¿Que queda en pie en el derecho penal del principio 'minima intervención, maximas garantias'?

AutorJose Miguel Zugaldia Espinar
CargoCatedrático de Derecho Penal de la Universidad de Granada
Páginas109-123

El Derecho penal está viviendo en la actualidad un momento que es al mismo tiempo de «expansión» -esto es, de crecimiento (2)- y de auténtica «transformación» (en el sentido de «cambio del modelo» del Derecho penal mismo). Esto se pone de manifiesto en ámbitos tan importantes como: a) el de los nuevos paradigmas para su legitimación (lo que, en terminología de Kuhn, podría revestir caracteres de auténtica «revolución científica») (3); b) el de la redefinición de algunas de sus categorías dogmáticas básicas;

  1. el de la revisión de la política criminal a la que debe estar orientado. Aunque se trata de ámbitos de problemas muy distintos, creo que es posible hacer una breve referencia a todos ellos a través del hilo conductor que supone el debate en torno al principio «mínima intervención, máximas garantías». Ciertamente, en la actualidad se discute que el Derecho penal deba seguir anclado al lastre que supone la primera parte de la fórmula (la «mínima intervención»); pero al mismo tiempo se advierte que una mayor intervención penal puede suponer un grave riesgo para la segunda parte de la fórmula (las «máximas garantías») (4). Pues bien, la finalidad de este trabajo es poner de manifiesto que la obligada flexibilización del principio de intervención mínima a la que se enfrenta el Derecho penal del futuro puede y debe llevarse a cabo perfectamente sin una flexibilización paralela de las máximas garantías. Una intervención «distinta» a la tradicional no tiene necesariamente que ser sinónimo de una intervención con menos garantías.

    1. Uno de los factores que determinan el cuestionamiento de la «mínima intervención» es el de la preocupación de las sociedades democráticas por garantizar a toda costa su seguridad cognitiva frente a quienes intentan atacar su identidad, esto es, las raíces sociales. Ello ha desembocado en el llamado «Derecho penal de enemigo» -en oposición al «Derecho penal de ciudadano» (ocasionalmente delincuente). El «Derecho penal de enemigo» es aquel que intenta garantizar la seguridad cognitiva de la sociedad neutralizando a aquellos individuos que construyen su identidad al margen del Derecho, pero que, por las propias características de la sociedad, pueden desenvolverse como ciudadanos y mantener oculta esa enemistad a la identidad social (5). Frente a ellos, al Derecho penal no le bastaría con reestablecer la confianza en las normas que se hayan infringido, sino que debería procurar reestablecer unas «condiciones aceptables de entorno». Ello se lograría mediante: a) Tipos penales que supongan un adelantamiento sustancial del momento en que el autor ha de ser sancionado: se trata de sancionar antes de que el supuesto riesgo exista en realidad en una especie de «ataque preventivo» o de defensa frente a agresiones futuras. b) El establecimiento de penas que no tienen por qué ser proporcionadas a dicho adelantamiento de la punición.

  2. La disminución o limitación de las garantías procesales, aunque dejando a salvo unas garantías mínimas que eviten la identificación errónea del ciudadano como enemigo (6).

    Conviene precisar -como ha puesto de manifiesto PÉREZ DEL VALLE- que el «Derecho penal de enemigo» no constituye precisamente un fenómeno nuevo, ni es un «cuerpo extraño» a los sistemas liberales. No es un fenómeno nuevo porque ya HOBBES distinguió entre los malos ciudadanos que infringen la ley estatal y los enemigos del Estado, que como tales han de ser tratados conforme al Derecho de guerra; ROUSSEAU también mantuvo que los autores de determinados crímenes dejaban de ser «personas morales» pertenecientes al estado civil y se convertían en meros «hombres» a los que era de aplicación el estado de guerra (7). Tampoco el «Derecho penal de enemigo» es un «cuerpo extraño» a los sistemas liberales. Antes al contrario, sólo los sistemas democráticos pueden señalar a un grupo determinado de personas como enemigos: en los sistemas autoritarios, menos quien detenta el poder y quienes le apoyan, todos son enemigos (8).

    Los sistemas democráticos han tenido siempre unos enemigos tradicionales en las personas integradas en organizaciones terroristas. En España, sin embargo, la restricción de sus derechos fundamentales debe llevarse a cabo «con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario» (art. 55.2 C.E.) y en el marco general del Estado de Derecho -como lo ponen de manifiesto la S.T.C. de 20 de julio de 1999 sobre la Mesa Nacional de Herri Batasuna (que declaró inconstitucional el art. 174 bis a) C.p.-73 por ser contrario al principio de proporcionalidad)- y el procedimiento penal (9) -que no el del art. 10 de la L.O. 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos- para la ilegalización de Batasuna sobre la base de unos preceptos que provienen, sin mayores cuestionamientos, del Código penal de 1822. Sin embargo, el tema del «Derecho penal de enemigo» cobra hoy actualidad porque se discute si además de estos enemigos tradicionales del sistema, determinados ciudadanos deben ser tratados también como enemigos: esto es, se discute hasta que punto la seguridad colectiva exige ampliar el «Derecho penal de enemigo» a otros ámbitos de la criminalidad (delincuencia económica, delincuencia organizada, delincuencia contra el medio ambiente, delincuencia informática, tráfico de armas, de drogas o de personas, etc.).

    La respuesta a esta cuestión debe ser necesariamente negativa. El «enemigo» evidentemente existe (aunque conviene no confundirlo, ya que no es el drogodependiente, sino el narcotraficante; no es el extranjero, sino quien se lucra con su tráfico; no es la persona que se prostituye, sino quien la explota, etc.) y también es evidente que los legisladores están elaborando un Derecho penal específico para él. Pero ante este fenómeno es tarea de la ciencia identificarlo y describirlo (10) para poner de manifiesto -como afirma JAKOBS- que frente al enemigo «no todo está permitido» (11), pues es del todo inadmisible que se haga tabla rasa con los principios limitadores del poder punitivo del Estado que puedan hacer ineficaz una política de seguridad a toda costa. Y esto vale también para el proceso penal ya que a través de un proceso sin todas las garantías pueden convertirse en ineficaces las garantías del Derecho penal. En definitiva, el «Derecho penal de enemigo» aparece, pues, como un mecanismo de defensa de los sistemas democráticos. Un mecanismo de defensa, eso sí, radicalmente ilegítimo, pues como apunta también JAKOBS, es cuestionable incluso que ese «Derecho penal de enemigo» se manifieste en realidad como Derecho (12), porque de ser así, se daría la paradoja -puntualiza PÉREZ DEL VALLE- de que un Estado de Derecho generaría normas que no se manifiestan en realidad como Derecho (13). El punto de vista según el cual la «persona» (miembro del grupo social) deviene en «individuo humano» cuando se aparta y se sale del grupo social, no tiene influencia ni consecuencias prácticas para el Derecho penal ya que en cuento humano, el individuo mantiene todos sus derechos fundamentales perdiendo sólo -desde el punto de vista filosófico- la «sensación de libertad» de la que goza como miembro del grupo. Por eso esta construcción no «legitima» el Derecho penal de enemigo (ni sirve para «legitimar» la restricción de sus derechos), aunque sí «explica» que al enemigo, por parte de los legisladores, se le aplique lo que tradicionalmente se ha conocido con el nombre de Derecho penal de excepción (14).

    1. Otro factor que en la actualidad contribuye a la trasformación del Derecho penal -y la crisis de la «mínima intervención»- es la conciencia colectiva cada vez mayor sobre la necesidad de la intervención del Derecho penal para afrontar los graves riesgos a los que se enfrentan las sociedades modernas protegiendo nuevos bienes jurídicos (básicamente colectivos), así como los bienes jurídicos clásicos aunque frente a nuevas modalidades de ataque a los mismos (15), ya que actualmente vivimos (al menos algunos) en lo que ha dado en llamarse «la sociedad del riesgo», esto es, en una sociedad postindustrial desarrollada en la que las implicaciones negativas del desarrollo tecnológico y del sistema de producción y consumo han adquirido entidad propia y amenazan de forma masiva a los ciudadanos en el marco de una gran complejidad organizativa de relaciones de responsabilidad (16).

    Esto crea una evidente tensión entre el principio de intervención mínima (propio del Estado liberal, del «Estado mínimo», en el que el mercado decidiría las formas de relación entre los sujetos) y la necesidad de una ampliación de la intervención del Derecho penal en los conflictos sociales (más propia del Estado social, del bienestar o intervencionista, que ha de basarse en el principio de una intervención «diferente» y más amplia que la clásica y conservadora tradicional) (17). Conviene precisar que para este cambio de perspectiva no supone un grave obstáculo el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos, ya que la teoría del bien jurídico no tiene en sí misma las posibilidades de limitar el uso del Derecho penal en tanto que cualquier interés que la sociedad (a través de un amplio consenso social) esté dispuesta a proteger sacrificando para ello la libertad u otros derechos de sus miembros, puede tener la consideración de bien jurídico (18) -concepto vinculado en última instancia a la dañosidad social que no es sustituido ni desplazado por el de...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR