Representación política y transfuguismo: la libertad de mandato

AutorJavier García Roca
CargoCatedrático de Derecho Constitucional, Universidad Complutense de Madrid, Letrado excedente del Tribunal Constitucional
Páginas25-68

Ver nota 1

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I A qué llamamos transfuguismo y la dimensión real del fenómeno

Defenderé la libertad de mandato de los representantes y la subsiguiente prohibición de mandato imperativo (artículos 23.2 y 67.2 CE) por considerarla una regla constitucionalmente adecuada a la cultura del constitucionalismo frente a propuestas de reforma que entrañan arriesgadas aventuras de inciertos resultados. Pero, por otro lado, igualmente propondré un abanico de medidas que frenen la práctica del transfuguismo ilegítimo sin necesidad de acometer operaciones quirúrgicas.

Arrancaré mis reflexiones desde el terreno de la representación local, porque es precisamente en este peldaño de la democracia representativa donde tenemos la experiencia adquirida a través de un código y acuerdo de las fuerzas políticas contra el transfuguismo. Una información recopilada con periodicidad por la comisión de seguimiento sobre las irregularidades acaecidas en el ejercicio del mandato representativo. También porque la jurisprudencia constitucional de relevancia se ha dictado a partir de elecciones locales, y porque existe asimismo en este ámbito una mayor tendencia a la personalización del poder. El Gobierno local es un excelente observatorio de estos problemas. No obstante, la mayor parte de las consideraciones que haré estimo que pueden generalizarse, con los debidos matices, a cualquier ámbito de representación política. El problema es común y, en esencia, el fenómeno, el mismo.

Ese código de conducta es un ensayo bastante exitoso que los partidos políticos podrían incluso plantearse trasladar a otros niveles de gobierno; si bien en ellos los casos de transfuguismo parlamentario son mucho menos frecuentes (véase Tomas: 238) y no creo que la medida devenga realmente necesaria2, pero sí la aplicación de la misma cultura política en todos los casos que surjan. Basta recordar que ya De Lolmes (231) nos previno en el XVIII que la libertad depende no sólo de la generalidad de las leyes muy extensivas que la definen sino de la manera igualitaria en que se aplican o ejecutan.

La expresión «transfuguismo» es equívoca, especialmente ambigua, y, como tal, susceptible de distintas comprensiones y lecturas, para poder delimitar el objeto de un estudio, debe ser precisada.

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Desde una interpretación gramatical, traigamos a colación que el DRAE recoge tres acepciones complementarias de la palabra:

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Sin embargo, una descripción más exacta del fenómeno -a mi juicio- debe hacerse a partir de una disección analítica (véase la II Addenda de 2006 al Pacto3) de los siguientes ingredientes:

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Un voto inesperado, política o éticamente injustificable explicita habitual-mente el acto del tránsfuga, pero puede plasmarse en otras conductas como pueden ser un cambio de Grupo, o el abandono del Grupo originario, o ciertas conductas por omisión como puede ser la ausencia, deliberada e injustificada, de una votación: en definitiva, una «traición»a la formación política con la que resultó elegido.

El transfuguismo suele tener entre sus consecuencias bien el abandono del Grupo por el titular del cargo bien su expulsión del partido en cuya candidatura fue elegido. En uno u otro caso, provoca el tránsito del Concejal tránsfuga al Grupo Mixto o su consideración como Concejal no adscrito, es decir, pasa normalmente a ser un político aislado hasta el fin del mandato. Con la disolución y las nuevas elecciones, que conllevan la confección de otras listas, supone habitualmente el fin de la carrera política del tránsfuga. Suele conver-

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tirse en un desaparecido de la vida pública. Cabría, v.gr., que nos preguntásemos hoy qué fue de los Sres. Tamayo y Sáez que impidieron en 2003, por móviles impresentables, la previsible elección por la Asamblea de Madrid del Sr. Simáncas como Presidente de la Comunidad. La pequeña historia de cualquier tránsfuga suele ser la crónica de una muerte anunciada, de un desvanecimiento político, una vez conseguidos unos objetivos coyunturales y, a menudo, por motivos inconfesables.

El transfuguismo daña seriamente la democracia representativa. Transmite a la opinión pública una sensación de inestabilidad, de confusión, de falta de gobernabilidad, de mercadeo o feria de compraventa ganadera. Pero no sabemos muy bien si esta percepción del fenómeno es real o, por el contrario, resulta algo exagerada y mediática. La situación es distinta en los diversos países. No en balde hay más de 8.112 Municipios en España y -como veremos- sólo existen problemas en unos pocos -no llega al 1 por mil- por más que entrañen una problemática de importancia no desdeñable.

¿Es el transfuguismo siempre una patología? Se han hecho muchas tipologías (veáse, entre otros, Vanaclocha), lo que demuestra que la expresión puede usarse contemplando realidades diversas que deben ser diferenciadas a los efectos del juicio de valor que merezcan. ¿Condenaríamos a un parlamentario que hubiera denunciado la creación de los GAL para luchar contra la violencia terrorista en un Estado de Derecho aún con más violencia? ¿O un hombre bueno entre decenas que hubiere denunciado desde dentro la larga gestión irregular en materia urbanística de los miembros del GIL en el Ayuntamiento de Mar-bella? ¿O censuraríamos hoy al histórico socialdemócrata Sr. Fernández Ordóñez por dejar la UCD, un crisol de partidos, en la transición a la democracia y pasar al PSOE?

Estimo que estos bien conocidos casos reales evidencian la necesidad de adoptar con realismo un concepto estricto de transfuguismo que inevitablemente conlleva la incorporación de una condena moral de los hechos. No puede bastar para hablar de transfuguismo, en un ordenamiento donde no existe un mandato imperativo y de partido, con la ruptura de la disciplina de Grupo sino que es menester un reproche ético, un juicio de valor desfavorable de la conducta. Y en las zonas fronterizas comienzan las inseguridades jurídicas. No puede considerarse siempre como tránsfuga el que abandona por cualquier razón la disciplina del Grupo. La cuestión es algo más compleja, porque el Estado de partidos es también un Estado constitucional y todo verdadero constitucionalismo funda su cultura en la dignidad del individuo y el valor de los ciudadanos. La representación política que tenemos sienta sus bases constitucionales en la libertad de mandato de los representantes.

Desde esta perspectiva constitucionalmente adecuada se comprende, justamente en sentido contrario, el verdadero valor político del mandato libre y no vinculado como derecho reactivo. A veces el representante que no asume la disciplina de un partido o Grupo político no actúa de manera éticamente reprochable. Incluso aunque su actuación pueda resultar a los ojos de algunos desprovista de oportunidad o políticamente censurable, no se aleja necesaria-

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mente del marco de la legalidad constitucional. Un representante escasamente disciplinado puede al cabo pretender fines constitucionalmente legítimos. Así mantener el compromiso ante sus electores, o con los contenidos del programa electoral, o con las ideas tradicionales de un partido o una ideología. O preservar la relación de confianza -el viejo...

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