Reformular los derechos humanos desde una visión relacional. El fin de la inmunidad y la autosuficiencia

AutorMaría Eugenia Rodríguez Palop
Páginas135-166

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Concediéndonos en este momento un trazo grueso, y sin la pretensión de analizar el asunto en profundidad, puede decirse que la concepción clásica de los derechos humanos se ha apoyado tradicionalmente:

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En el egoísmo como presupuesto racional; en una concepción instrumental y estratégica de la racionalidad; y en un código moral que ha girado, fundamentalmente, alrededor del principio de la autonomía privada (entendido a la manera ilustrada).

En el individualismo moral y en la patrimonialización de los derechos; en una definición de los derechos como instrumentos defensivos (derechos autonomía-como triunfos) estrictamente subjetivos.

En la jerarquización de los derechos, a fin de dotar de prioridad absoluta a los derechos civiles frente a los derechos políticos (que favorecen la participación y el debate) y los derechos sociales (esenciales para lograr la redistribución de la riqueza y mantener la cohesión social).

Pues bien, el giro relacional de los derechos exige revisar esta construcción, y pretende hacerlo empezando por el principio: por la propia subjetivización de la razón y el egoísmo como presupuesto racional, porque, entre otras cosas, se asume que la de un sujeto maximizador de intereses egoístas es una presunción irracionalista en la concepción misma de la racionalidad estratégica. Ya en su momento analicé las razones por las que el egoísmo no puede proporcionar una orientación consistente para la elección del egoísta o no puede hacerlo en todos los casos; las razones por las que resulta inconsistente, y, además, contraproducente, dado que no sirve para la realización de los intereses mejores del egoísta. En ese momento también me detuve a examinar porqué no me parecía plausible saltar de la racionalidad estrictamente estratégica a una teoría moral que pudiera servir de fundamento a los derechos, ya que para articular semejante teoría hacía falta incorporar un universo de fines, es decir, ciertas concepciones de la vida buena, que no podían ser estrictamente subjetivas, ni definirse, en ningún caso, de forma monológica1. De manera que ahora no voy a insistir más en este punto, solo voy a señalar que esta teoría moral engancha con una reconceptualización de la razón como razón dialógica, contextualizada y dinámica, en la que no se pierda de vista que somos sujetos “relacionales”, con experiencias particulares, capaces de (re)construirnos a nosotros mismos como sujetos racionales inter/ecodependientes. Una teoría moral que pasa por reformular el principio de autonomía privada como referente moral reivindicando su faceta relacional y señalando la relevancia que en ella tienen tanto los bienes relacionales como una política de lo común; una teoría que finalmente exige arti-

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cular una ética del cuidado y la rendición de cuentas porque todo entramado relacional lleva consigo, necesariamente, la asunción de ciertos vínculos de responsabilidad2. Lo que quiero hacer en estas páginas es adentrarme en algunos de estos últimos puntos con algo más de detenimiento.

1. Derechos, prácticas relacionales y autonomía relacional

La visión relacional de los derechos exige reivindicar nuestras relaciones de interdependencia y ecodependencia; la autodeterminación colectiva frente a una concepción reificada de la autonomía privada, y pasar, claro, de una racionalidad puramente estratégica a una racionalidad comunicativa3.

En esta construcción los derechos no deben ser concebidos como cotos veda-dos, en favor de la protección y la garantía de intereses privados, sino como frutos de una reflexión democrática no excluyente, en la que, como veremos, también pueda debatirse sobre nuestras concepciones de la vida buena4. Y es por esta razón, entre otras, por la que tiene que subrayarse la relevancia de los derechos políticos y sociales, porque son estos derechos los que fomentan la participación pública y la cohesión social. Como decía Dewey5hace ya algunos años, aquí los derechos políticos no son relevantes porque proporcionen un mecanismo para ponderar equitativamente todas las preferencias

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individuales, sino porque facilitan una forma de organización social que alimenta y sostiene las capacidades de cada uno, así como las responsabilidades colectivas y la formación y garantía del bien común.

En fin, lo cierto es que, en este esquema, que tengamos derecho a un bien no depende únicamente de que tal derecho exprese un interés o una voluntad individual conformada autónomamente, sino también del juicio moral que, tanto individual como relacionalmente, nos suscite el bien a cuya protección se dirija el derecho.

Es más, la importancia de los derechos no reside tanto en que con ellos logremos defender las pretensiones de un individuo o las de una comunidad; su fuerza moral no deriva ni de los fines individuales, ni de los valores compartidos, a los que pudiera responder, sino del modo en que fomentan la discusión acerca de la valía moral de los fines que promueven.

Dicho de una manera más clara: si la autonomía y los derechos individuales han de protegerse en una sociedad dada es porque satisfacen o promueven algún bien humano de importancia en el seno de una práctica relacional, pero “[E]l hecho de que tal bien sea o no valorado como tal o se encuentre implícito en las tradiciones de la comunidad no sería un factor decisivo”6.

En esta línea, por ejemplo, lo que Sandel propone es que nos pronunciemos sobre la calidad moral de las elecciones autónomas, y que garanticemos el principio de autonomía porque con él conseguimos proteger elecciones virtuosas o instituciones sociales consideradas moralmente buenas. La tolerancia crítica (judgemental toleration) que Sandel defiende, evalúa nuestras prácticas relacionales y las tolera o las rechaza según la conclusión que se extraiga respecto de su valor moral (es decir, precisamente respecto de aquello que la tolerancia liberal querría dejar entre paréntesis). O sea, una vez más, que si los derechos individuales se protegen no es porque den cobertura a una voluntad o un interés individual que merece protección en cuanto tal, sino porque con ellos se estimula el debate acerca de lo que consideramos bueno. Y ello porque, como dice Macintyre, no es posible buscar el bien propio sin buscar también el bien de todos los que participan en el magma de relaciones de reciprocidad continuadas en las que nos movemos: “el individuo no puede tener una buena comprensión práctica de su propio bien o su florecimiento, separado e independiente del florecimiento del conjunto entero de las relaciones sociales en

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las que se ubica […] Los individuos logran su propio bien solo en la medida en que los demás hacen de ese bien un bien suyo […]”7.

Evidentemente, esto no significa que el bien individual esté sometido al bien común, ni a la inversa; lo que quiere decir es que el individuo es el que, libremente, asume o no los bienes de la comunidad como bienes propios. En otras palabras, la decisión sobre la importancia que tiene que tener en la vida de una persona un determinado bien no puede ser independiente de las decisiones que se adopten sobre la importancia de ese bien en el espacio relacional al que pertenece, de manera que si alguien está excluido de la citada deliberación se reduce el alcance y la eficacia de su capacidad individual para tomar decisiones sobre sí mismo8.

En este marco conceptual, es innegable la importancia que tiene mane-jarse con un concepto de autonomía que, en su dimensión normativa, resida en nuestra capacidad de convertirnos en objeto de (auto)reflexión crítica situada, esto es, en participar de lo común desde la perspectiva de alguna/s de nuestras relaciones sin dejar por ello de mantener una cierta “distancia” respecto de ellas. Una distancia reflexiva (ejercida por cada sujeto dentro de su red relacional) que se conciba en términos circulares porque las distintas perspectivas relacionales siempre interaccionan entre sí en mayor o menor grado. La dimensión normativa de esta autonomía relacional se concreta, de hecho, en procesos discursivos auto-creativos que discurren en marcos relacionales cambiantes y dinámicos9.

Así contemplada, la persona autónoma no aparece necesariamente en tensión con sus contextos relacionales, pero tampoco se diluye, en clave comuni-

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tarista, en tales contextos (no se trata de sustituir todos los procesos creativos por procesos interpretativos)10. Lo que la autonomía relacional asume es que somos el resultado de nuestras sinergias relacionales, en permanente estado de (re)generación, fruto de un continuo proceso de reflexión, revisión y diá-logo entre las diversas relaciones de las que formamos parte, sin reducirnos a parámetros identitarios esencialistas o estáticos. La autonomía relacional convierte así a cada persona en protagonista de su propio proceso de (re)generación auto-creativa, con capacidad para rechazar cualquier forma de control heterónomo o adscripción coercitiva11, pero interiorizando que todos nos constituimos como sujetos en un contexto de inter/ecodependencia12.

En definitiva, la concepción relacional de la autonomía es inseparable de la de interdependencia, de la intersubjetividad y el diálogo, porque, como Taylor subraya a menudo, el reconocimiento mutuo se da en la experiencia del nosotros, entendida como una experiencia dialógica de identidad13.

“No queda espacio –pues– para la ficción omnipotente de la autosuficiencia, para la libertad autoadjudicada y expropiadora del individuo propietario”14.

Es...

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