Reflexiones sobre las vinculaciones constitucionales en materia de empleo público

AutorMiguel Sánchez Morón
CargoCatedrático de derecho administrativo de la Universidad de Alcalá de Henares
Páginas11-36

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1. El problema

El empleo público se encuentra en nuestro país, como en otros, en una situación convulsa y carente de perspectivas claras.

Esta situación se debe más que nada a los cambios que está experimentando el Estado entendido aquí como el conjunto de los poderes públicos en las últimas décadas y no sólo a los cambios reales ya operados, sino también a las expectativas y necesidades de transformación que se desean o vislumbran. En muy resumidas cuentas, las exigencias de mayor competítividad derivadas del actual sistema económico mundial inducen, por una parte, a reducir el peso del sector público en el conjunto de la economía así como la presión fiscal y el gasto público y, por otra, a aumentar significativamente la eficacia y la eficiencia de la Administración, de la que se reclaman estándares de funcionamiento similares a los de la empresa privada.

Estos objetivos (nada fáciles) se están intentando cumplir mediante distintos tipos de medidas. De un lado, el Estado abandona a la iniciativa privada actividades económicas que venía desempeñando, normalmente a través de empresas públicas o participadas con forma de sociedad mercantil. Esta privatización en sentido propio o desaparición (incompleta) del «Estado-empresario» no afecta sin embargo, salvo en medida insignificante, al empleo público en el sentido jurídico del término. Quiero decir que ya con anterioridad los trabajadores de las empresas públicas se regían exclusivamente por el derecho laboral. La privatización de esas empresas ahorra ciertos controles públicos sobre sus gastos globales de personal y puede producir algunos efectos indirectos sobre las relaciones sindicales en su seno o sobre el número de empleados. Pero, jurídicamente hablando, la situación de los trabajadores nada cambia con estas privatizaciones.

Una segunda tendencia que se observa es la mayor utilización de formas de gestión indirecta de los servicios públicos. No me refiero sólo a los servicios públicos económicos (transportes, comunicaciones y telecomunicaciones, sector audiovisual, abastecimiento de agua, gas o electricidad...). Muchos de estos servicios ya se gestionaban tradicionalmente mediante contratos, cuando no lo eran por organismos y empresas públicas hoy en proceso de privatización. Es lógico que estos servicios, que están sometidos en parte a las reglas de la competencia, se gestionen mediante fórmulas empresariales, incluso cuando la Administración mantiene la titularidad del servicio. Pero no siempre esta consecuencia es obligada y, sin embar-Page 12go, cada vez se opta en mayor grado por contratar la realización de estas actividades con empresas privadas. Pero es que, además, la preferencia por la gestión indirecta ha llegado o está llegando a los servicios de interés general no comerciales1 como la sanidad y los servicios sociales (en este último caso a través de empresas o del voluntariado social), por no hablar de la educación en sus distintos niveles, que siempre ha admitido la concurrencia del sector privado con el público. Más aún, hoy en día es cada vez más frecuente que las administraciones contraten con personas o entidades privadas la asistencia y la defensa jurídica (caso de muchos ayuntamientos, de comunidades autónomas y organismos públicos), la asistencia económica y técnica, la seguridad de edificios, instalaciones y lugares públicos e inclusive la realización de funciones puramente burocráticas de tramitación de algunos expedientes. Hasta ese servicio tan esencial que es la Administración de justicia ve crecer la «competencia» del arbitraje y otros medios extrajudiciales de resolución de conflictos.

Esta sostenida tendencia afecta al empleo público en la medida en que lo reduce poco a poco y acabará por rebajarlo sustancialmente, como ya ha ocurrido en algunos países. No es insólito por ello (aparte de por otras causas, como la innovación tecnológica) que las administraciones estén reduciendo su personal propio, que los sindicatos pacten a la baja la cobertura de una parte tan sólo de la tasa de reposición de efectivos2 y aunque con criterios rígidos que se establezcan presupuestariamente límites máximos de cobertura.3 Es más, puede incluso adivinarse que una de las finalidades principales que se pretenden mediante el incremento de la gestión indirecta de servicios y actividades públicas es precisamente limitar y aminorar el empleo público.

Todavía hay un tercer tipo de medidas que afectan al empleo publico. Se trata de la utilización de formas jurídico-privadas de organización y gestión de actividades administrativas, modelo que también se ha extendido como mancha de aceite. No se alude aquí al supuesto de las sociedades mercantiles de capital público o controladas por las administraciones públicas, sino a entidades de derecho público que ejercen sus actividades con sujeción a derecho privado o que, en cualquier caso, contratan a su personal (o a la mayoría de él) en régimen laboral. Es el caso de las denominadas por la LOFAGE «entidades públicas empresariales», que realizan prestaciones, gestionan servicios o producen bienes de interés público susceptibles de contraprestación (art. 53.1).4 Pero no sólo eso. Otras entidades u organismos públicos que realizan funciones de regulación y control mediante el ejercicio de inequí-Page 13vocas potestades públicas también someten el régimen de su personal al derecho del trabajo. Así, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Agencia de Protección de Datos y la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones.5 Además, algunas actividades administrativas relativas a proyectos, dirección y vigilancia de obras públicas y materias afines, antes ejercidas directamente por los ministerios y las confederaciones hidrográficas, se están transfiriendo a nuevas entidades como el Ente Gestor de Infraestructuras Ferroviarias (GIF) o a entidades o sociedades dependientes, todas las cuales contratan a su personal en régimen laboral.6 La Administración intenta incluso al parecer sin demasiado éxito que los funcionarios que hasta ahora han prestado esos mismos servicios en la Administración del Estado acepten ser contratados como personal laboral por los nuevos entes y sociedades públicas.

Aunque estos últimos cambios organizativos no tienen como única (ni, en muchos casos, principal) finalidad la huida del régimen funcionarial, sino más bien preocupaciones de tipo presupuestario y contable y de autonomía de gestión, lo cierto es que afectan directamente a nuestro sistema de empleo público. Si a lo dicho se suma que una parte importante de los empleados de las administraciones territoriales y de los organismos públicos de mayor antigüedad se regían ya antes de los últimos cambios legislativos por el derecho laboral, podemos caer en la cuenta de que asistimos a un proceso paulatino, pero ininterrumpido, de «privatización» o laboralización del empleo público,7 en paralelo al proceso de reducción de efectivos.

Ciertamente, el prestigio del régimen funcionarial o estatutario no se encuentra en su mejor momento. Antes al contrario, sufre en propia carne el descrédito de la burocracia y el recelo hacia lo público como fuente de ineficacia, de prebendas de todo tipo y de pequeñas o grandes corruptelas.

Lo peor de todo es que gran parte de los recelos están plenamente justificados. Ya sea por las reminiscencias del viejo corporativismo hace tiempo en decadencia, pero todavía activo en algunas áreas de la Administración del Estado, ya sea por la actitud gremialista de los sindicatos,8 el régimen funcionarial se contempla desde la sociedad como un sistema de empleo demasiado rígido y garantista, formalizado en exceso, poco versátil, desincentivador del esfuerzo profesional, anqui-Page 14losado y privilegiado. Al mismo tiempo y a consecuencia del clientelismo político de los últimos años, se contempla también como una fuente de desigualdades sociales y personales en relación con el problema que más agobia a nuestra sociedad, la taita de empleo seguro y estable.

Pero ya no se critican sólo los «excesos» del sistema. La crítica, no siempre justa, alcanza al modelo mismo de función pública, pues el fracaso de los sucesivos proyectos de reforma y modernización han creado la muy extendida sensación de que es un sistema poco menos que imposible de reformar. De ahí la tendencia, que dirigentes de muy diferentes gobiernos y partidos políticos comparten por lo general de manera no explícita, de que es conveniente reducirlo a la mínima expresión (ante la imposibilidad real y jurídica de eliminarlo).

A esta tendencia, que hoy parece imparable si se contemplan las novedades legislativas más recientes,9 se opone sin embargo una seria resistencia. No sólo por los directamente interesados de ahí los procesos de «funcionarización», reclamados por los sindicatos más allá de lo constitucionalmente exigible,10 o la recuperada actividad y presencia de fas asociaciones profesionales de funcionarios, sino por una parte de la doctrina jurídica, que suele hacer hincapié en la merma de las garantías de imparcialidad que conlleva el abandono del régimen funcionarial. Tampoco falta parte de razón a estas objeciones, pues muchas veces la «búsqueda de la eficacia administrativa» ha servido de simple excusa para relajar el cumplimiento de la legalidad y la contratación de personal laboral ha sido un expediente al servicio del clientelismo, a falta de las suficientes garantías de objetividad.11

Lo que ocurre es que algunas críticas," quizá demasiado crispadas, parecen ancladas en un pasado al que es imposible retornar, pues no captan la profundidad de las transformaciones que se están produciendo en el plano de la dimensión y de la organización administrativa, en la cultura política y en el sistema de valores sociales.

Entonces, ¿qué hacer con el empleo público? La cuestión es tan compleja que sólo puede abordarse con seriedad en un clima menos pasional que el que hemos sufrido durante los últimos años en la política española (no así, felizmente, en la de Cataluña y otras comunidades autónomas). Menos pasional y menos ideológico, pues no hay recetas mágicas ni soluciones universales. Al contrario, no deja de ser llamativo que la progresiva armonización de la legislación europea no haya alterado en lo más mínimo la diversidad de regímenes de empleo público presente en los países de la Unión. En su seno coexisten sistemas de virtual privatización del em-Page 15pleo público, como el sueco,12 o en proceso de privatización, como el italiano,13 junto a otros en los que el régimen estatutario de carrera sigue siendo la seña de identidad, como el francés,14 o sistemas duales como el alemán15 y el español, o las peculiaridades, antiguas o recientes, del sistema británico.16

En definitiva, se trata de conseguir un empleo público de calidad, que no sea una remora para el progreso del país y, por tanto, para las necesarias reformas que debe experimentar la Administración y el sector público. Pero que garantice al mismo tiempo la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos en el acceso a los cargos públicos y la imparcialidad en el ejercicio de funciones públicas que la requieren (como la requiere el buen funcionamiento del mercado y de la sociedad, que no pueden quedar al albur de preferencias personales o partidistas).

Para lograr ese objetivo es necesario un debate sereno y realista. Un debate que no idealice un modelo de función pública que hace tiempo dejó de funcionar (valga la redundancia) adecuadamente y que entre nosotros seamos sinceros tampoco ha sido capaz de alcanzar las garantías de objetividad y legalidad en que teóricamente se funda. Un debate que no olvide, sin embargo, que el empleo público no puede asimilarse en todo al empleo privado, pues hay principios y valores políticos y jurídicos que imponen peculiaridades y garantías por razones más que atendibles de verdadero interés público.

A mi juicio ese debate ha empezado a producirse17 y es de augurar que sirva dePage 16orientación al legislador (estatal y autonómico) en las reformas porvenir (siempre que no prime el interés puramente partidista de aprobar «la ley» cuanto antes). Este trabajo pretende ser una modesta aportación al mismo, en línea con las opiniones que ya he tenido ocasión de exponer sobre el particular en anteriores ocasiones.18

2. Las alternativas

Del debate actual se desprenden en sustancia varias alternativas que, sin ánimo de exhaustividad, se resumen a continuación. Bien entendido que se trata de posiciones estereotipadas, pues las concepciones doctrinales de quienes las sostienen suelen incluir matices que no es posible reflejar en estas breves páginas.

Hay quien considera necesario defender a ultranza el tradicional sistema funcionarial de carrera e inclusive retornar a él en la mayoría de los ámbitos del empleo público en que se ha abandonado (con la excepción de los trabajadores de las entidades públicas empresariales y similares).19 Quienes así piensan suelen defender los valores de garantía e inamovilídad en especial el llamado «derecho al cargo» característicos del modelo, que serían imprescindibles para asegurar la efectividad de los principios de mérito y capacidad y la imparcialidad de los servidores públicos.

Esta primera alternativa, que podríamos calificar de sistema monista estatutario, tropieza con la evolución social y de la organización administrativa. En particular, plantea problemas insolubles frente a las necesidades actuales de movilidad funcional y geográfica en numerosos ámbitos del empleo público, derivados del abandono de algunas actividades administrativas o su sustitución por otras. En pocas palabras, el sistema funcionarial de carrera, adecuado para una administración reducida y estática, volcada en las funciones burocráticas de regulación, no lo es tanto para una administración diversificada y en continuo proceso de cambio. De ahí la dificultad de dar marcha atrás en la configuración jurídica de la totalidad del empleo público y la falta de realismo de estas propuestas, que la legislación mas reciente no hace sino confirmar.

Hay, sin embargo, una variante más matizada, que es la que propugna la aplicación del régimen estatutario al grueso del empleo público, si bien admite excepciones de consideración. Este es el sistema que podríamos definir como de preferencia estatutaria. A él parece apuntarse la jurisprudencia más conocida del Tribunal Constitucional, en particular la que se expresa en la STC 99/1987, de 11 de junio. Como es sabido, en dicha Sentencia, el Tribunal declaró que la Constitución ha optado «por un régimen estatutario, con carácter general, para los funcionarios públicos», si bien admitió que por ley se pudiera determinar qué tipos de funciones o puestos de trabajo pueden ser desempeñados por personal laboral.

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Esta jurisprudencia aboca a una especie de garantía institucional del régimen funcionarial o estatutario. Este régimen debe subsistir e incluso debe ser el régimen «general» (o normal) del empleo público. Pero, puesto que no se impide la presencia de empleados públicos con vínculo contractual, resulta difícil determinar a priori qué empleados deben regirse por uno u otro sistema. Es más, nuestra Constitución no contiene indicaciones al respecto, a diferencia por ejemplo de la Ley fundamental de Bonn, que reserva a los funcionarios sometidos a normas de derecho público las «funciones de soberanía» o «potestades públicas» (art. 33.4). Por eso la libertad del legislador para concretar los confines entre el empleo público estatutario y laboral es muy amplia. Tampoco nuestra Constitución define qué debe entenderse por régimen estatutario (aunque el art. 103.3 da algunas indicaciones al respecto) ni prescribe de nuevo a diferencia de la Ley fundamental de Bonn que deben respetarse los principios tradicionales del régimen funcionarial de carrera. Por tanto, nuestro sistema estatutario es susceptible de evolución dentro del marco constitucional.

En cualquier caso, esta doctrina jurisprudencial sigue teniendo su reflejo en la legislación general de la función pública20 y se manifiesta también en los borradores de reforma que se han conocido en los últimos meses,21 que no introducen cambios apreciables en la clasificación de los empleados públicos y en la determinación de las funciones no reservadas a funcionarios. No parece que los partidos que conforman la actual mayoría tengan otros proyectos más innovadores al respecto y en esa posición se adivina también el apoyo de algunos sindicatos. Ahora bien, la consolidación del sistema de preferencia funcionarial en la legislación general de función pública no obsta a que por leyes especiales, del Estado y de las comunidades autónomas, se produzca a modo de goteo la exclusión del régimen funcionarial de los nuevos colectivos de empleados públicos que se crean en entidades de reciente aparición o cuyo modelo organizativo se transforma.

Da la impresión, pues, de que a falta de convicción suficiente, ante las posibles dificultades jurídicas y ante la oposición real o previsible de los sindicatos y de los propios funcionarios, se opta por mantener en la legislación general una situación incómoda y languideciente, ajena a toda idea sustantiva de reforma, mientras que se intenta huir de ella a la primera ocasión.

Desde mi punto de vista, esta situación no puede mantenerse durante demasiado tiempo, pues genera un deterioro del servicio público, por la falta de expectati-Page 18vas y de seguridad de los empleados que, ante la incertidumbre, buscan su acomodo particular en el sistema. Por eso tienen mayor interés aunque no se vayan a plasmar en el futuro inmediato otras propuestas más ambiciosas y reformistas.

Una de ellas, recientemente reformulada entre nosotros,22 propugna la introducción en nuestro país de una especie de sistema dual de empleo público, similar al existente en Alemania. Es decir, el sistema estatutario o «de mérito», con todo lo que ello implica en relación a las garantías de imparcialidad, sería aplicable sólo a los empleados públicos que ejercen funciones de autoridad, pues es un sistema que garantiza la seguridad jurídica y la igualdad de todos ante la aplicación de la ley, sin manipulaciones partidistas o sectarias. En cambio, para las funciones prestacionales es más adecuado el régimen contractual, que proporciona mayor flexibilidad en la gestión del personal.

Esta tesis contaría incluso con el aval indirecto de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea en cuanto a la posibilidad de establecer un régimen propio y distinto para aquellos funcionarios los que ejercen funciones de soberanía o potestades públicas, si bien esta jurisprudencia comunitaria se ha elaborado tan sólo a los efectos de evitar la discriminación de los ciudadanos de otros países de la UE en el acceso a los empleos públicos.23

Por otra parte, el criterio no es totalmente desconocido en nuestro derecho, pues es el que rige desde 1985 en la Administración local, en virtud de lo dispuesto en el art. 92.2 de la Ley de bases del régimen local.24 Por cierto, la aplicación de ese criterio experiencia que convendría estudiar con detenimiento parece haber propiciado, por una pane, que el número de empleados de las administraciones locales con contrato laboral sea superior al número de funcionarios locales,25 al igual que ha ocurrido en Alemania. Pero, por otra, también a semejanza de lo sucedido allí, las condiciones de empleo de funcionarios y laborales se han equiparado por vía de la negociación colectiva, siendo así que la mayoría de los trabajadores con contrato laboral hanPage 19adquirido un nivel de estabilidad en el empleo y de inamovilidad en sus puestos de trabajo perfectamente comparable al de los funcionarios.

La implantación de un sistema dual plantea, de todas formas, algunos problemas prácticos. Primero el de definir qué son las «funciones de autoridad» o el «ejercicio de potestades públicas», cuestión nada sencilla, como la experiencia alemana enseña.26 Pero también el de determinar si el régimen laboral es aplicable sin matices o peculiaridades al empleo público, cosa que casi nadie afirma, pues parece haber acuerdo en que algunos de los principios constitucionales sobre la «función pública», empezando por el de acceso según criterios de mérito y capacidad, son aplicables también a los empleados públicos con contrato laboral.27 Así se deduce de nuestra legislación vigente28 y ha sido ratificado incluso para los empleados de las entidades públicas empresariales.29

Una alternativa más radical casi «revolucionaria)» en nuestro país sería la de privatizar o Laboralizar el grueso del empleo público en la legislación general, con algunas excepciones significativas, que afectarían a aquellos colectivos de funcionarios que precisan mayores garantías de independencia o inamovilidad (jueces, fiscales...) o que tienen constitucionalmente limitados sus derechos sindicales y políticos en garantía de su imparcialidad (militares profesionales y cuerpos y fuerzas de seguridad...) o a otros en que concurran circunstancias semejantes. Esta es la senda que han transitado algunos estados de la UE, como Suecia y Dinamarca30 y más recientemente Italia.31

Hay que decir, no obstante, que la privatización del empleo público no ha sido en ningún caso completa (en el aspecto objetivo, del régimen jurídico aplicable)32 y que se ha enfrentado a problemas de ejecución no desdeñables. En cualquier caso, una solución parecida, aunque quizá anide en la mente de algunos gestores públi-Page 20cos, de los incondicionales del management público y de algunos laboralistas, carece en nuestro país en la actualidad de todo apoyo político y sindical (a diferencia de Italia), por lo que no resulta viable al menos a corto plazo. Pero es necesario recordar una vez más que lo que no se admite como opción general, sin embargo, se plasma en una legislación sectorial cada vez más abundante. De ahí que hayamos podido afirmar al principio de estas páginas que se está produciendo un proceso de laboralización limitado y paulatino, pero cierto.

Todavía hay una alternativa distinta a las anteriores, que personalmente he defendido en otro lugar.33 Esta alternativa parte de la idea de que hay elementos del régimen del empleo público aplicables en común a todos los profesionales y trabajadores al servicio de las administraciones públicas (en sentido amplio, incluidos los servicios propios de los órganos constitucionales y estatutarios), pero al mismo tiempo de la sustancial heterogeneidad de los colectivos que integran hoy el empleo público. En virtud de esta realidad, se trataría de desmitificar de una vez por todas ¡a distinción radical entre funcionarios y laborales tan arraigada hoy en la conciencia de muchos funcionarios para coincidir en una regulación unitaria del contenido mínimo de toda relación de empleo público, que deje paso a una pluralidad de regulaciones sectoriales o específicas, adecuadas a las características funcionales de cada colectivo. El «estatuto de los funcionarios» sería, en esta concepción, la regulación de las peculiaridades del empleo público, peculiaridades de carácter jurídico público que serían en parte comunes y en parte específicas.

No se trata de diferenciar sólo a los que ejercen funciones de autoridad o potestades públicas del resto de los empleados públicos, ni de establecer una preferencia por el régimen funcionarla] o por el laboral con algunas excepciones. La naturaleza del vínculo jurídico que une a cada empleado con la Administración no puede erigirse en una barrera absoluta de diferenciación, sino que debe tener un lugar secundario. Lo importante es el contenido sustantivo del vínculo o, más exactamente, de la relación de empleo público. A este respecto, los elementos procedentes del régimen funcionarial clásico y del derecho laboral pueden combinarse de diferente forma, en una escala de publicidad que vaya desde los trabajadores de las entidades públicas empresariales, casi por entero sometidos al derecho laboral, hasta los jueces y magistrados, fuerzas armadas y otros colectivos para los que el derecho laboral no se aplique en absoluto, aunque sí los principios generales mínimos de toda relación de empleo (por ejemplo, la prohibición de discriminación, el derecho a la promoción y formación profesional, a una política adecuada de seguridad e higiene, al respeto a la intimidad y dignidad del trabajador, a percibir puntualmente su remuneración, al ejercicio de las acciones y recursos en defensa de sus derechos e intereses profesionales, derechos contemplados hoy en el art. 4.2 del Estatuto de los trabajadores).

Esta última alternativa, que podríamos definir como la del estatuto unitario básico del empleo público puede plantear en la actualidad justo es reconocerlo ciertos problemas de incomprensión y rechazo, sobre todo en colectivos y funcionarios que tienen interiorizado el esprit de corps o un cierto «compiejo de superioridad» (por qué no decirlo) sobre el resto de los trabajadores, derivado sobre todo del esfuerzo realizado para ingresar en la función pública. Por supuesto, no se puedePage 21obviar que las exigencias para el acceso al empleo público de los contratados laborales han sido históricamente muy inferiores y aún hoy lo siguen siendo, aunque ya cada vez menos. Tampoco se trata de convertir de un plumazo a los contratados en funcionarios, decisión que suscitaría serios reparos de inconstitucionalidad. Pero la percepción psicológica de la diferencia esencial entre un funcionario y un contratado laboral encuentra cada día menor apoyo en la cultura de nuestro tiempo y en la propia legislación.

En cierto modo está ocurriendo a este respecto algo parecido al proceso de laboralización. Los grupos políticos mayoritarios, antes y ahora, no parecen atreverse a plasmar la idea del estatuto básico común del empleo público en un texto legislativo. Buena prueba de ello son los borradores del Anteproyecto de estatuto básico de la función pública que se han venido conociendo desde el invierno de 1997. Sin embargo, poco a poco se amplía la legislación aplicable en común a todos los empleados públicos, con vínculo estatutario o contractual,34 y poco a poco aspectos de la regulación aplicable a ambas categorías de empleados se van aproximando.35 Más aún, en el ámbito de la Administración local {y de algunas comunidades autónomas), la unificación de contenidos de las relaciones de empleo que no ha tenido lugar por vía legislativa ha tomado cuerpo y hasta extremos de virtual equiparación por la vía de la negociación colectiva. En muchos ámbitos, pues, las diferencias jurídicas entre el funcionario y el contratado laboral fijo de similar categoría y especialidad se han reducido prácticamente a cero.

He aquí, en apretada síntesis, un panorama general de la evolución del debate jurídico sobre el empleo público y de la legislación correspondiente (en los aspectos que nos interesan). Dicho lo cual y de cara al futuro, debemos analizar cuáles son los condicionantes constitucionales de las reformas o modificaciones del régimen jurídico que puedan emprenderse.

3. Las vinculaciones constitucionales
A) La flexibilidad del marco constitucional

Al adentrarse en este aspecto, lo primero que hay que decir es que la Constitución no prefigura un modelo determinado de función pública o un régimen preciso para el empleo público. En realidad, contiene tan sólo algunas reglas sobre la ma-Page 22teria, de las que es exagerado deducir que los constituyentes se inclinaron por tal o cual sistema histórico. Estas reglas se contienen en los artículos 23.2, 28, 103.3 y 149.1.18, y a ellas hay que añadir otras referencias o alusiones a cuerpos o clases determinadas de empleados públicos, como los miembros de las fuerzas armadas y demás institutos o cuerpos sometidos a disciplina militar (art. 28.1 y 29.2), el personal de las Cortes Generales (art. 72.1), las fuerzas y cuerpos de seguridad (art. 104), los jueces y magistrados (art. 117, 122.1 y 127) y fiscales (art. 124 y 127). Por supuesto, otros muchos principios y reglas constitucionales afectan al régimen jurídico de los empleados públicos, en especial los que regulan los fundamentos institucionales del régimen jurídico de las administraciones públicas (art. 103 y siguientes).

En consecuencia, la regulación constitucional del empleo público es una regulación muy abierta, aunque anclada en algunas reglas limitadoras. Esa característica, que la diferencia por ejemplo de la regulación mucho más precisa que contiene la Ley fundamental de Bonn, impide a mi juicio afirmar con rotundidad que la Constitución ha optado con carácter general por un régimen estatutario para el empleo público. Esta declaración, contenida en la STC 99/1987, es muy discutible, pues nada se dice en la Constitución al respecto, sino que tan sólo se habla de un «estatuto de los funcionarios públicos», sin precisar a cuántos ni a qué empleados se ha de aplicar ni en qué consiste o cuál debe ser el contenido de ese «estatuto». Como ya he expuesto con anterioridad,36 el Tribunal Constitucional al realizar tal declaración no hizo sino interpretar el concepto constitucional de funcionario de acuerdo con el sentido de la legislación vigente cuando la Constitución se aprobó. Este es un criterio válido de interpretación, pero no el único y definitivo. Es más, su alcance sólo puede ser relativo, so pena de petrificar un modelo de empleo público determinado e impedir toda evolución (salvo mediante reforma constitucional). Pero es difícil admitir que nuestra Constitución, tan difícil de modificar en la práctica, haya perseguido ese efecto.37 La Constitución no introduce semejante factor de rigidez, ni tampoco lo ha introducido en realidad la jurisprudencia constitucional, a pesar de aquel desafortunado obiter dictum, pues aparte de que la jurisprudencia es, por su propia naturaleza, evolutiva, lo cierto es que la STC 99/1987 (y ninguna otra) no impide que existan empleados públicos con vínculo contractual ni establece unos criterios concretos sobre la reserva de funciones a los funcionarios públicos, pues lo que hace es remitir la decisión al legislador, reafirmando eso sí la existencia de una reserva de ley al respecto.

Por tanto, si prescindimos de la vaga e indefinida «preferencia» por el régimen funcionarial, podríamos concluir que, con los límites a que después me referiré, dentro del marco constitucional es posible adoptar cualquiera de las alternativas que antes se han enunciado. Desde la que propugna la funcionarización total (oPage 23casi) del empleo público hasta la que pretende la contractualización del vínculo de la mayoría de los empleados públicos, bien es cierto que en este caso con mayores matices. Por supuesto, nada se opone a que el legislador vaya aplicando el régimen laboral a un número mayor de empleados, como nada se opondría a lo contrario. A estos efectos, la libertad del legislador es amplia, según se ha dicho ya, lo que aumenta el interés por saber quién legisla, es decir, conocer el reparto de competencias legislativas en la materia. Pero no me voy a referir aquí a esta cuestión tan importante, ni siquiera desde el prisma constitucional, como tampoco me voy a referir a otro aspecto formal e igualmente importante, que es el de la reserva de ley en materia de empleo público y a las relaciones entre la ley y el reglamento o la negociación colectiva en esta materia.38 Lo que aquí pretendo es tan sólo reflexionar sobre las vinculaciones constitucionales sustantivas sobre el régimen jurídico del empleo público. Y digo del «empleo público», más que de la «función pública» en sentido estricto, porque, a mi modo de ver, hay elementos de la relación jurídica de todos los empleados públicos que no pueden dejar de estar sometidos a reglas de derecho público cuyos principios rectores se hallan en el texto constitucional.

B) El «sistema de mérito»

El primero de estos principios y más que principio es un derecho fundamental es el de acceso a los cargos y funciones públicas en condiciones de igualdad y en aplicación de los criterios de mérito y capacidad (art. 23.2 y 103.3).

Como nadie duda de lo que esto significa no me voy a detener a explicarlo. Pero sí es preciso apuntar algunos matices sobre el alcance del principio.

El primer problema es si este principio se aplica sólo a los funcionarios o a todos los empleados públicos, incluidos ios que tienen un vínculo laboral. La primera alternativa, que ha sido causa directa de la huida hacia el régimen laboral en el pasado reciente {y, en menor medida, aún hoy) deriva de una interpretación restrictiva de los mencionados artículos 23.2 y 103.3, que ha contado indirectamente con el aval de la jurisprudencia constitucional. En efecto, el Tribunal Constitucional se ha opuesto a la admisión de recursos de amparo fundados en el art. 23.2 cuando tenían por objeto la impugnación de decisiones administrativas sobre la contratación de personal laboral.39 Esta toma de posición, muy probablemente determinada por la intención de circunscribir el ámbito material del amparo constitucional, ha tenido consecuencias muy nocivas. Pero se inscriba o no en el ámbito del art. 23.2 de la Constitución el derecho de los contratados laborales de acceder a sus empleos públicos en condiciones de igualdad y con observancia de los principios de mérito y capacidad, lo cierto es que la Administración no puede prescindir del principio de igualdad en toda su actuación, inclusive cuando contrata empleados, y que cuando se trata de acceder a un empleo público, las únicas diferenciaciones justificadas entre candidatos (salvo rigurosas excepciones, como las que permiten las llamadas «discriminaciones positivas»)40 son las que se fundan en suPage 24capacidad y en sus méritos. Hoy en día puede decirse que esta cuestión se va resolviendo en favor de la segunda de las respuestas, de manera que la legislación más reciente (y la práctica de muchas administraciones) va reduciendo las diferencias entre el proceso de selección de funcionarios y de personal con contrato de trabajo fijo,41 de la misma manera que asimila los procesos de contratación de personal laboral temporal al nombramiento de interinos.42

Por otra parte, sería exagerado entender que la Constitución se opone al reclutamiento de cualquier empleado público por razones de confianza política o personal. Lo que ocurre es que este criterio debe contemplarse como una estricta excepción, que debe estar suficientemente justificada en razones objetivas, ya sea la naturaleza esencialmente política de algunas funciones o la estrecha vinculación personal a cargos de designación política que presupone el desempeño de otras. En consecuencia, el nombramiento de funcionarios eventuales no puede sobrepasar unos límites razonables, que nuestro derecho define ya con espíritu no precisamente cicatero.

En tercer lugar, el principio de mérito y capacidad se aplica no sólo al ingreso en el empleo público, sino también al acceso a cargos de mayor nivel o responsabilidad y, en general, a los procesos concurrenciales de provisión de puestos de trabajo o de ascenso en el seno del empleo público. Así lo confirma una copiosa jurisprudencia constitucional, aunque matizando que no son esos los únicos principios a tener en cuenta en materia de ascensos y promociones, sino que también juegan otros, señaladamente el de eficacia administrativa.43

En suma, por no entrar en mayores detalles y especificaciones, que son imposibles en este lugar, el respeto al «sistema de mérito» en todas sus manifestaciones es el primero de los condicionantes constitucionales sobre el régimen del empleo público. Un condicionante que se ha venido concretando en muchos de sus aspectos (requisitos exigibles para el acceso, entre ellos el conocimiento de las lenguas cooficiales, posibilidad de valoración de méritos previos, la igualdad entre sexos, los requisitos de edad...) por obra de la jurisprudencia constitucional, contencioso-administrativa y laboral y que aún es susceptible de más avanzados desarrollos (como la equiparación total del régimen de ingreso de laborales y funcionarios, por ejemplo).

Sobre esto no hay ninguna duda. Resta, sin embargo, por asegurar la garantía efectiva de respeto del sistema de mérito en todos los ámbitos del empleo público, algo que siempre ha sido difícil en nuestro país. Por eso, el reto del futuro está en la mejora de las garantías de todo tipo, empezando por las organizativas (composición y designación de los órganos de selección). Garantías que no tienen por qué intro-Page 25ducir mayor complejidad en los procedimientos y que deben compatibilizarse con la eficacia y la celeridad, pero de las que no se puede prescindir. El derecho público sigue teniendo mucho que decir al respecto.

C) ¿Pero, de verdad exige la Constitución un sistema funáonarial de carrera?

No hay que confundir «sistema de mérito» con régimen estatutario y, menos aún, con un sistema funcionarial de carrera.

Como se ha dicho, los principios de igualdad, mérito y capacidad en el acceso y la promoción profesional son aplicables tanto en las relaciones estatutarias como en las contractuales. Esto es lo verdaderamente importante (además de las garantías de imparcialidad de los empleados públicos, como diremos). Pero el respeto a esos principios puede articularse de muy diferente modo. Por ejemplo, la reciente «privatización» de la relación de empleo público en Italia no prescinde ni podría prescindir, por imperativo constitucional (art. 51 y 97, el último de los cuales impone el concorso como forma de acceso ordinaria al empleo público) de las garantías del sistema de mérito. Antes al contrario, entre los objetivos de las reformas del régimen de los empleados públicos está el de reforzar las garantías de objetividad de los procedimientos de ingreso, combatiendo el clientelismo de partidos y sindicatos.44 Lo que ocurre es que la «privatización» de la relación de empleo no es total, sino que hay algunos aspectos que siguen regulándose unilateralmente por normas de derecho público, leyes y reglamentos, que deben ser respetados por los contratos individuales y colectivos.45

Por otra parte, el régimen estatutario puro supone que todos los aspectos de la relación funcionarial se regulan mediante normas jurídicas aprobadas unilateralmente por el Estado. Ese régimen, como tal, ya no existe en nuestro país para el conjunto de la función pública, desde el momento en que se va abriendo paso la negociación colectiva de los funcionarios. Me parece claro, sin embargo, que no se puede poner en cuestión la constitucionalidad de la negociación colectiva funcionarial, al menos tal como está regulada en nuestro derecho y así lo cieñe declarado el Tribunal Supremo, de manera explícita (STS de 1 de febrero de 1995) e implícita.

Eso no quiere decir, obviamente, que el régimen estatutario no sea conforme a la Constitución. Pero no creo que la identificación entre el concepto de «funcionario» que utiliza !a Constitución (art. 103.3 y 149-1.18) y el régimen estatutario sea inevitable. Por el contrario, cabe sostener que bajo el concepto de «funcionario» la Constitución se refiere a los empleados públicos en general y que lo que pretende es garantizar las peculiaridades del régimen del empleo público por diferencia con el privado, haciendo hincapié en el sistema de mérito y en la imparcialidad del empleado público en el ejercicio de sus funciones. Al fin y al cabo, el sistema de mérito no puede desvincularse de la igualdad en el acceso al empleo público, de la mismaPage 26manera que la imparcialidad no puede desvincularse del principio de «objetividad» de la Administración. Ahora bien, sería absurdo considerar que la Administración . no está obligada a tratar por igual a los empleados (o aspirantes a serlo) cuando establece relaciones de naturaleza laboral o que en estos casos puede desvincularse del principio de objetividad. Dicho de otra manera, las peculiaridades del régimen del empleo público derivan no de la naturaleza formal del vínculo que une al empleado con la Administración, sino de que se trata de empleo al servicio de la Administración y esa cualidad impone reglas exorbitantes en cuanto a derechos, deberes, responsabilidades y garantías. De ahí que la huida de la Administración, en todo o en parte, hacia un régimen de empleo puramente privado o labora! suscite verdaderas dudas de constitucionalidad.

Es muy dudoso, pues, que la Constitución haya optado por un régimen estatutario para el conjunto o la mayoría de los empleados públicos. No es dudoso, en cambio, que ha establecido unas exigencias peculiares para los «funcionarios», que deben lógicamente considerarse aplicables a todos los empleados públicos.

En cualquier caso, si el legislador sigue optando por mantener el régimen estatutario con las modificaciones oportunas para una parte de los empleados públicos, cosa que parece previsible, nada hay en la Constitución que obligue a perpetuar, para el conjunto de la función pública, el tradicional sistema de carrera. Por tal se entiende un régimen en el que el funcionario es nombrado con carácter vitalicio y va realizando toda su carrera profesional dentro de la Administración, sin que pueda ser separado más que por jubilación o sanción disciplinaria, a diferencia del «sistema de empleo», en que el funcionario es nombrado en cada caso para un puesto determinado, sin perjuicio de ulteriores nombramientos, de manera que cesa también cuando el puesto desaparece o se transforma por necesidades del servicio. El sistema de empleo no es incompatible con el principio de mérito y capacidad, como demuestra la experiencia norteamericana, siendo así que lo que nuestra Constitución garantiza en general son tales principios.

De hecho, la Constitución sólo alude a la «carrera» y a los cuerpos funcionaria-les cuando se refiere a los jueces y magistrados (art. 122.1), a los que considera «inamovibles» en garantía de su independencia (art. 117. 1 y 2). En este caso sí hay una garantía constitucional del sistema de carrera. Todavía puede entenderse que la misma garantía alcanza a los miembros de las fuerzas armadas y de las fuerzas de seguridad, pues en uno y otro caso (art. 28.1, 29.2, 104) la Constitución habla de «cuerpos», los sometidos a disciplina militar o los de seguridad. En todos estos supuestos, ¡as peculiaridades públicas del régimen del empleo público alcanzan su máxima expresión, pues las misiones que tienen confiadas estos funcionarios obliga a dotarles de un estatuto que refuerce su independencia o su disciplina. De hecho, en estos casos puede hablarse de un «relación de sujeción especial», puesto que todos estos funcionarios sufren limitaciones, constitucionalmente previstas, en algunos derechos fundamentales (asociación, sindicación, huelga, derecho de sufragio pasivo, derecho de petición colectiva, libertad de expresión en cierto modo).

Para el resto de los funcionarios, la Constitución no dice nada concreto y tampoco ha querido incluir una cláusula de respeto a los «principios tradicionales del servicio público de carrera», como hace la Ley fundamental de Bonn en el art. 34.5. No quiero decir con esto no se me malinterprete que deba abandonarse elPage 27sistema de carrera. Al contrario, considero que ese sistema sigue siendo necesario para ciertos colectivos de empleados públicos, muy identificados con el Estado por la naturaleza de sus funciones (pienso en la carrera diplomática, en la abogacía del Estado, en los altos cuerpos de la hacienda pública, en algunos cuerpos facultativos...). También opino que, con las necesarias correcciones y matices que permitieran eliminar la rutinización burocrática, el sistema de carrera ofrece ventajas de interés. Lo que ocurre es que el mantenimiento del sistema, así como su alcance subjetivo, son opciones de política de personal o de naturaleza organizativa y no estrictas exigencias constitucionales. Lo mismo que son opciones del legislador mantener el modelo actual de las relaciones de puestos de trabajo, con todo el diseño de promoción a través de la provisión de puestos que conlleva, o sustituirlo total o parcialmente por otro distinto.

El carácter abierto de nuestra Constitución en cuanto a estas alternativas facilita la decisión del legislador a la hora de inclinarse por el régimen estatutario o el laboral y, dentro de aquél, por un sistema de carrera o empleo, cuando regula nuevos colectivos de empleados públicos. Por ejemplo, el personal de entidades de nueva creación, para el que se viene mostrando una acusada predilección por el vínculo laboral. El problema es otro, sin embargo, cuando se trata de regular de una forma diferente el régimen de colectivos de empleados ya existentes.

Dos problemas prácticos (entre otros muchos imaginables) pueden plantearse al respecto, si tenemos en cuenta las circunstancias actuales de nuestro país. El primero es si el legislador puede convertir directamente en funcionarios a colectivos de trabajadores con vínculo laboral. Es decir, si cabe una «funcionarización» ope legis, posibilidad que sin duda tentaría a bastantes grupos de empleados, aunque a priori parece menos apetecible para las administraciones públicas. El segundo es si, a imagen de lo acordado en Suecia y en Italia, el legislador puede laboralizar o contractualizar, ya sea con carácter general, ya sea para determinados colectivos de funcionarios, el vínculo que les une a la Administración, operación ésta que sin duda encontraría serias resistencias sindicales y corporativas (por lo que no se ve su viabilidad a corto plazo), pero que seguramente tienta a algunos gobernantes gestores públicos.

La primera cuestión debe resolverse atendiendo a los principios de igualdad, mérito y capacidad, estrictamente. Si los contratados laborales ingresaron en el servicio sin garantías de cumplimiento de tales principios constitucionales o, al menos, sin garantías sustancialmente equiparables a las exigidas para el ingreso de los funcionarios de similar categoría, la funcionarización por decisión del legislador no sería constitucionalmente posible, pues siempre sería necesario superar alguna prueba selectiva de equivalencia.46 Por el contrario, integrar en un mismo colectivo a funcionarios y laborales que han superado procesos de selección equiparables cosa que empieza a producirse y aún podría producirse más en el futuro no plantea ningún problema constitucional.

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El segundo problema es más complejo. No es, en principio, imposible la laboralización del vínculo de grupos y empleados que hoy tienen estatuto funcionarial. Por supuesto, no es imposible que esa novación y la naturaleza jurídica de su relación de empleo se produzca por voluntad de los interesados, en su caso incentivada. Desde mi punto de vista, tampoco es imposible que se decida imperativamente por el legislador, salvo para colectivos determinados, pero con ciertas condiciones.

En principio es constitucionalmente posible esa decisión porque no creo que la Constitución reconozca un derecho adquirido a quienes son funcionarios de seguir siéndolo de por vida. El propio Tribunal Constitucional ha rechazado expresamente que la Constitución ampare la teoría de los derechos adquiridos, ni con carácter general,47 ni más específicamente en el caso de las relaciones estatutarias.48 Por su propia esencia, este tipo de relación excluye cualquier derecho adquirido a su inmodificabilidad y así se puso de relieve en el caso de la anticipación de !a edad de jubilación. Ahora bien, si el funcionario no puede oponer un derecho adquirido frente al legislador para mantener la duración de su relación de servicio, mal podrá oponer un derecho adquirido a una decisión que no restringe temporalmente ni permite poner fin a la relación, sino que sólo modifica su naturaleza jurídica.

Pensemos no ya en operaciones de laboralización general según el ejemplo sueco o italiano en realidad, tales operaciones sólo tienen justificación en circunstancias especiales de crisis del sistema, ya sea por su impacto sobre el déficit público (caso de Suecia) o por su desprestigio general (caso de Italia) y con el apoyo o al menos la pasividad de sindicatos y asociaciones profesionales, sino en supuestos mucho más verosímiles de privatización de la forma de gestión de algunos servicios públicos (sanitarios, educativos...), que pueda hacer conveniente la laboralización de una parte del empleo público ya consolidado. ¿Sería constitucionalmente imposible que los empleados de la sanidad pública o de algunos servicios económicos pasaran a tener un vínculo contractual si los entes para los que trabajan se transformaran en sociedades mercantiles o en entidades públicas empresariales? ?No sería ese cambio lo lógico, cuando la legislación general no contempla la presencia de funcionarios en servicio activo en las sociedades mercantiles y cuando determina que la relación de empleo ordinario de las entidades empresariales es la laboral? Incluso si se considera que el artículo 103.3 de la Constitución contiene un principio de preferencia por el régimen estatutario, es difícil deducir de él un impedimento absoluto para ese tipo de reformas legales, ya que está claro que la Constitución no impide la existencia de relaciones laborales en el ámbito público y normalmente se admite la prevalencia del vínculo laboral en aquellas entidades o ramas de la Administración que realizan actividades empresariales. Tampoco estoy propugnando que la única solución jurídicamente viable para los procesos de privatización de la forma jurídica de actuación administrativa sea ésta, pues siempre se puede mantener el vínculo estatutario y asignar o destinar funcionarios a las entidades empresariales.49 Pero aquí se trata de explicar lo que es y no es constitucionalmente posible.

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De todas formas, a mi modo de ver, cualquier hipotético proceso de laboralización de vínculos estatutarios ya establecidos debería respetar las exigencias y peculiaridades mínimas del empleo público, derivadas del artículo 103-3 de la Constitución; esto es, la garantía del acceso (y la promoción) conforme a los principios de igualdad, mérito y capacidad, la garantía de la imparcialidad y el resto de las peculiaridades a que nos estamos refiriendo.

Más aún, la pérdida forzosa del vínculo estatutario afecta a la seguridad jurídica y puede suponer una quiebra de la confianza legítima del funcionario en el mantenimiento de los rasgos esenciales de su relación de empleo, en particular del carácter vitalicio de la misma. Estos efectos no impiden el cambio de relación que sería tanto como petrificar el ordenamiento jurídico, pero merecen ser considerados y ponderados, de manera que la laboralización se acompañe de garantías y compensaciones suficientes, sobre todo desde el punto de vista de la consolidación de la estabilidad en el empleo. Así ha ocurrido en otros países. En Italia, donde la privatización general permite una mayor movilidad forzosa de los empleados públicos y, en último extremo, ante situaciones de manifiesto exceso de personal, una especie de excedencia forzosa temporal (messa in dísponibilita), pero no el despido;50 en Alemania, donde la privatización de algunos servicios (correos y telecomunicaciones, control aéreo, ferrocarriles) se ha hecho consolidando el empleo existente;51 inclusive en Suecia, donde Administración y sindicatos acordaron las fórmulas de protección de los funcionarios despedidos a causa de las reestructuraciones administrativas, entre ellas, compensaciones económicas e importantes ayudas para la recolocación.52

D) Las peculiaridades en el ejercicio de los derechos sindicales

El artículo 103.3 ordena expresamente a la ley regular «las peculiaridades del ejercicio de su derecho [de los funcionarios públicos] a sindicación». A las mismas «peculiaridades» se refiere el art. 28.1, que además permite que se limite o se excluya por ley el ejercicio del derecho a sindicarse libremente a las fuerzas e institutos armados y a los demás cuerpos sometidos a disciplina militar. También el art. 127.1 prohibe a jueces, magistrados y fiscales, mientras estén en activo, pertenecer a sindicatos, sin perjuicio de su propio sistema de asociación profesional. Dejando de lado todas estas exclusiones o limitaciones posibles, que afectan a grupos de funcionarios muy caracterizados, lo que nos interesa ahora es abundar en las reiteradas «peculiaridades» que afectan al resto de los funcionarios.

La fórmula constitucional es concluyeme en el sentido de que algún tipo de peculiaridad debe existir y este es uno de los rasgos que configuran la imagen constitucional de la función pública. Lo que la Constitución no dice es cuáles deben ser esas peculiaridades, hasta dónde se extienden y qué aspectos del contenido del derecho a sindicarse o de los «derechos sindicales» en sentido amplio cubren. Estas preguntas reciben su respuesta más bien de la historia, que ha venido observandoPage 30en los países democráticos una evolución favorable a extender a los funcionarios buena parte de los derechos sindicales reconocidos al resto de los trabajadores. Eso quiere decir que las célebres «peculiaridades» tienden a reducirse. Y así se deduce también de un análisis de los artículos 28 y 103 en el contexto constitucional y a la luz de las circunstancias de nuestro tiempo. Ese contexto debe tener en cuenta la vis expansiva o el «carácter preferente» de los derechos fundamentales53 que obliga a considerar que el funcionario es, antes que eso, ciudadano y trabajador y que participa del status civitatis común, que sólo puede ser alterado o limitado en su perjuicio por razones justificadas de interés público, que respondan a la protección de bienes constitucionalmente tutelables, y siempre con la debida proporcionalidad en las restricciones al ejercicio de los derechos. Lejos queda ya la consideración del funcionario como un servidor disminuido en sus derechos ante la Administración, en virtud de una típica relación de sujeción especial54 De otra parte, el contexto, entre otras cosas por aplicación de lo dispuesto en el artículo 10.2 de la Constitución, obliga a tener en cuenta los acuerdos internacionales ratificados por España y, muy en concreto por lo que aquí interesa, el Convenio 151 y la Recomendación 159 de la OIT, de 27 de junio de 1978.

Así, pocas por no decir ninguna peculiaridad existe en ai ámbito funcionaríal (salvo las excepciones ya comentadas) en lo que se refiere al derecho de sindicación stricto sensu, es decir, a crear sindicatos, a afiliarse al de su elección (y a no afiliarse y separarse), a elegir libremente a los representantes sindicales (salvo el sistema de representación del personal), a la libertad sindical, a fundar o afiliarse a federaciones, confederaciones y organizaciones internacionales.55 Tampoco hay, en principio, peculiaridades jurídicas sensibles en nuestro derecho (a diferencia de otros) por lo que se refiere al ejercicio del derecho de huelga, si bien en todo caso hay que respetar el límite del «mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad» y es lógico que ese límite tenga mayor alcance en el caso de los servicios públicos, no porque sean públicos, sino por el carácter esencial de muchos de ellos.56

En realidad, las «peculiaridades» se restringen al derecho a la negociación colectiva. Pero hay que decir que, en esta materia, son peculiaridades que no sólo encuentran una justificación objetiva, sino que difícilmente pueden reducirse al esquema del derecho laboral. Para empezar, según el Tribunal Constitucional (STC 57/3982) y a diferencia de los otros derechos sindicales mencionados, la Constitución no reconoce el derecho a la negociación colectiva de los funcionarios, de manera que se trata de un derecho de configuración legal. A mi modo de ver,Page 31nada se opone tampoco en la Constitución a. que se establezca legalmente una suerte de derecho a la negociación colectiva de los funcionarios a través de su representación sindical, para la determinación de sus condiciones de trabajo,57 Pero ese derecho no puede tener exactamente el mismo contenido que en las relaciones laborales privadas, pues hay vinculaciones constitucionales que lo impiden.

Una de ellas es la reserva de ley existente sobre aspectos esenciales del régimen de la función pública en el artículo 103.3 (entre otros), que constituye un límite a la «autonomía colectiva» de las partes. Podría objetarse a este respecto que también en el ámbito jurídico laboral hay reservas de ley (por ejemplo, en lo que se refiere a la regulación de los mismos derechos colectivos) y hay un Estatuto de los trabajadores, aprobado por ley y otra legislación complementaria, por lo que no todo es negociable. En consecuencia, las diferencias entre el derecho del trabajo y el derecho administrativo en este punto serían cuantitativas o de grado, más que de esencia, pues el ámbito reservado a la ley es más amplio en el régimen de la función pública.

Esta percepción no es enteramente correcta, sobre todo si se considera que los aspectos retributivos, que tan nucleares son en el marco de la negociación, quedan al margen de la autonomía colectiva en el ámbito público, ya que corresponde al poder legislativo aprobar los gastos de personal, tanto en el Estado (art. 134.2 de la Constitución) como en las comunidades autónomas, pudiendo las leyes estatales de presupuestos generales establecer límites a los aumentos retributivos del personal aplicables en todas las administraciones públicas, incluidas las locales (STC 63/1986, 96/1990, 237/1992, 385/1993, 171/1996 y 103/1997).58 Pero no sólo eso. A mi modo de ver, no es exacto hablar de «autonomía colectiva», cuando una de las partes es la Administración pública, a la que no puede aplicarse esa propiedad o condición.

En efecto, la Administración es, por imperativo constitucional, una organización institucionalmente vinculada al servicio objetivo de los intereses generales (art. 103-1 de la Constitución), cuyo estatuto jurídico es por ello muy distinto del de un empresario privado. La Administración no tiene la «autonomía» que se presume del empresario en el derecho del trabajo, entendida como manifestación de su libre voluntad en el seno de la ley. Eso no quiere decir que la Administración sea como un autómata aplicador de la ley, pues no hace falta decir que tiene un gran margen de discrecionalidad en muchos casos. En ese ámbito de lo discrecional, la Administración puede llegar a acuerdos con los interesados, que faciliten la gestión de ios intereses públicos. Así es en general (contratos administrativos, terminación convencional de los procedimientos administrativos) y así es y puede ser también en el ámbito de las relaciones de empleo, inclusive de naturaleza estatutaria o funcionarial. Pero la Administración no es libre de pactar a su antojo, pues cualquierPage 32acuerdo debe estar justificado desde la perspectiva de los intereses públicos. Este es un límite de principio al alcance y a la misma naturaleza jurídica de la negociación colectiva en el empleo público que, aunque limitativo de los derechos sindicales, es necesario reconocer por imperativo constitucional.

En consecuencia, la negociación colectiva de los funcionarios públicos no puede equipararse por entero a la que se lleva a cabo en el sector privado y así sucede incluso en los ordenamientos que más han avanzado en la «privatización» o la laboralización del régimen del empleo público.59 De hecho, en muchas materias, las afectadas por reserva de ley, incluida la determinación de las retribuciones, más que de una verdadera negociación lo que existe (y puede existir) es una prenegociación o un procedimiento negociado, que no puede menoscabar la «soberanía» decisoria del Parlamento. Y en otras, la Administración no puede pactar con los sindicatos «lo que quiera» o le parezca bien a sus negociadores al margen de cualquier otra consideración, pues corre el riesgo de incurrir en desviación de poder. De ahí las inevitables «peculiaridades» de la negociación colectiva de los funcionarios.

Por supuesto, dicho lo anterior hay que recalcar que, con las necesarias peculiaridades, ese derecho puede ser reconocido legalmente a los funcionarios, como a los demás trabajadores. Que la Constitución no lo exija no quiere decir que lo impida y, una vez que se ha reconocido legalmente, parece muy difícil dar marcha atrás, aunque sería conveniente perfilar con mayor rigor el régimen de la negociación colectiva, ya que la regulación actual de la Ley 9/1987, modificada por la Ley 7/1990, deja mucho que desear, contiene defectos técnicos importantes y, paradójicamente, contribuye a hacer poco operativa la negociación.

E) Las garantios de la imparcialidad

Por último y por ceñirnos a lo dispuesto en el artículo 103.3, sin entrar en otras cuestiones de detalle,60 es una exigencia constitucional que el legislador garantice la imparcialidad de los funcionarios públicos. Es más, puede decirse que todas las peculiaridades del régimen de la función pública, en cualquier sistema democrático, se reconducen sobre todo a dos preocupaciones básicas, la garantía del principio de mérito y capacidad y la garantía de la imparcialidad, pues el régimen del empleo público puede compartir y comparte con el de derecho laboral la dialéctica entre los derechos de los empleados y la preocupación por la eficacia de la «empresa», con sus consecuencias en el plano de la disciplina y la jerarquía. En el derecho de la función pública siempre hay un plus, consistente en asegurar la igualdad de oportunidades (mérito y capacidad) y la imparcialidad del funcionario.

Lo que ocurre es que el principio de imparcialidad tiene un ámbito y un contenido difícil de determinar a priori y por eso sus consecuencias no están del todoPage 33claras. La imparcialidad supone que el funcionario, en el ejercicio de sus funciones, debe quedar protegido frente a cualquier injerencia extraña, frente a cualquier condicionante o influencia que le pueda desviar de su única misión, la prestación del servicio que tiene encomendado con absoluta objetividad, al servicio de los ciudadanos. La imparcialidad un bien jurídico, por cierto, tan delicado y difícil de preservar debe rodearse de garantías jurídicas. Frente al Gobierno de turno y el partido político que lo apoye dicho sea sin perjuicio de la lealtad institucional que todo empleado público debe al Gobierno y de sus deberes de obediencia jerárquica, frente a las presiones de la oposición, frente a terceros y frente a los propios intereses personales del empleado público.

Algunas consecuencias del principio de imparcialidad son evidentes. Una de ellas es el régimen de incompatibilidades, al que se refiere expresamente también el artículo 103.3 de la Constitución. Su regulación legal necesariamente debe proteger de manera adecuada la imparcialidad del empleado público, ello sin perjuicio de que pueda perseguir cumulativamente otras finalidades lícitas, como aumentar la dedicación al servicio público o repartir el empleo público existente, mediante la regla general de dedicación exclusiva a un sólo puesto de trabajo.61 Por cierto cabe recordar aquí, el régimen de incompatibilidades es aplicable, según la legislación vigente, a todos los empleados públicos, con independencia de la naturaleza del vínculo jurídico, estatutario o laboral, que les une a la Administración. La constitucionalidad de esta opción, por lo demás perfectamente lógica y adecuada a la finalidad que se persigue, ha sido ratificada por el Tribunal Constitucional (STC 179/1989, de 2 de noviembre). Eso quiere decir, cuando menos, que la garantía de la imparcialidad también alcanza a los empleados públicos con contrato laboral y ratifica, a juicio de quien suscribe, que lo decisivo, constitucionalmente hablando, no es e! tipo de vínculo jurídico que une al empleado con la Administración, sino el contenido de la relación jurídica que se entabla y su correspondencia con los valores y principios constitucionales que se deben salvaguardar.

En otro orden de cosas, la garantía de la imparcialidad se traduce en la Tipificación de algunos ilícitos penales (cohecho, tráfico de influencias, negociaciones y actividades prohibidas a los funcionarios públicos...) y disciplinarios. Se debe traducir en el derecho de los empleados públicos a recibir protección (física, jurídica o de cualquier otro orden) frente a terceros en el ejercicio de sus funciones.. Debe exigir igualmente, con el rigor necesario y aquí hay mucho por hacer todavía la separación entre Gobierno y Administración y la limitación de los puestos que se cubren por el sistema de confianza política (altos cargos o directivos, personal eventual y, sobre todo, puestos de libre designación).

Pero quizá el aspecto más significativo es el que se liga a las reglas sobre inamovilidad y movilidad de los empleados públicos, aspecto en el que es necesario conciliar las garantías del principio de imparcialidad con las exigencias del principio de eficacia administrativa, que tiene igual rango constitucional.

No cabe duda de que la inamovilidad es una garantía de la imparcialidad, específicamente oponible frente a los órganos de gobierno y a las influencias parti-Page 34darías. Esta garantía opera como un límite esencial del «Estado de partidos», imprescindible para su correcto funcionamiento, pues como señalaba el artículo 130.1 de la Constitución de Weimar, «los funcionarios son servidores de la totalidad y no de un partido».62 Por eso, la propia Constitución introduce expresamente la mención a la ínamovilidad allí donde quiere reforzar extraordinariamente las garantías de imparcialidad mejor dicho, de la independencia de funcionarios cualificados, como son los jueces y magistrados integrantes del poder judicial (art. 117.1).

Ahora bien, por inamovilidad se pueden entender varias cosas. Una de ellas es la estabilidad de los funcionarios en el empleo, en su condición de tales. Este es el sentido mas fuerte del término inamovilidad y el más directamente vinculado a la imparcialidad de los empleados públicos, como garantía de la misma. La falta de estabilidad, es decir, la provisionalidad o precariedad del vínculo profesional no garantizaría la imparcialidad del funcionario. Significaría tanto como un retorno al viejo sistema de cesantías y facilitaría la reintroducción del spoils system en nuestra función pública, ya de por sí afectada defacto por las constantes influencias clientelares. Por eso, hay que entender que la ley debe garantizar, como regla general, la inamovilidad del funcionario en su condición de tal, restringiendo el reclutamiento de personal eventual e interino a aquellos casos en que exista una justificación suficiente y razonable y estableciendo las garantías precisas para evitar que las situaciones de interinidad se extiendan inmoderadamente y se prolonguen indefinidamente. Esta es una exigencia constitucional evidente. A mi modo de ver, sin embargo, la misma garantía debe establecerse cuando se trata de empleados con vínculo laboral o contractual, pues también de ellos debe ser exigible que realicen sus funciones con objetividad, de manera que la contratación temporal de empleados públicos debe ser una medida excepcional y estrictamente justificada por referencia a necesidades objetivas. La consecuencia es, pues, e! empleo estable e indefinido como regla.

Pero esa consecuencia tampoco tiene por qué equivaler al mantenimiento vitalicio de la condición de funcionario o empleado público, cuando existan causas razonables que permitan excluir ese efecto. La primera de ellas, por supuesto, la sanción disciplinaría de separación del servicio (o el despido disciplinario) que, en aplicación del principio de proporcionalidad, debe estar reservada a las faltas muy graves. Pero puede haber otras causas objetivas, ligadas a la evolución histórica y a las necesidades de la Administración que puedan justificar la disolución de la relación de empleo público, inclusive funcionarial. Al igual que han justificado en el pasado, por ejemplo, la anticipación de la edad de jubilación, sin que pudiera oponerse a esa decisión del legislador ningún derecho adquirido ni los preceptos constitucionales que ordenan el régimen de la función pública, no es imposible constitucionalmente que, mediando razones objetivas suficientes y contrastadas y esto es lo decisivo, entiéndase bien, el legislador pudiera prever o acordar la rescisión definitiva del vínculo funcionarial, o bien, como ya prevé la legislación vigente, situar a funcionarios «sobrantes» en una situación de excedencia forzosa cuyos efectos pudieran ser similares a los de una regulación de empleo enPage 35el ámbito laboral,63 todo ello con sujeción al principio de proporcionalidad. La inamovilidad en la condición de funcionario puede tener sus límites, siempre que se trate de límites justificados y razonables y que no se permita cuestionar a través de ellos la imparcialidad del funcionario, que es el valor constitucional a salvaguardar. La inamovílidad no es, constitucionalmente hablando, un fin en sí misma.

Desde otro punto de vista, se puede referir también el concepto de inamovilidad a la garantía del desempeño de un puesto de trabajo, frente a la eventual remoción o cambio de destino. También es éste, sin duda, el sentido que da la Constitución al carácter inamovible de los jueces y magistrados, pues en este caso la inamovilidad en el puesto está ligado al derecho al «juez natural» o juez ordinario predeterminado por la ley (art. 24.2), en garantía de la absoluta imparcialidad en la impartición de la justicia.

Puede entenderse que, por la naturaleza de las funciones que realizan, algunos funcionarios deben gozar de garantías de inamovilidad semejantes, para evitar interferencias espurias y desviaciones interesadas en la tramitación y resolución de expedientes. Este y no otro es el valor constitucional del «derecho al cargo», que tantas veces se confunde con pretensiones meramente subjetivas cercanas a una concepción «patrimonialista» de los cargos públicos o a reminiscencias corporativas. Lo que importa es garantizar la imparcialidad del funcionario y no su ocupación indefinida de un puesto de trabajo.

Por eso, la garantía de la imparcialidad del funcionario no es incompatible con la previsión legal de fórmulas de movilidad funcional o geográfica que tengan una justificación objetiva, razonable y proporcionada a las necesidades del servicio, que es tanto como decir fundada en la eficacia de la Administración. El legislador tiene también en este ámbito un gran margen de libertad para regular los casos y procedimientos de movilidad, siempre que observe tales condiciones. De todas formas, el problema fundamental es establecer las garantías adecuadas frente a eventuales desviaciones de poder y reglas que pueden ser diferentes según los colectivos de funcionarios afectados que aseguren la necesaria imparcialidad.

De ahí que pueda parecer sorprendente que algunas de las nuevas «autoridades independientes», creadas precisamente para garantizar una mayor imparcialidad y alejamiento de los intereses de partido en la gestión de ciertas actividades de regulación o de control, recluten su personal, según la ley, en régimen laboral. Ello no obstante, la condición de contratado laboral (con contrato indefinido) no es en sí misma contraria a la imparcialidad y no está claro ni mucho menos que, como algunos prejuzgan, la imparcialidad se asegure siempre en mejor medida mediante el régimen estatutario. Quizá esto fue así en otras épocas, cuando el derecho del trabajo no proporcionaba los derechos que hoy garantiza a los empleados con contrato indefinido y cuando el régimen estatutario tenía un contenido parcialmente distinto al de hoy en día. Pero, en cualquier caso, es necesario reforzar esas garantíasPage 36legales, tanto más para el ejercicio de aquellas funciones que más sensibles son a las espurias influencias gubernativas o de terceros.

La cuestión más preocupante en nuestra realidad administrativa es, sin embargo, la extensión que está abarcando la provisión de puestos de trabajo por el sistema de libre designación, que implica a su vez la ubre remoción del funcionario o empleado de su puesto de trabajo. Incluso hay que preguntarse si la indefinición legal de estos supuestos sería o no conforme a la Constitución, a la luz de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre el alcance de la reserva de ley en materia de función pública. En la medida en que la libre designación puede afectar a las garantías de la imparcialidad del funcionario en el ejercicio de sus funciones, parece necesario que el legislador acote, por referencia a supuestostipo o circunstancias en que así esté justificado, las posibilidades de provisión de puestos de trabajo por libre designación, para cumplir las exigencias del artículo 103.3 de la Constitución.

De todas formas, alguna jurisprudencia reciente (STC 17/1996, de 7 de febrero, y 202/1997, de 25 de noviembre) viene recalcando que el nombramiento por libre designación «no permite a la Administración una omnímoda libertad para su remoción, si bien ésta se produzca con carácter discrecional, lo que exige una adecuada motivación que exteriorice las causas objetivas del cese en el puesto de trabajo».

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[1] Por utilizar la terminología que ha empezado a asentarse en la Unión Europea. Véase a! respecto la Comunicación de la Comisión de las Comunidades Europeas, de 11 de septiembre de 1996 (COM, 96, 443), intitulada Los servicios de interés general en Europa (DOCE de 26 de septiembre de 1996).

[2] Acuerdo Administración-sindicatos para el período 1995-1997 sobre condiciones de trabajo en la función pública, de 15 de septiembre de 1994 (BOE de 20 de septiembre de 1994).

[3] Así, en las leyes de presupuestos para 1997 y 1998 se ha establecido que el número de plazas de nuevo ingreso a convocar debe ser inferior al 25 por 100 de la rasa de reposición de efectivos, salvo excepciones, en todas las administraciones públicas.

[4] Véase el art. 55 de la LOFAGE, según el cual el régimen normal del personal de las entidades públicas empresariales es el laboral, aunque se admira excepcionalmente personal funcionario en estas entidades.

[5] Véanse las leyes 24/1988, de 28 de julio, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores; 5/1992, de 29 de octubre, de la Agencia de Protección de Datos; el Real decreto-ley 6/1996, de 7 de junio, y la Ley 12/1997, de 24 de abril, sobre la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones.

[6] Véase la Ley 13/1996, de 30 de diciembre (art. 161), y el Real decreto 613/1997, de 25 de abril, que aprueba e! Estatuto del GIF (art. 33 y ss.).

[7] Conviene destacar que este proceso se mantiene con independencia del cambio de gobierno que se ha producido en 1996, lo que da idea de que es una tendencia sostenida y no coyuntural o ideológica. Téngase en cuenra también que algunas modificaciones recientes de las leyes de función pública amplían los supuestos en que se permite la contratación laboral de empleados públicos. Así, la Ley 42/1994, de 30 de diciembre, de presupuestos generales para 1995, que incluye en el art. 15.1-f de la Ley de medidas para la reforma de la función pública nada menos que «los puestos con funciones auxiliares de carácter instrumental y apoyo administrativo».

[8] Sobre esta actitud sindical ante la función pública, es muy ilustrativa la crítica que desliza J. Mauri i Majos en su excelente trabajo «Problemas de la representación sindical y la negociación colectiva en la función pública: convergencias y divergencias con el empleo privado», publicado en el núm. 241-242 de Documentación Administrativa (1995).

[9] Aparte de los datos legislativos expuestos, el autor de estas páginas carece, no obstante, de datos sociológicos precisos sobre la evolución del empleo público en los últimos dos años, datos que probablemente confirmarán la tendencia apuntada.

[10] Por constirucionalmente exigibles entendemos los procesos de funcionarización que derivan de la ejecución de la STC 99/1987 que llevó a cabo la Ley 23/1988, de 2 de julio, al reformar el art. 15 de la Ley de medidas para la reforma de la función pública. No obstante, en algunas administraciones el proceso de funcionarización de personal laboral ha ido más allá, sobre todo en las administraciones locales, que suele ser el eslabón mis receptivo a las demandas (o presiones, según se mire) de los sindicatos.

[11] A este respecto es interesante el trabajo de R A. Castillo Blanco, «Las problemáticas fronteras entre el derecho laboral y el derecho administrativo: a propósito de los contratos temporales en el sector público», en REDA, núm, 86, 1995-

[12] Sobre el actual modelo sueco, muy desconocido en nuestro país, véase L. Gusrafsson, «Participación y racionalización en el área de recursos humanos: reforma de la gestión y el empleo público en Suecia», en Gestión y Análisis de Políticas Públicas, núm. 2, 1995.

[13] En cuanto a la reforma italiana de 1993, me remito a mi rrabajo «Sobre la reforma administrativa italiana del período de transición, con especial referencia a la organización administrativa y al empleo público», RA.P, núm. 134, 1994; véase también M. Martínez Bargueño, «La reforma de la relación de empleo público en Italia», Gestión y Análisis de Políticas Públicas, núm. 2, 1995. Últimamente, A, Corpaci, «Reformas en la laboralización de la relación de empleo público en Italia: aspectos constitucionales y referencia a la normativa más reciente", en Documentación Administrativa, núm. 243, 1995.

[14] No obstante, hay que decir que en Francia, junto al régimen funcionarial preferente, las administraciones también reclutan parte de su personal mediante contratos laborales o privados y existe una extensa gama de agents non titulaires (auxiliares, interinos, empleados temporales, contratados administrativos) que no tienen la consideración de funcionarios.

[15] Véase el reciente trabajo de M. Barigalupo Sagesse, «Reducción y laboralizacíón de la función pública alemana en el marco del proceso de privatización de los servicios públicos en los años noventa (en particular la privatización del control aéreo, los ferrocarriles, el correo y las telecomunicaciones)», en Documentación Administrativa, núm. 243, 1995.

[16] Véase S. Richards, «La función pública en Gran Bretaña a partir de 1979. Cambios en la gestión de las personas», en Política y Sociedad, núm. 13, 1993. En general, para el estudio comparado de la función pública en Europa (y otros estados occidentales), J. Ziller, Administrations compartes, París, 1993, y D. C. Rowat, Public Administrarían in Developed Democracies, Nueva York, 1988. En nuestra bibliografía reciente, un resumido análisis comparado puede verse en M. Villoría Mendieta y E. del Pino Matute, Manual de gestión de recursos humanos en las administraciones públicas, Madrid, 1997-

[17] Buena prueba son tos dos últimos volúmenes que Documentación Administrativa ha dedicado al tema, el núm. 241-242, titulado Sobre la renovación del sistema de mérito y la instituáonalización de una función pública directiva en España, dirigido por J. Prats y M. Férez, y el núm. 243, intitulado Función pública y laboralización y dirigido por J. L. Pinar Mañas. Además, la elaboración y difusión de los primeros borradores de un anteproyecto de estatuto básico de la función pública ha generado una polémica más amplia en círculos académicos, políticos, sindicales y periodísticos.

[18] Me refiero sobre todo a mi Derecho de la junción pública, 2' ed., Madrid, 1997, a cuyas páginai me he de remitir forzosamente para detalles que no es posible exponer en estas más breves.

[19] En esce sentido J. R. Parada Vázquez, Derecho administrativo, //, 11ª ed., Madrid, 1997. También participa de esta concepción (incluso de una manera más dogmática y muy poco realista) [. Martínez de Pisón, Régimen jurídico de la junción pública y derecho al cargo, Madrid, 1995.

[20] En concreto, en el artículo 15 de la Ley de medidas para la reforma de la función pública, tal como quedó redactado en virtud de la Ley 23/1988, de 2 de julio. Aunque ese precepto no tiene carácter básico, las leyes de función pública de las comunidades autónomas reiteran su contenido, con ninguna o muy pocas variantes.

[21] El último texto del borrador de Anteproyecto de estatuto básico de la función pública que conozco al redactar estas líneas y que lleva fecha de 21 de enero de 1998 recoge prácticamente el listado del actual art. 15.1.b de la Ley de medidas, sin mencionar siquiera entre los supuestos de posible laboralización «los puestos con funciones auxiliares de carácter instrumental y apoyo administrativo», que introdujo la Ley 42/1994. Ahora bien, ese texto del borrador de Anteproyecto introduce una cláusula general de gran ambigüedad, que permite contratar en régimen laboral el desempeño de las actividades que «excepcionalmente se establezcan en una norma con rango de ley, en función de las peculiaridades de los servicios que hayan de prestarse)). Esta cláusula avala la argumentación que aquí se sostiene en las líneas siguientes del texto principal.

[22] Véase J. Prats i Cátala, «Los fundamentos institucionales del sistema de mérito: la obligada distinción entre función pública y empleo público», en Documentación Administrativa, núm. 241-242, cit. La tesis, por lo demás, no es novedosa, como el propio J. Prats señala. Ni en el derecho comparado, pues, además del precedente alemán, fue sostenida hace algunos años para Italia por M. S. Giannini en su famoso Informe sobre la Administración pública de 1979, ni en la doctrina española, ya que ha sido aceptada con matices por Garrido Falla y Entrena Cuesta (véase J. Prats, op. cit, p. 44).

[23] Sobre este aspecto me remito a lo expuesto en mi Derecho de la función pública, cit., p. 122 y ss., donde se recoge la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas sobre el particular. Pero, en realidad, esa jurisprudencia no prejuzga en absoluto la solución que haya de darse al problema de la naturaleza jurídica de la relación de empleo público en los estados miembros de la Unión, tal como ha quedado dicho con anterioridad.

[24] Recordemos que el articulo 92.2 de la LBRL considera «funciones públicas, cuyo cumplimiento queda reservado exclusivamente a personal sujeto al Estatuto funcionaría!, las que impliquen ejercicio de autoridad, las de fe pública y asesoramiento legal preceptivo, las de control y fiscalización interna de la gestión económico-financiera y presupuestaría, las de contabilidad y tesorería y, en general, aquellas que, en desarrollo de la presente Ley, se reserven a los funcionarios para la mejor garantía de la objetividad, imparcialidad e independencia en el ejercicio de la función».

[25] Sobre ello, P. A. Martín Pérez, «La función pública local y sus problemas actuales», Actualidad Administrativa, núm. 40, 1994, No obstante, en los últimos años es la Administración local la que está sintiendo quiza la mayor presión cíe los sindicatos en favor de la funcionarización de contratados laborales.

[26] Sobre el particular, últimamente M. Bacigalupo, op cit., p. 300 y ss.

[27] En este sentido, la opinión del propio J. Prats, op. cit. De la misma tesis suele participar la doctrina laboralista que se ocupa de esos temas. Por todos, T. Sala Franco, incidencia de la legislación laboral en el marco de la función pública, Madrid, 1989.

[28] Recuérdese que el artículo 19-1 dé la Ley de medidas para la reforma de la función pública aplica los principios de mérito y capacidad y la exigencia de convocatoria pública para la selección tanto del personal funcionario como laboral. El Reglamento general de ingreso, aprobado por el Real decreto 364/1995, de 10 de marzo, acentuó la tendencia a la equiparación del régimen de selección de uno y otro tipo de personal, aunque en la práctica subsisten notorias diferencias en algunas administraciones.

[29] El artículo 55-2 de la LOFAGE aplica a la selección del personal laboral de estas entidades, de manera expresa, la exigencia de «convocatoria pública basada en los principios de igualdad, mérito y capacidad».

[30] Véase Villoría Mendieta y del Pino Matute, op. cit., p. 62. Para Suecia, Gustafsson, op. et loc. cit.

[31] Véanse las referencias bibliográficas citadas en la nota 13.

[32] Así, en el caso de Italia, según el art. 2 de la Ley 421 de 1992, quedaron excluidos de la negociación colectiva como forma de regulación de las relaciones de servicio y, en consecuencia, reservados a las normas legales y reglamentarias y actos administrativos los aspectos relativos a la responsabilidad del empleado público, la organización del servicio, incluido el horario de trabajo y los procedimientos de movilidad, la forma de atribución de la titularidad de los órganos, la selección del personal y los concursos internos de promoción, la determinación de plantillas y puestos de trabajo, la garantía de la libertad de cátedra y de la autonomía profesional en el desempeño de las funciones didácticas, científicas y de investigación y el régimen de incompatibilidades.

[33] Derecha de la junción pública, cit., p. 63 y ss., entre otros escritos.

[34] Así, el régimen de incompatibilidades, el de la Seguridad Social (excepto para los funcionarios de la Administración del Estado), la regulación del derecho de sindicación (salvo el sistema de representación del personal) y huelga, planes de empleo, oferta de empleo público, legislación sobre riesgos laborales, etc.

[35] Tal es el caso de la selección de personal, de la regulación de jornada, horarios, vacaciones y permisos, régimen de jubilación, algunas situaciones administrativas e inclusive los principios del régimen disciplinario y los límites presupuestarios de la negociación colectiva. El Anteproyecto de estatuto básico de la función pública da un paso importante en esta dirección, al establecer que el personal laboral se rige, «además de por el Estatuto de los trabajadores, sus normas de desarrollo y convenios colectivos, por los preceptos de esta Ley que así lo dispongan» y que «a través de la negociación colectiva, las condiciones de trabajo del personal laboral se acomodarán a las del personal funcionario...», de acuerdo incluso con los principios básicos señalados en el texto como propios de la función pública.

[36] Derecho de la función pública, cit,, p. 59-60.

[37] Hay en este punto, por cierto, una diferencia sensible con el sistema alemán, pues si la Ley fundamental de Bonn es mucho más estricta que nuestra Constitución en cuanto a la definición de los principios generales de la función pública y las funciones a desempeñar por funcionarios, es también una norma constitucional menos rígida en la práctica y ele más fáci! modificación. Así ha sucedido últimamente en relación con el régimen de ciertos servicios y de sus empleados (públicos), como retata M. Bacigalupo, op. n loe. eit.

[38] De nuevo en este punco he de remitirme a mi Derecho de la junción pública, p. 67 y ss.

[39] ATC 837/1985 y 880/1985, entre otros.

[40] STC 269/1994, de 3 de octubre.

[41] Últimamente, el Anteproyecto de estatura básico de la función pública reitera la aplicación a la selección de personal laboral fijo de los mismos principios y sistemas de selección aplicables a los funcionarios de carrera. No obstante, será necesario atender i la legislación de desarrollo, que deberá concretar tales principios.

[42] Por ejemplo, el artículo 33.1 de la Ley de la función pública vasca (Ley 8/1989, modificada por la Ley 16/1997) equipara la selección de interinos a la del personal laboral temporal. La misma equiparación se establece en el Anteproyecto de estatuto básico de la función pública.

[43] Véanse, entre otras, las STC 75/1983, 15/1988,47/1989, 192/1991.200/1991, 293/1993 y 365/1993.

[44] De allí, por ejemplo, la prohibición que se establece en Italia de que formen parre de las comisiones de selección de personal miembros de partidos políticos o sindicatos, prohibición que, por cierto, no existe como tal en nuestro derecho.

[45] Véase lo indicado en la nota 34.

[46] Eso es, justamente, lo que establece la disposición transitoria decimoquinta de la Ley de medidas para la reforma de la función pública, introducida por la Ley 23/1988, así como el artículo 37 de la Ley 31/1990, que reguló el llamado «turno de runcionarización». Bien es verdad que en algunos casos las pruebas establecidas para el acceso a la condición de funcionario desde el régimen laboral han sido muy poco exigentes y de ello ofrece buena muestra la Ley 1/1996, de 26 de abril, de la Comunidad Valenciana.

[47] STC 27/1981.

[48] STC 99/1987, 127/1987, 70/1988, 100/1989, etc.

[49] Así, por ejemplo, la transformación del organismo autónomo Correos y Telégrafos en una entidad pública empresarial se ha hecho manteniendo el régimen estatutario de su personal, tal como se encontraba regulado (disposición adicional undécima de la LOFAGE).

[50] Véase Martínez Bargueño, op. et loe. cit.

[51] Véase M. Bacigalupo, op. tt loe. cit.

[52] Véase L. GustaFsson, op. et loe. cit.

[53] Según reiterada jurisprudencia constitucional.

[54] De hecho, la propia teoría de las «relaciones de sujeción especial» ha sido objeto de una fuerce crítica en nuestra doctrina jurídica y se halla en franco retroceso. Véase R. García Macho, Las relaciones de especial sujeción en la Constitución española, Madrid, 1992; I. Lasagabaster Herrarte, Las relaciones de sujeción especial, Madrid, 1994. Véase también y por lo que aquí interesa la STC 61/1990, de 2 de marzo.

[55] Tal como se regulan estos derechos en la Ley orgánica de libertad sindical, que a estos efectos es de aplicación común a empleados públicos y privados, incluidos los funcionarios (salvo las consabidas excepciones constitucionales).

[56] Sobre el particular, me remico de nuevo a lo expuesto en mi Derecho de la función pública, p. 229 y ss.

[57] Y así se deduce también con toda claridad de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. Véase mi Derecho de la junción pública, p. 234 y ss. También J. Mauri i Majos, op. cit., p. 136 y ss.

[58] Por cierto que tales límites presupuestarios al aumento de retribuciones afectan también a los empleados públicos con vínculo laboral. Es más, las leyes de presupuestos generales del Estado vienen introduciendo normas que declaran expresamente la nulidad de los convenios y pactos que superen los crecimientos retributivos máximos Fijados presupuestariamente y controles para evitar ese efecto.

[59] Por ejemplo, en Italia se mantiene un régimen especial y muy complejo de negociación colectiva de los empleados públicos. Sobre ello, últimamente A. Corpaci, op. cit., p. 271 y ss.

[60] No me detengo, pues, en las peculiaridades que el régimen funcionarial o el de algunos colectivos muy determinados introduce en algunos aspectos del ejercicio de ciertos derechos fundamentales, como la libertad de expresión, el sufragio activo, el derecho de petición, etc., ni en las peculiaridades del régimen disciplinario derivadas de los artículos 24.2 y 25 de la Constitución.

[61] Esta es la llamada «incompatibilidad económica» a que se refería, como lícita, la STC 179/1989, de 2 de noviembre.

[62] Sobre ello, M. García Pclayo, El Estado de partidos, Madrid, 1986, p. 120 y ss.

[63] Me refiero al procedimiento de «reasignación de efectivos» que introdujo la Ley 22/1993, en el marco de los planes de empleo. Procedimiento, por cierto, muy matizado y moderado para resolver el problema del exceso de personal en determinados ámbitos de la función pública y que, además, no ha tenido aplicación práctica.

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