La reforma del régimen económico del matrimonio

AutorJosé Luis Lacruz Berdejo
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil

Anuario de Derecho Civil, Tomo XXXII-2 y 3, 1979, págs. 343 a 369.

  1. Introducción

    El tema.

    El presente trabajo versa sobre un tema menos sensacionalista que el de otras reformas legislativas proyectadas, como la del régimen de la filiación. Sin duda es, la que va a ocuparnos, materia vivida, práctica y corriente, que aparece sobre el tapete de las familias siempre que fallece o se separa un cónyuge con algunos bienes de fortuna, pero no es objeto de conversación cotidiana, y, por tanto, tampoco de atención periodística, y según me parece no sólo a causa del carácter eminentemente técnico de la normativa que la regula, sino también de un cierto pudor o reparo que cunde en muchas de las regiones gobernadas por el Código civil, de tratar de la base económica del matrimonio y eventualmente la contribución de las familias, cuando los novios se disponen a casarse, como si descender a estos detalles materiales y prosaicos restase espíritu y dignidad a la unión que se supone de dos almas y dos corazones. Sea ello como fuere, lo cierto es que los capítulos matrimoniales entre novios, en los territorios de auténtico Derecho común, son prácticamente desconocidos, en contraste, por ejemplo, con su frecuencia en Francia, donde, hasta el siglo pasado, la boda del hijo de una familia medianamente provista sin celebrar capitulaciones acarreaba cierta desconceptuación social, o quizá una nota de irresponsabilidad para los padres y para los contrayentes, cuya despreocupación acerca de las futuras relaciones pecuniarias de éstos y su aseguramiento notarial no se atribuía a pudor o reparo en hablar sobre un tema considerado de la mayor transcendencia y de necesaria discusión.

    A la falta de cotidianeidad del tema del régimen económico corresponde una ignorancia general sobre él, reducido, en el conocimiento vulgar, al hecho de participar cada cónyuge, por mitad, en las ganancias del matrimonio, extremo que acepta la gente, por regla general, como algo apodíctico e indiscutible; y al de que el cónyuge abandonado o separado sin culpa suya tenga derecho a una pensión alimentaria a cargo del otro, para sí y para los hijos comunes.

    Fuera de esto la regulación de las relaciones económicas entre cónyuges, en el aspecto civil, ha venido siendo, en los territorios de Derecho común, cosa de los juristas: de los abogados, notarios y registradores, en principio, y, en último término, de los jueces. Y cosa de juristas es también esta reforma: conveniente, desde luego, y aun exigida por el principio de igualdad jurídica de sexos, y por tanto de los cónyuges, impuesto por la Constitución; pero ajena a las preocupaciones del vulgo. Si el gobierno no la hubiera realizado, no creo que el clamor popular le hubiera obligado a ello, una vez derogados en 1975 los preceptos cuyos principios eran más antitéticos a la demanda social: la necesidad de licencia marital ante todo, o la prohibición de otorgamiento postmatrimonial de capitulaciones por quienes, enemistados, se separan, según se dice, «amistosamente».

    El punto de partida.

    Y sin embargo, es cierto que la regulación actual de los regímenes matrimoniales, y en particular del régimen legal, aún tras la reforma del 75, no satisface las aspiraciones de justicia de una sociedad igualitaria, primado como está el marido con unos poderes exorbitantes que llegan hasta comprometer él los bienes comunes por sus deudas personales, y ser él quien los administra y dispone de ellos; aun para los inmuebles y establecimientos mercantiles, es él quien tiene la iniciativa de su enajenación. La esposa, adquirida recientemente la plena libertad y con ella la perfecta disponibilidad de sus bienes personales, queda, en cuanto a los comunes, en una posición secundaria y subordinada. Puede, sí, ciertamente, comprometer dichos bienes en el ejercicio de su potestad doméstica, pero no participa en su administración ni en la disposición del dinero y los restantes objetos muebles, enteramente confiada al marido, que es quien va a decidir lo que se gasta y lo que se ahorra, así como la forma de ahorrar y cuál sea la inversión de lo economizado. A la mujer sólo le queda, aquí, una misión de vigilancia: el control de las ventas de inmuebles, a las que podía negar su asentímiento (pero no podría proponerlas ella), y la vigilancia de las operaciones del marido, a fin de quejarse al juez si las realizaba en fraude de sus derechos o poniendo éstos en riesgo grave sin causa justificada; o bien si desbarata la hacienda y la grava con deudas personales.

    Junto a esto tiene la regulación actual un cierto número de arcaísmos: ante todo, la disciplina de la dote.

    Este instituto ya era de muy escaso empleo al tiempo de redactarse el Código civil, y el hecho de que nuestro cuerpo legal, en 1888, le dedicase tal copia de preceptos, no obedece a la usualidad, entonces, de la constitución de dote, sino a otras circunstancias de más compleja explicación. El proyecto de Código civil de 1851, verdadero «ultra» del machismo, confería al marido, irrevocable e irrenunciablemente, la administración de todos los bienes de su mujer, de tal modo que, aun no habiendo constitución expresa de dote, todos los bienes de ésta, por disposición legal, tenían la condición de dotales, no permitiendo la ley la existencia de parafernales. Por tanto, al regular entonces la dote minuciosamente, y por cierto con un articulado que presenta grandes semejanzas con los preceptos de nuestro actual Código civil, el proyecto de 1851 establecía la disciplina peculiar del entero patrimonio privativo de la mujer casada, y de ahí que dedicase a ella tantos y tan casuísticos preceptos: a su entrega y valoración, a su administración por el marido, a su enajenación, a la garantía de su integridad, y a su restitución.

    El proyecto de 1888, aunque toleraba que se pactase entre los cónyuges la existencia de bienes parafernales, sin embargo, en principio, como el proyecto isabelino, atribuía al marido la administración de todos los bienes de su esposa, con lo cual conservaba también la compleja regulación de esta situación específica de los bienes uxorios, destinada a ser prácticamente la de todos los matrimonios, pues la hipótesis de unas capitulaciones antenupciales reservando a la esposa la tenencia y administración de sus bienes, era poco menos que insólita.

    Así estaban las cosas incluso cuando, no acabado de redactar definitivamente el Código, se comenzó a publicar en la «Gaceta» en octubre de 1888, con grandes intervalos y en fracciones de pocos artículos, para dar tiempo de acabar la última revisión que estaba haciendo a toda prisa y de tapadillo la Comisión de codificación.

    Publicados ya los artículos 59 y ss., que concedían al marido la administración de todos los bienes del matrimonio, incluidos los de su mujer, la Comisión se arrepintió de este último extremo, y en sesión celebrada el 10 de noviembre decidió conservar los bienes parafernales que hasta entonces eran la norma de nuestro régimen económico matrimonial, y por tanto que la mujer siguiera gobernando sus propios bienes tal y como venía haciéndolo al amparo de las leyes de Partida. A este efecto se redactaron entonces, de nueva planta, y se introdujeron en el Código, en el título destinado al régimen matrimonial, todos los artículos relativos a los bienes parafernales, cuya administración reservó a la esposa, conforme nuestra tradición jurídica, el definitivo artículo 1.384, al par que el 1.383 impedía al marido litigar sobre ellos.

    Con esto, se había elaborado una segunda normativa -la de los parafernales- para unos bienes de la esposa que ya habían sido objeto de una regulación completa, a saber, la de la dote. Aquella segunda normativa deja, entonces, fuera de lugar a la primera: la disciplina de la dote, pasa a ser lo insólito, y el derecho de la esposa a regir sus propios bienes, lo normal. Pero el legislador no suprimió o redujo, en el Código, toda aquella tira de treinta y tantos artículos relativos a la dote, que ahora no iba a servir sino para completar, en algunos puntos, el régimen de los bienes parafernales.

    Etapas y estado actual de la reforma.

    El texto actual del proyecto de reforma es el resultado de un largo proceso, que se inicia, apenas promulgada la ley de 1975, en la Sección primera de la Comisión general de codificación, en forma de una excelente ponencia comprensiva de un nuevo articulado del entero título III (arts. 1.315 a 1.444), que redactó el profesor Díez Picazo. La ponencia se discutió durante dos años, entre un grupo de vocales en el que no abundaban los especialistas en Derecho civil, y menos en la específica materia del régimen matrimonial, pero en el cual se contaban algunos buenos prácticos que mantuvieron siempre la discusión, afortunadamente, en un terreno de aconteceres reales. Mención aparte merece el grupo feminista, preocupado por la igualdad absoluta entre marido y mujer, cuando acaso hubiera sido preferible velar por la equiparación: porque los esposos tengan atribuciones y deberes del mismo peso y entidad, cada uno en su esfera más propia, y no por una estricta igualdad.

    Al cabo de dos años o algo más se había revisado el texto varias veces llegando a una redacción definitiva que, hecha suya por el Gobierno entonces en el poder, fue enviada a las Cortes y publicada en el «Boletín Oficial» de éstas con fecha de 4 de octubre de 1978.

    Mas el proyecto adolecía de defectos importantes, inevitables en una obra en la que había tomado parte demasiada gente. Esta participación masiva garantizaba la presencia de un amplio panorama de opiniones y tendencias en las cuestiones de principio, y que la crítica la pudieran hacer muchos colaboradores, algunos con producción científica considerable y todos con experiencia; pero a la vez comportaba la servidumbre de una paternidad plúrima y multitudinaria, más notoria en la redacción, el estilo y el casuismo de muchos preceptos, resultado, cada uno, de alguna transacción en la que las opiniones, sugerencias, iniciativas...

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