Psicofarmacología terapéutica y cosmética. Riesgos y límites

AutorLuis E. Echarte Alonso
CargoDepartamento de Humanidades Biomédicas. Facultad de Medicina. Universidad de Navarra. Campus Universitario. Pamplona (Navarra) -31009-. 948425600 Extensión 6577 / Fax: 948425630 lecharte@unav.es
Páginas212-230

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1. Retos y problemas de la nueva psicofarmacología

Estamos siendo testigos del desarrollo de un buen número de nuevos productos en neurofarmacología.1 Entre otros, la última generación de fármacos modificadores de la conducta, que abre nuevos horizontes en el estudio de unos trastornos neuropsicológicos hasta hace muy poco apenas tratables, ya por la ineficacia, ya por la agresividad de las terapias convencionales. Sin embargo, las grandes expectativas que despiertan dichos avances tecnológicos están provocando que dichas nuevas tecnologías sean solicitadas cada vez con mayor insistencia por los pacientes, lo que es a la vez causa y efecto de ciertas actitudes imprudentes que, respecto a su indicación, parece estar siendo cómplice la comunidad médica.

En este artículo, te temática clásica pero de importancia nunca hasta ahora tan relevante, analizo cómo los fines y medios de la nueva psicofarmacología están fomentando un cambio social sin precedentes en la interpretación de la «salud». Más concretamente, argumento cómo dicho cambio puede detectarse en cuatro diferentes vértices relacionados con la seguridad, la equidad, la psiquiatrización de la condición humana y la autonomía. Desde este planteamiento Page 213 presento en los siguientes epígrafes nuevas e importantes claves relativas al deber de informar sobre los riesgos psicofarmacológicos, monitorizar a los pacientes con ellos tratados y fomentar la investigación sobre los efectos adversos aparecidos a largo plazo. Paralelamente defiendo la utilidad del concepto «salud» para evitar la estigmatización subjetiva de rasgos cognitivos o afectivos, para prevenir potenciales problemas de inequidad y coerción y para impedir trastornos mentales o existenciales causados por intentos de alcanzar estados psíquicos supuestamente mejorados.

2. Algunos datos epidemiológicos

Lawrence H. Diller resalta, en el informe del IMS Health norteamericano publicado en 2000, cómo el incremento de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (SSRIs) en niños de entre 7 y 12 años superó el 151% entre 1995 y 1999. Y lo que es más alarmante, el ascenso llegaba al 580% en menores de 6 años2. Estas cifras dramáticas tuvieron una rápida respuesta en la política sanitaria. Para sensibilizar a la opinión pública norteamericana de los riesgos del uso incontrolado de psicofármacos, Hillary Clinton inició, entre otras iniciativas, una campaña centrada en la necesidad de concienciación sobre el uso responsable de dichos medicamentos. Tales medidas no parecen tener demasiado efecto pues, dos años más tarde, Diller continúa denunciando el alto número de menores consumidores de alguna clase de estimulantes que, en EE.UU, rondaba ya los cuatro millones3; una situación que se revela aún más preocupante conocido el hecho de que la proporción de niños menores de dos años se incrementaba año tras año4. A estas cifras hay que añadir otro millón de menores tratados con antidepresivos y cerca de un millón más con alguna otra variedad de psicotrópicos5. A ello hay que unir el dato de que EE.UU. gastara en 2003 más de 2,4 billones de dólares en medicamentos para el Trastorno de Déficit de atención con hiperactividad (ADHD), cifra que superó con mucho la más alta de las estimaciones6.

A pesar de que el uso masivo de fármacos modificadores de la conducta parece estar circunscrito básicamente a dos países -Estados Unidos de América y Canadá-, también existen datos preocupantes sobre Europa7. Un botón de muestra es el estudio de Kopferschmitt, Page 214 que registra en los años ochenta, en unos de los distritos administrativos situados al este de Francia, una prevalencia del 10% en el número de prescripciones de tranquilizantes para «problemas de insomnio» infantiles8. Otro análisis más reciente, esta vez realizado en Holanda, apunta un aumento del consumo infantil de psicotrópicos en 2001 de más del doble que el registrado en 1995, debido principalmente a las indicaciones de metilfenidato, fármaco habitualmente indicado para el Trastorno de Déficit de atención con hiperactividad (ADHD)9.

En lo concerniente a España, existen algunos datos respecto a este último fármaco. El trabajo de Criado-Álvarez y Romo-Barrientos del 2003 recoge un incremento en el consumo infantil desde 1992 del 8% anual10. Esta proporción además parece haber aumentado rápidamente desde entonces. Entre 1996 y 2001 la prescripción del Rubifen (nombre comercial en España para el metilfenidato) se multiplicó por seis, tendencia al alza si, como aseguran algunos expertos, todavía hay un 70% de niños españoles sin diagnosticar. Es decir, en nuestro país el ADHD afectaría al 5% de los menores.

Aunque significativas, las cifras europeas se encuentran muy alejadas de las norteamericanas y canadienses. Estaríamos hablando en EE.UU de un total de 5 niños tratados por cada 100, mientras que en España de solo 5 de cada 10.000. Sin embargo, como en tantos otros asuntos, no resultaría extraño que la moda americana se exportase a Europa, por lo que sería imprudente ignorar las posibles causas de tal fenómeno médico y social al otro lado del océano.

3. Posibles causas explicativas

Las cifras arriba presentadas sobre los nuevos hábitos de consumo psicofarmacológico no son a priori negativas. Para su valoración es necesario primero conocer los motivos del incremento en la incidencia diagnóstica. Sin embargo, es en este tema donde existen mayores controversias. Las actuales prácticas pueden ser achacables en parte a la mayor concienciación, por parte de la comunidad médica, en la detección de enfermedades mentales o, quizá también, a la aparición de nuevos trastornos relacionados con los actuales estilos de vida. Pero, por otro lado, también hay indicios para sospechar que algunos estimulantes estén siendo prescritos en exceso.

Hasta cierto punto es razonable que esto suceda, pues no existe una frontera neta entre lo saludable y lo patológico sino, más bien, un continuum en el que el médico tiene que decidir en qué punto del gradiente un determinado cúmulo de signos Page 215 y síntomas conductuales, emocionales y/o cognitivos requiere intervención terapéutica. Esto no quiere decir que la categorización de enfermedades no sea necesaria, lo es desde un punto de vista práctico, aunque si atendemos a los matices de lo real, encontraremos pocos límites en los procesos naturales. Este hecho no es especialmente evidente en muchas especialidades médicas, ni tampoco es requisito necesario para un buen hacer profesional. Ocurre lo contrario, sin embargo, en el ámbito de la salud mental, donde los especialistas son más conscientes de tal realidad, entre otras razones, porque el abordaje de muchos trastornos mentales lo exige. A esta última cuestión se refiere Josephine Johnston, del Hastings Center, en el congreso de la Neuroethics Society celebrado en Washington en noviembre 2008. «Because we are so focused on the pathological, we can miss the wide range of normal»11. Un problema que es importante para entender nuevas dolencias como el trastorno bipolar pediátrico pero también para el abordaje de otras muchas de más insidiosa expresión. En otras palabras, la especial complejidad diagnóstica que presentan los sujetos situados en la frontera entre los que requieren objetivamente tratamiento y los que se encuentran en el extremo izquierdo de la curva de Bell de normalidad, debe servir al profesional para descubrir la existencia de un infinito espectro de posibilidades que conforman y dan continuidad a los denominados estados de salud y de enfermedad.

El diagnóstico y tratamiento de las enfermedades y trastornos «límite» es substancialmente problemático en menores ya que, por un lado, muchas de las disfunciones pediátricas son temporales y no merecen los efectos adversos y los riesgos de una intervención farmacológica y, por el otro, también existen trastornos que deben ser tratados a tiempo para evitar daños irreparables. La decisión en ambos casos es crítica. En este sentido, varios deben ser los objetivos a perseguir para resolver el problema de la indeterminación de los criterios diagnósticos, particularmente en enfermedades de reciente aparición: primero, la nada fácil tarea de lograr una continua contextualización y actualización del «Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales» y, segundo, facilitar a los profesionales de la salud mental el adecuado entrenamiento que requiere la valoración de unos signos a menudo de naturaleza insidiosa.

Otro factor que puede estar interviniendo en el fenómeno del aumento de prescripciones es el de los «universal enhancers», psicofármacos de nueva generación que parecen ser eficaces no solo en el restablecimiento de las funciones cognitivas, sino también en su optimización. Su uso por parte de pacientes cuya situación ronda la comentada «delgada línea roja» entre lo normal y lo patológico ha originado gran controversia pues cada vez más son los padres que cuestionan públicamente que, si las nuevas tecnologías en psicofarmacología traen productos aparentemente inocuos para Page 216 la salud, porqué no utilizarlos para ayudar a mejorar el rendimiento de niños con dificultades escolares. Y el debate comienza a superar el contexto de los «casos límite». En EE.UU ya se valora su potencial utilidad en la búsqueda de la excelencia académica y profesional. Una discusión que no es puramente académica ni basada en futuribles. El famoso Ritalin corre ilícitamente, desde hace tiempo, por muchos de los college americanos12.

La regularización de universal enhancers...

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