La reciprocidad indirecta y las generaciones futuras

AutorLema Añón, Carlos
CargoUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas203-226

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1. El problema de las generaciones futuras

No resulta necesario extenderse en la justificación de que hemos llegado a una situación, históricamente inédita, en que nuestros comportamientos colectivos podrían afectar muy negativamente o incluso poner en peligro las condiciones para una futura vida humana decente (y no sólo humana) sobre la tierra 1. Contamos, además, con conoci-

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mientos y evidencias científicas respecto a unos procesos cuya mención pudo sonar en su momento como injustificadamente alarmista o poco fundada -por ejemplo el cambio climático antropogénico- pero que ya nadie puede negar seriamente (otra cosa es debatir sobre su magnitud, su proximidad o sus consecuencias). Por otro lado, contamos con sensibilidad y conocimiento público -con todo aún insuficiente- respecto a estos asuntos. Pero estos conocimientos y esa conciencia poco han hecho avanzar en medidas para afrontar los problemas. Es quizá esta combinación entre una información disponible cada vez mayor y la impotencia o incluso la ausencia de interés en afrontarlos, lo que nos haya hecho convivir sin aparente problema con la posibilidad del desastre, que en todo caso se remite al futuro 2.

La ética, el menos en teoría, no debiera tener demasiados problemas para pensar el futuro. Como ha observado G. Kieffer 3, existe un estrecho vínculo entre las imágenes del futuro y la ética: en la medida en que ésta trata del dominio del deber ser, parece presuponer auto-máticamente un cuadro de futuro en contraste con el presente. De esta manera, parece que la filosofía moral debería de estar particular-mente bien pertrechada para hacer frente a la cuestión de nuestra responsabilidad con respecto al futuro y a los seres futuros. Es claro, sin embargo, que no es así. Se ha convertido en un lugar común destacar que la tradición de la filosofía, y en particular de la filosofía moral, ofrece muy escasos ejemplos de tratamiento sistemático en lo relativo a las generaciones futuras (lo que se traduce también en que ofrece escasos criterios para actuar). P. Laslett y J. Fishkin han podido sostener plausiblemente que el tópico de la justicia en el tiempo «no existió como sujeto de análisis o discusión, ni incluso como concepto, antes de los años setenta o como mucho antes de los sesenta [del siglo xx]» 4. Las razones de esta ausencia pueden deberse a diferentes factores, pero en cualquier caso son el reverso de lo que en rigor cabría intentar explicar: la emergencia contemporánea de esta preocupación. Pero lo cierto es que la tradición de la filosofía moral tiende a pensar en un contexto de contemporáneos: es una ética para contem

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poráneos en la que no se consideran los largos plazos 5. Y, en los pocos casos en los que se considera la posteridad, se tiende a confiar en un futuro que será invariablemente mejor en términos de progreso, incluyéndose en ello el progreso moral 6.

La ética para contemporáneos empieza a mostrar sus límites a partir del momento en que se pone de manifiesto la posibilidad de que algunas acciones individuales o colectivas tengan consecuencias significativas en el largo plazo, a veces de forma directa o a veces a través de mediaciones inextricables. La posibilidad de consecuencias en el largo plazo viene dada en buena medida por los avances científicotécnicos, pero más específicamente por la creciente integración social de estos avances en los procesos productivos y también en la actividad militar 7. Pero, que ante la conciencia de los problemas se perciban los límites de la ética para contemporáneos y se empiece a considerar una ética orientada hacia el futuro (más allá de un futuro cercano), no hace más que plantear el problema. Se abre paso, es cierto, la convicción de que la responsabilidad moral no puede desentenderse sin más de las consecuencias distantes de las acciones presentes. Pero aun cuando hayamos desarrollado esa conciencia, aparecen problemas muy profundos desde el punto de vista teórico. Es decir, las dificultades se hacen patentes a partir del momento en que se quiera desarrollar una teoría consistente que dé cuenta de estos problemas y que, además, sea capaz de proporcionar criterios prácticos para la acción. Natural-mente no se puede pensar que las dificultades teóricas sean la causa de la complejidad o de la gravedad de los problemas -el mundo no se mueve al hilo de los hallazgos de la filosofía jurídica, política y moral.

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Más bien ocurre al contrario, y es la complejidad de los problemas lo que pone de manifiesto la insuficiencia de nuestra forma tradicional de abordarlos y la precariedad de nuestros criterios para hacerlo. Hasta tal punto son importantes estas dificultades que incluso algunos de los pensadores contemporáneos que se han enfrentado a la cuestión, han llegado a plantearse si realmente estamos preparados teóricamente -ya no en la práctica- para abordarlas. Así, por ejemplo, J. Rawls reconocía: «Consideraremos ahora el problema de la justicia entre generaciones. No hay necesidad de subrayar las dificultades que este problema plantea. Hace sufrir a cualquier teoría ética un severo, si no imposible examen» 8.

Una de las principales dificultades viene dada por la cuestión de cómo integrar nuestros deberes respecto a las generaciones futuras 9 con los imperativos morales y de justicia para el presente. Y es que no es infrecuente señalar la simetría que existe entre la distancia en el tiempo y la distancia en el espacio. Así, H. Jonas ha señalado que el inmediatismo de la ética tradicional era tanto temporal como espacial: era una ética para el ahora, pero también para el aquí 10. El prójimo de la ética era el próximo, tanto en el espacio como en el tiempo. Dándole la vuelta, este paralelismo se puede utilizar para argumentar que de la misma manera que no podemos excluir la responsabilidad respecto a cómo inciden nuestras acciones en otras personas por el simple hecho de que están muy alejadas de nosotros en el espacio, por similares razones tampoco podemos excluirla respecto de las personas que están muy alejadas en el tiempo. En ambos casos, lo relevante es si se ven o no afectadas de forma apreciable por nuestro hacer y no su mayor o menor proximidad (o el hecho de que no percibamos intuitivamente esas conexiones) 11.

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Y es que en buena medida también es una novedad histórica la conexión material de las vidas y las acciones de personas muy alejadas en el espacio. J. R. Capella ha sugerido que existen dos circunstancias objetivas en las formas contemporáneas de vivir que modifican las condiciones en las que la ética se presenta en nuestra época: el carácter crecientemente artefactual, mediado por artefactos, de la acción humana y el carácter crecientemente socializado, compuesto, hecho a piezas, de esa misma acción 12. Para este autor, ambas circunstancias entorpecen seriamente la formación de la conciencia moral, en la medida en que dificultan la percepción de la intrincada -laberíntica- relación entre la acción individual y sus consecuencias. Pero más allá de este asunto, nuestro vivir y nuestro hacer se encuentran conectados materialmente, y en formas enmarañadas con prácticamente todos los habitantes del planeta: más allá de la comunicación de la información sobre la que se suele insistir, estamos comunicados materialmente.

En cualquier caso, el prójimo en sentido ético, el otro, ya no viene determinado por su proximidad espacial o temporal, pues desaparece la certeza de que nuestras acciones sólo pueden afectar de forma relevante a los que tenemos más cerca 13. Esa certeza no desaparece por una modificación de las bases de la ética sino, como se ha dicho, por una modificación de las bases materiales del hacer humano que, en lo que aquí interesa, expande el campo de consecuencias espacial y temporalmente. No se modifica la noción de la responsabilidad moral respecto a las consecuencias previsibles de la acción; lo que se modifica es la presuposición -que ya no resulta plausible- de que esas conse

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cuencias se circunscribían al ámbito de la inmediatez. Es cierto que una vez que las cadenas causales se hacen más intrincadas es más complicado seguirlas y que hace falta desplegar un esfuerzo cognoscitivo acaso especializado, y quizá alejado del puro sentido común en que se podía confiar para alimentar la ética. Pero no es menos cierto que por muy intrincadas que sean las vías, sabemos que podemos afectar de muchas maneras a las generaciones futuras. La base de la responsabilidad reside ahí 14.

2. Las dificultades de la reciprocidad intergeneracional

Pero haber encontrado algunas razones para justificar la responsabilidad hacia las generaciones futuras, no implica necesariamente que ésta se pueda basar en una relación de reciprocidad. Una relación de responsabilidad no es -necesariamente- una relación de carácter recíproco. Así por ejemplo, los padres son responsables por los hijos menores, pero no viceversa, lo que nos muestra que una cosa no implica la otra. Es cierto que, en este mismo ejemplo, la situación se puede invertir en el futuro. El hijo adulto, sería responsable respecto a sus padres si estos se sitúan -a causa de la edad u otras circunstancias- en una situación de especial vulnerabilidad o desvalimiento. En este caso, la relación de responsabilidad puede estar basada (también, o al menos en parte) en una relación de reciprocidad que se habría ido creando con el tiempo. Pero el caso de las generaciones futuras no es exactamente análogo. Cuando hablamos de la cuestión de las generaciones futuras estamos dando por supuesto que (por definición) se trata de unas generaciones cuya existencia no se solapa. Es diferente...

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