Renuncia de benedicto XVI a la sede petrina: aspectos canónicos

AutorAntonio Ciudad Albertos
Cargo del AutorProfesor de la U. E. San Dámaso
Páginas141-159

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I La renuncia del romano pontífice
1. Introducción

Nadie podía imaginar que la posibilidad de renunciar al oficio petrino, recordada hace unos años en una entrevista a Benedicto XVI, podía cumplirse en un espacio de tiempo tan breve1. Y, sin embargo, así ha sido. Benedicto XVI,

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aprovechando un consistorio ordinario, que se celebraba el 11 de febrero 1983, ha anunciado su renuncia al ministerio de Obispo de Roma2. Esta decisión de abandonar voluntariamente el oficio primacial, que por unos momentos logró silenciar las noticias del mundo entero, nos ofrece diferentes posibilidades de reflexión. Nosotros nos acercaremos a este decisión clave a partir de la legislación canónica correspondiente.

La muerte y la renuncia son las únicas causas explícitamente tomadas en consideración por la normativa canónica vigente a la hora de regular la pérdida del oficio primacial. Tanto el fallecimiento del Papa –que por su evidencia no viene contemplado explícitamente en los cánones que el Código dedica a la figura del Romano Pontífice y sí en la constitución apostólica Universi Dominici gregis, de 22 febrero 1996, de Juan Pablo II–3como la renuncia son tratados en la legislación canónica como causas paralelas e idénticas en cuanto a las consecuencias jurídicas que comportan: «Establecemos que las disposiciones concernientes a los actos previos y a la propia elección del Romano Pontífice, deben ser observadas íntegramente también si la Sede Apostólica quedara vacante por renuncia del Sumo Pontífice, según el can. 332 § 2 del CIC y el can. 44 § 2 del CCEO»4.

2. Nota histórica

En la historia de la Iglesia se indican algunos casos en los que los Sumos Pontífices renunciaron a su cargo. Algunos de estos acontecimientos eran sólo legendarios y otras dimisiones fueron en mayor o menor medida forzadas –y por esta razón no siempre pueden calificarse como renuncias, sino más bien como deposiciones o destituciones del oficio supremo–. La más conocida e incuestionable fue la abdicación de Celestino V (1294)5, que después suscitó

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fuertes discusiones doctrinales sobre si la renuncia del Obispo de Roma era posible o no6. Estas polémicas estuvieron también presentes en los que se opusieron a la elección de Bonifacio VIII (1294-1303) al poner en duda después la validez del cónclave en el que había sido elegido el sucesor de Celestino V. Algunos canonistas, invocando los principios «Prima Sedes a nemine iudicatur»7 y «nemo iudex in causa sua»8, sostenían que el Papa no podía juzgarse a sí mismo y tampoco podía dimitir porque no tenía superior que pudiera aceptar la renuncia. Otro argumento en contra a la renuncia del Papa era la existencia del lazo espiritual indisoluble, a semejanza del vínculo matrimonial, contraído entre cada Pontífice y la Sede Romana. El mismo Bonifacio VIII, mediante una decretal, puso fin a esta discusión doctrinal y confirmó la legitimidad de la renuncia papal con tal de que ésta se hiciera libremente9. Este responsum, en cuanto normativa canónica, se convirtió con el paso del tiempo en fuente del can. 221 del CIC 191710y, por último, acabaría sirviendo de inspiración al actual can. 332 § 2: «Si aconteciere que el Romano Pontífice renunciase a

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su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie»11.

El can. 332 § 2, haciéndose eco de la discusión medieval, indica claramente que el Romano Pontífice puede dimitir. Del mismo modo que el Papa es elegido por los cardenales y consiente libremente en esta elección, también puede retirar su consentimiento de permanecer en el oficio supremo. No obstante, por la expresión usada en el texto del canon –«Si contingat ut Romanus Pontifex renunciet»– podemos deducir que no se formula de modo positivo el derecho de renunciar legítimamente –tal como lo decretó, por ejemplo, Bonifacio VIII: «Romanum Pontificem posse libere resignare»12–, sino más bien viene indicada la decisión de dimitir con carácter excepcional y extraordinario: «Si contingat ut Romanus Pontifex muneri suo renuntiet [si sucediera que el Romano Pontífice renunciase]...» (can. 221, CIC 1917).

3. Requisitos del acto jurídico de la renuncia

Al ser la renuncia un acto jurídico debemos tener presentes los cánones que se ocupan de la validez de tales actos en Libro I del Código (cánn. 124-128). Y al ser al mismo tiempo una de las formas de perder el oficio eclesiástico, deberemos tener en cuenta los cánones del mismo Libro que se ocupan de esta circunstancia (cánn. 187-189). Sin embargo, aunque la renuncia a un oficio eclesiástico venga regulada en el Libro I del Código actual13, dado el carácter específico de la misión del Sucesor de Pedro, no todo lo reglamentado en estos cánones puede ser aplicado, sin más, al caso que nos ocupa.

Según reconoce la doctrina más autorizada se entiende por renuncia «la libre cesión, dimisión o abdicación –aunque antiguamente se daban diversos matices a estos términos–14del oficio eclesiástico, por justa causa, en manos de la legítima autoridad, a quien compete generalmente aceptarla o rechazarla»15.

En esta definición encontramos algunos elementos fundamentales para reflexionar sobre la renuncia en general y la renuncia papal.

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3.1. «Quisquis sui compos» (can 187)

Teniendo en cuenta que la presentación de la renuncia debe cumplir para su validez los requisitos previstos en el can. 124, la persona que lleva a cabo este acto jurídico debe ser una «persona hábil»16. Lo que está relacionado con el presupuesto enumerado en el can. 187, cuando afirma que todo aquel que quiere ejercer este derecho «debe estar en sano juicio»17.

Llama la atención que la legislación canónica no haya considerado –además de la muerte y la renuncia– otros modos de cesar en el oficio primacial, tales como la pérdida cierta e incurable del uso de la razón y el caso hipotético de incurrir en herejía, apostasía o cisma. Quizás la razón para este vacío legal la podamos encontrar en la dificultad para legislar sobre circunstancias de un acontecimiento que no pueden ser previstas, tal como algunos principios jurídicos clásicos han defendido siempre: «No constituyen derecho todo aquello que sucede sólo en casos fortuitos» (Dig. I, III, 1, 4) o «El derecho se debe adaptar a aquellas cosas que suceden frecuentemente y con facilidad, más que a todo lo que sucede raramente» (Dig. I, III, 1, 5)18.

Aunque la legislación canónica guarde silencio, los autores han considerado siempre como una causa de Sede Petrina vacante la locura cierta y perpetua. Aquí nos encontraríamos ante la necesidad de solicitar a los expertos una comprobación rigurosa y verdadera de la enfermedad mental en cuestión –de la que habría que excluir los intervalla lucida–. Además, el cese en el oficio primacial solo tendría lugar con la declaración de parte de los Cardenales, al menos de aquellos que están presentes en Roma. Pero no se daría un acto de deposición19. Con la declaración de locura del Papa y la consiguiente imposibilidad de ejercer la función primacial estaríamos en el supuesto de sede impedida, mencionado en el can. 335, aunque después la ley especial que debe desarrollar este supuesto nunca haya sido redactada20.

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Otra cuestión de la que el Código y el resto de normativa canónica guarda silencio, pero la doctrina no, es la que podríamos denominar sede vacante por notoria herejía, apostasía o cisma21. Esta posibilidad tiene que ver con la tarea fundamental que el Romano Pontífice debe cumplir: garantizar la comunión eclesial. Cuando el Papa no fuera garante de esta comunión, no tendría ninguna potestad, pues automáticamente decaería lo más importante de su oficio primacial. Estaríamos aquí en el caso de notoria herejía, apostasía o cisma. Tendríamos también aquí también que esperar la correspondiente declaración de al menos los Cardenales que se encuentran en Roma. Tan eventualidad, si bien está prevista por la doctrina, parece difícil que pueda vivirse por la razón antes expresada: la confianza en la Divina Providencia que nunca abandona a la Iglesia22.

3.2. «Iusta et proportionata causa» (can 189 § 2)

Según la opinión de los canonistas, la causa de la renuncia debe ser proporcionada a la importancia del oficio; y por eso, en el caso que nos ocupa, debe ser gravísima, aunque queda a la libre valoración y a la conciencia del Sumo Pontífice su oportunidad. Para la validez de la dimisión no se requiere ninguna causa concreta, pero en la doctrina se indican genéricamente las siguientes:

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la necesidad o utilidad de la Iglesia universal y la salvación del alma del Papa. En la historia se enumeraban también algunas circunstancias concretas que eran tenidas en cuenta para la renuncia de un puesto de grave responsabilidad dentro de la Iglesia: irregularidad canónica, pública conciencia de un delito cometido, el odium plebis que no se podía corregir o tolerar, el deseo de evitar el escándalo, la falta de discreción de juicio, enfermedad, vejez, inhabilidad para ejercer su misión, deseo de abrazar la vida religiosa o eremítica23. Algunas de estos supuestos han sido tenidos en cuenta por Benedicto XVI a la hora de dar razones de su renuncia:

Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza...

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