esto no es de hoy, ni mucho menos, encontrándose por el contrario exhaustivamente debatido por lo que hace a su alcance material15. El problema, por el contrario, en este momento es únicamente su actual presentación expresa, como artículo I-6 de la Constitución para Europa, y si es una «estipulación contraria a la Constitución» en el sentido del artículo 95.1 de nuestra Constitución. En este momento, y a falta de mejores razones, yo me inclino a pensar que tal es el caso16.

Cosa totalmente distinta es el contenido que deba tener la «previa revisión constitucional» a la que el propio precepto 95.1 C.E. se refiere. Y es que no es en absoluto claro que esa revisión tenga que tener lugar en el propio precepto que origina la contrariedad constitucional, por así decir. Con esto cabe enlazar con la sugerencia anterior, relativa a una incorporación por remisión del Tratado constitucional como Disposición Adicional, a falta de una formulación literal que no es este el momento de poner sobre la mesa.

En conclusión, la resistencia de orden jurídico a reconocer la relevancia constitucional nacional de nuestra pertenencia a la Unión Europea debe ser superada en aras precisamente de la normatividad de nuestra Constitución, aunque también en último lugar en bien de la propia Constitución Europea, y de la suma de ambas. Con lo que procede entrar en el comentario del tercer orden de resistencias.

RESISTENCIA TEÓRICA: RECONSTRUCCIÓN DEL SINGULAR

La resistencia teórica, la última que vamos a abordar, no pone en juego el ser o no ser de la Constitución Europea, como tampoco su engarce con la Constitución nacional. Lo que aquí se plantea, supuesto lo anterior, es un problema de comprensión del resultado, es decir, de la suma de las dos Constituciones. En este sentido, y expresado de nuevo muy sencillamente, llamo resistencia teórica a la dificultad que frecuentemente muestra la Teoría de la Constitución en orden a aplicar las categorías constitucionales al orden jurídico básico de la Unión Europea, contemplado en el conjunto de todos sus elementos.

La actitud que básicamente sustenta esta resistencia tiene mucho que ver con el mantenimiento a ultranza del binomio Estado/ Constitución: Constitución sería, por definición, el orden fundamental del Estado, de tal modo que el avance en la constitucionalización de la Unión sólo podría ir, en su caso, de la mano de la ineludible estatalización de la misma.

Hay que tener en cuenta que los constitucionalistas son constitucionalistas nacionales, en particular los procedentes de constitucionalismos «fuertes» (Alemania, Italia, España), y no cabía esperar de ellos un cambio de paradigma (el estatal). En todo caso no son de despreciar las voces que van a seguir renegando del plural, las voces que propugnan seguir como hasta ahora. Dieter Grimm, por ejemplo, no cree ni necesario ni factible otra cosa que no sean las Constituciones nacionales, con la Ley Fundamental alemana a la cabeza17.

Para empezar hay que decir que la resistencia a abandonar el continuum Constitución/Estado es más que comprensible. Estamos acostumbrados a ver al Estado moderno como el paradigma de las comunidades políticas libres, como el único espacio seguro en el que el principio de autodeterminación de las comunidades y de los individuos se realiza de manera contrastable. Y en ese espacio, la Constitución ha resultado ser clave, como herramienta de esa autodeterminación: No es casualidad en este sentido el actual éxito de la fórmula «Estado constitucional». Y es que la Constitución, en tanto que norma básica de la comunidad política, es sin duda lo más positivo que los Estados nacionales pueden exhibir.

Con entera independencia de ello, preciso ha sido constatar el estrepitoso fracaso histórico del Estado nacional en el espacio geográfico europeo, a la hora concretamente de crear un orden de paz en el continente y consiguientemente en el resto del mundo. En este sentido, hay que decir que si el Estado constitucional es aceptado hoy día como un orden legítimo en el ámbito europeo ello es indudablemente porque incorpora, tácita pero inequívocamente, el impulso de la integración europea.

Desde una perspectiva diferente, conviene recordar cómo pocas disciplinas científicas se presentan enunciadas alrededor de una categoría tan específica como esta rama del saber jurídico, el Derecho de la Constitución. Porque, y ésta es la primera de las dificultades de las varias que habrá que abordar, éste no ha sido nunca el Derecho «de las Constituciones», en plural, sino el Derecho de la Constitución, en singular. Un singular definitorio, constitutivo él mismo, de este Derecho constitucional. No en vano es una disciplina que nace frente al reino de la pluralidad de los órdenes jurídicos, de las constituciones, como tan brillantemente nos explicó, por lo que hace a España, el propio Tomás y Valiente18. Frente a este orden de resistencias se plantea la necesidad de generar una comprensión de la constitucionalidad europea basada en lo que habríamos de designar como «reconstrucción del singular». Esta tarea, sin embargo, debe partir de las siguientes premisas:

En primer lugar, la constatación de la relevancia constitucional de múltiples fenómenos que rebasan decididamente la dimensión estatal, entre los que cabe destacar los sistemas regionales de protección de derechos, con el del CEDH a su cabeza, o el sistema de un orden penal de alcance mundial como está llamado a ser el de la Corte Penal Internacional. Como consecuencia, la singularidad de la Constitución como singularidad de la Constitución nacional hace agua por todas partes, cuando menos en la Europa de los Estados miembros. Este Tratado constitucional, si llega a nacer, no será sino su acta de defunción. Y, si no llega a hacerlo, tampoco ese fracaso será la salvación de las Constituciones nacionales como han existido hasta ahora.

En segundo lugar, la insuficiencia de la idea de la «Constitución abierta», u «orden constitucional abierto», para encarar la fase histórica en la que entra el proceso de integración europeo. Esta categoría pudo dar lugar al artículo 10.2 de nuestra Constitución por lo que hace a los derechos y libertades, o al artículo 93 C.E. por lo que hace a las estructuras supranacionales. Si este último precepto pudo ser suficiente para articular el ingreso en las Comunidades Europeas tal como existían hace veinte años, hoy día en cambio resulta insuficiente. Es posible que, en otras partes del planeta, la idea de «Constitución abierta» pueda seguir siendo operativa. En el territorio de Europa, sin embargo, la categoría de apertura de la Constitución tal como hoy resulta de los artículos 10.2 y 93 ha agotado sus posibilidades.

A partir de aquí se plantea la alternativa teórica de comprender la constitucionalidad europea a través de una reconstrucción del singular, como alternativa al abandono del mismo, en una tarea en la que cabe a su vez distinguir los siguientes elementos:

Desde esta perspectiva, «reconstruir el singular» supone aceptar la complejidad del conjunto, pero haciendo emerger una Constitución resultante de ambos impulsos constitucionales. Supone aceptar una dualidad de «principios constitucionales», en el sentido de «sujetos constitucionales», como fuerzas agentes y creadoras de la Constitución general. La Unión Europea se va a regir por un esquema constitucional esencialmente de dos niveles19 (con independencia de que, a su vez, en algunos casos, el nivel estatal sea a su vez un nivel complejo). Lo peculiar es que ambos niveles se desenvuelven con un alto grado de autonomía, cada uno de ellos.

El gran constitucionalista de nuestro país vecino, J. J.Gomes Canotilho, nos propone, como derivación de lo anterior, la categoría de la «interconstitucionalidad»20. «La construcción de Europa puede y debe partir de una teoría de la interconstitucionalidad»21. Pero la interconstitucionalidad europea habrá de ser asimétrica: La constitucionalidad de Europa va a estar durante bastante tiempo mucho más en las Constituciones de los Estados miembros que no en la Constitución de la Unión. Es decir, va a ser una constitucionalidad construida esencialmente a partir de las Constituciones nacionales.

Desde esta perspectiva, los Estados, formalmente federales o no, pero en todo caso Estados políticamente descentralizados están mejor preparados para recibir una teoría compuesta de la constitucionalidad que no los Estados unitarios, que tendrían que hacer el aprendizaje por vez primera. Particularmente España, con su proceso autonómico, ofrece un esquema de bloque de la constitucionalidad que permite su extensión, mutatis mutandis, al nivel europeo.

Como consecuencia se plantea la tarea de asumir el conflicto, dentro de este singular redefinido, interiorizarlo como problema propio de este orden constitucional: El pacto. Llevar el «nudo gordiano» lo más lejos posible. Esto no debiera resultar escandaloso para un orden constitucional como el nuestro, que continúa basando en el pacto algunos institutos con relevancia constitucional como la Ley de Amejoramiento del régimen foral de Navarra.

En fin, una teoría de la Constitución adecuada a la actual fase histórica de la Unión Europea exige evitar la huida hacia la mundialización o globalización de lo constitucional. Quiero decir con esto que a la comprensión de la Constitución de Europa se le haría un flaco favor si se la dejara reducida a la quasi impotencia ante la emergencia, por lo demás evidente, de una especie de orden constitucional mundial: Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Tribunal Penal Internacional, entre otros.

Me toca ya concluir. El Tratado por el que se establece una Constitución para Europa prevé su entrada en vigor para dentro de dos años, para el 1º de noviembre de 2006 exactamente, supuesto siempre que haya habido ratificación por parte de todos. A la vista de lo cual, parece que nos encontraríamos en el momento adecuado para cruzar las correspondientes apuestas. Por otra parte, dado que la teoría del juego no es precisamente lo mío, tampoco estoy en condiciones de especular acerca de la incidencia que esta Lección haya podido tener en el resultado: No mucho, me temo, en el más favorable de los supuestos. En todo caso, ésta ha querido ser una apuesta por la Constitución Europea, argumentada hasta donde me ha sido posible. Ojalá la ganemos.

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* Lección de apertura del curso académico 2004-2005, de la Universidad Autónoma de Madrid, celebrada el 28 de septiembre de 2004. He mantenido el carácter de un texto destinado a la exposición oral, tal como fue distribuido impreso en ese solemne acto, salvo algunas correcciones estilísticas, y la supresión de los párrafos iniciales, propios de la circunstancia. Una actualización a enero de 2005, sólo cuatro meses más tarde, hubiera llevado a la desnaturalización de la Lección, con el sentido que entonces tuvo, hasta tal punto los tiempos se han acelerado. He preferido dejarla tal cual. Cuando ha resultado absolutamente imprescindible he introducido una llamada a pié de página.

1 El Tratado fue firmado en Roma el 29 de octubre de 2004.

2 El 11 de enero de 2005 el Congreso de los Diputados ha aprobado sin ningún voto en contra y con una sola abstención la concesión de la autorización al Gobierno para la convocatoria de un referéndum consultivo, a celebrar el 20 de febrero de 2005.

3 BERTOLT BRECHT, «El resistible ascenso de Arturo Ui». Escrita en 1941 en el exilio; publicada y estrenada póstumamente.

4 GARCÍA DE ENTERRÍA, E./ ALONSO GARCÍA, R. (eds.), «La encrucijada constitucional de la Unión Europea». Madrid, Civitas, 2002.

5 El 16 de diciembre de 2004 el Consejo Europeo fijó el 3 de octubre de 2005 como fecha de inicio de las conversaciones relativas a la adhesión de Turquía a la Unión Europea.

6 Me remito a, P. CRUZ VILLALÓN, «La Constitución inédita. Estudios ante la constitucionalización de Europa». Madrid, Trotta, 2004.

7 CARLOS CLOSA, «La ratificación de la Constitución de la UE: un campo de minas». Ari, Real Instituto Elcano, 13 (2004), pp. 9-14.

8 Artículo 48, párrafo tercero, TUE.

9 Artículo IV-447.1 TECE.

10 P. CRUZ VILLALÓN, «La Constitución inédita. La dificultad del debate constitucional europeo». Revista Española de Derecho Europeo, i (2002), pp. 9 ss.; ahora en, cit. n. 6., pp. 17 ss.

11 A la postre acordada por una unanimidad, cfr. n. 2.

12 Hasta el Dictamen emitido por el Consejo de Estado a fines de octubre de 2004, sugiriendo la conveniencia de proceder en los términos del art. 95.2 C.E. El Gobierno, como es sabido, atendería la sugerencia, dirigiéndose al Tribunal Constitucional en solicitud de Declaración acerca de la compatibilidad entre el TECE y la Constitución. Vid. infra n. 14.

13 Artículo 53.2 de la Constitución francesa: «La República puede reconocer la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional en las condiciones previstas en el Tratado firmado el 18 de julio de 1998».

14 El Tribunal Constitucional ha dado entretanto respuesta a esta cuestión, a instancia del Gobierno de la nación, a través de su Declaración 1/2004 de 13 de diciembre, como es bien sabido, en términos negativos.

15 Cfr. las diversas aportaciones al problema en el número monográfico de la Revista Española de Derecho Europeo (6, 2003).

16 Cfr. n. 14.

17 D. GRIMM, «¿Necesita Europa una Constitución?». Debats, 55, 1996, pp. 5 ss.

18 «Génesis de la Constitución de 1812. I. De muchas leyes fundamentales a una sola Constitución». Obras Completas, V, pp. 4449-4555.

19 I. PERNICE, «Multilevel constitutionalism and the Treaty of Amsterdam: European Constitution-making revisited». Common Market Law Review, 36 (1999), pp. 703 ss.

20 A partir de una propuesta de F. LUCAS PIRES, «Introduçao ao Direito Constitucional Europeu», 1998.

21 «Interkonstitutionalität und Interkulturalität», en: A. BLANKENAGEL, I. PERNICE, H. SCHULZE-FIELITZ (Hrsg.), «Verfassung im Diskurs der Welt. Liber Amicorum für Peter Häberle». Tubinga, 2004. pp. 83-91, 84. Ver tambien, id., «Direito Constitucional e Teoría da Constituiçao», 6º ed. Coimbra, 2002. «A Teoría da Constituiçao e a Rede da Interconstitucionalidade», pp. 1407-1414.

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